Wunderkammer: la edad del asombro

María Negroni

Rosario, Argentina, 1951. Su libro más reciente es La idea natural (Acantilado, 2024).

Un gabinete de curiosidades es un paisaje mental, un bric-à-brac que une infancia y deseo, una especie de burdel filosófico. También es una vitrina del mundo propensa al desorden, el borrador y el fragmento. En suma, un almacén pintoresco, regido por criterios emocionales o estéticos. 

Su origen, asociado a los templos griegos, encontró después en las iglesias cristianas y en el tesoro de los príncipes renacentistas su continuación natural. El studiolo de Federico de Montefeltro (hoy en el Museo Metropolitano de Nueva York), la grotta de Isabella d’Este en Mantua, el «santuario de maravillas» del duque de Berry, y la cámara áurea de Ferrante Imperato, apotecario de Nápoles, son tan solo algunos ejemplos y se inscriben en lo que Julius von Schlosser llamó la «cultura de la curiosidad».

Ahí, en el centro de ese lugar de reposo intelectual y de contemplación, los príncipes y coleccionistas eclesiásticos buscaban inventariar un mundo que aún se creía mensurable. Su objetivo no era, o no tan solo, ofrecer una forma de inteligibilidad a lo existente —como harían más tarde los iluministas de la Enciclopedia— sino más bien penetrar los objetos, radiografiar en ellos lo más bizarro. Y así los gabinetes fantásticos comenzaron a llenarse de naturalia, mirabilia, scientifica y exotica sin que el denominador común se ligara todavía a un sistema. 

Estamos en ese feliz interregno entre la teología y la ciencia, vinculado a las artes de la memoria, la magia y los sistemas de lectura del mundo como compendio ecléctico, hecho de piezas únicas, aleatorias, no seriadas. Todavía predominan la tendencia al rizoma, la acumulación y la desmesura. Todavía los cocodrilos embalsamados pueden convivir, en un mismo espacio encantado, con las reliquias de los peregrinajes, los Vanitas con los altares fúnebres, los autómatas con los instrumentos ópticos, las prendas de vestir con las anamorfosis de un cráneo, porque la única forma de enlace entre las cosas, la única hermenéutica que podría unirlas está ligada a la summa, la divinatio y la eruditio (Foucault). No hay más preocupación que insertar el objeto en una red de correspondencias y fomentar un placer visual incrementado por la conciencia de su inevitable desmoronamiento.

Habrá que esperar al siglo XVI para que se produzca un cambio. Entonces harán furor los teatros anatómicos y los gabinetes pedagógicos, se popularizarán los arbores scientiarium con sus cadenas de hechos y sus líneas de proveniencia, predominarán los trabajos de nomenclatura y los grandes impulsos clasificatorios que son la cuna del pensamiento científico actual.

Lástima. Algo se perderá irremediablemente para entonces. Ya nadie verá la naturaleza como una epifanía material. Nadie percibirá animales entre las estrellas ni estrellas en los anillos de las damas. Ningún coleccionista se enterrará, como Manfredo Settala, con su colección de espejos.

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