Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966. Su libro más reciente es Vals para lobos y pastor (Era, 2024).
Cuando recibí el ejemplar de Arcoíris de artes y de artistas de Adolfo Castañón, lo primero que hice fue consultar el índice del libro. ¡Tremendo banquete me aguardaba! Como si repasara el menú de un restaurante de prestigio, recomendado por conocedores —Los Almendros de Mérida o El príncipe Tutul-Xiu de Maní, dos ejemplos citados por el autor—, la propuesta de lectura me resultó irrenunciablemente tentadora, ideal para picar aquí y allá y, por supuesto, regresar a la brevedad las ocasiones suficientes y necesarias con tal de agotar todos los platillos de su cocina. Advertí, de entrada, que esta colección de ensayos transpira y transmite un aire libérrimo, ajeno a jerarquías, escuelas, métodos o convenciones académicas respecto de la crítica y de la historia del arte.
Integrado por textos que en un primer momento fueron conferencias, reseñas de libros, escritos solicitados para acompañar un catálogo, crónicas de viaje, perfiles de un artista a modo de obituario, entrevistas a pintores o poemas de homenaje y diálogo con una obra o artista en particular, este arcoíris permite observarse desde varios miradores. En su condición miscelánea, cada ensayo propone un clima, una densidad, una escenografía. La liviandad de unos se compagina con la profundidad de los otros. Desde luego, el orden propuesto por el autor da lugar a la elaboración de un mapa, una geografía en el tiempo, cambiante y forjadora de tradiciones culturales y artísticas. Evidentemente, el arte mexicano de los siglos XIX y XX ocupaba el mayor espacio del libro: la arquitectura, la pintura, la fotografía, la caricatura y la crítica de arte se dan cita resaltando el legado de varios de sus mejores exponentes. Pero también, en esta galería de asombros visuales se respiran otros aires y otras edades, de las pinturas de las cuevas de Lascaux y las ruinas mayas de Yucatán podemos dar un salto hasta las memorias y las teorías estéticas de José Moreno Villa y otro más para ubicarnos en zona privilegiada a fin de repasar la obra plástica y escrita de Fernando de Szyszlo, una de las claves en sol mayor del arte latinoamericano de la pasada centuria.
Mientras leía Arcoíris de artes y artistas, recordé que tiempo atrás Adolfo Castañón me recomendó el libro Del arte pictórico al arte verbal de Saúl Yurkievich, a quien yo sólo conocía como poeta y autor de un libro cardinal de crítica, Fundadores de la poesía hispanoamericana; viendo mi entusiasmo me dio santo y seña de quién lo editaba y dónde podría conseguir un ejemplar. Pronto lo tuve en mis manos y pude constatar, tras leer el epílogo a modo de presentación del propio Castañón, «París al día siguiente: Saúl Yurkievich», que tarde o temprano Adolfo Castañón nos entregaría un libro que diera cuenta y cuento de su comercio con los privilegios de la vista. Helo aquí. Como poeta y ensayista sus abordajes en el territorio del arte son, ineludible y felizmente, a varias bandas. Está por supuesto, la revisión y el examen, las correspondencias de la obra o del legado del artista según el dictum baudeleriano, la hermenéutica y la recreación literaria pero, también, en cada ensayo está presente la memoria del escritor. La resonancia visual, el fetichismo del ojo, la ventana abierta en el tiempo recuperado.
Por eso mismo, al avanzar por las páginas del libro recordé una visita de Castañón a Oaxaca en 2006; estaba interesado en consultar algunos papeles sobre Andrés Henestrosa —quien en ese entonces celebraría su cumpleaños número cien— y también, quería entrevistar a conocidos o cercanos del autor de El hombre que dispersó la danza, entre otros, al multifacético Francisco Toledo. Como en aquella época colaboraba con el reconocido pintor, dirigiendo el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, tuve la fortuna de convivir con Adolfo en aquel viaje a la antigua Antequera. En uno de esos días, difíciles para la ciudad, inmersa en un conflicto social de violenta conclusión, recuerdo que fuimos a comer al restaurante María Bonita, especializado en comida oaxaqueña. Allí me di cuenta de su conocimiento y pasión en torno del buen comer, la feliz confluencia de los sabores y de los saberes que se paladean y deletrean con los sentidos y con la pluma; pero también, salieron a relucir en aquella «dulce charla de sobremesa» sus querencias en el orbe de las artes visuales. Hablamos largo y tendido de Rufino Tamayo y de Toledo, por supuesto, de sus amigos Susana Wald y Ludwig Zeller a quienes visitaría en su casa de Huayapan, del magisterio de Juan García Ponce, de José Luis Cuevas y de Vicente Rojo, presencias que ahora vuelvo a observar demoradamente en los colores de Arcoíris de artes y artistas.
Me conmovió encontrar en este volumen, el bello y generoso texto que Adolfo Castañón leyó en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes a propósito de mi libro La mano siniestra de J. C. Orozco. Vanitas vanitatum omnia vanitas. Pero también, como un balón filtrado para pase de gol, agradezco su ensayo «Entre los pulgares de Montaigne y los pulgares de Dalí», pieza que me dará pie —imágenes, correspondencias y metáfora— para un capítulo adicional de mi estudio sobre la mano orozquiana. Con esta summa visual, Castañón corrobora su condición de escritor todo terreno. Crítico de una lucidez amena y penetrante, historiador demorado y perspicaz de nuestras letras, poeta y prosista de altos cielos, traductor de varios de nuestros clásicos contemporáneos, autor de libros sobre libros, editor de larga andadura, escritor de los saberes del fogón, ahora nos comparte aquí, en este arco multicolor, su colección privada. Pero no sólo nos deja la puerta abierta de la galería sino que nos acompaña en el recorrido, departe noticias, inquietudes, dudas y cavilaciones sobre cada pieza, nos alerta, instruye y comenta a veces ministerialmente en torno de la vida de tal pintor o fotógrafo dando a la visita una calidez de tertulia.
Resalto como uno de los múltiples aciertos de este arcoíris, el interés de su autor por traer a la discusión presente del arte mexicano a pintores como Alfredo Ramos Martínez, Manuel Rodríguez Lozano, Julio Castellanos, Agustín Lazo y Abraham Ángel, artistas que padecieron la hegemonía de la escuela nacionalista y, también, en un segundo momento, el sobreentendido que más parecía desdén de la Generación de la Ruptura. Asimismo, en esa labor de traer luces pretéritas al quisquilloso presente, celebro el rescate del libro Visionario de Nueva España de Genaro Estrada, relatos-viñetas propiciatorios para adentrarnos en la arquitectura virreinal que el mal gusto de nuestros liberales echó abajo en repetidas ocasiones en el siglo XIX. Si a Alfonso Reyes «de niño lo seguía el sol», Adolfo Castañón nos comparte que «de niño mi juguete preferido era la ventana», la realidad encuadrada, el teatro de la luz y de la sombra, un lienzo de aire donde se aguardan la llegada de visitantes familiares e insospechados, el regreso del hijo pródigo o la súbita aparición de una lluvia de estrellas, por ejemplo.
