Tizapán el Alto, Jalisco, 1957. Su libro más reciente es Donde hay música no puede haber cosa mala (Rayuela, 2021).
Ningún movimiento social en la historia de México dejó una huella tan honda en la vida y en la obra de Juan Rulfo como la Cristiada. Cuando el conflicto Iglesia-Estado surgió con la entrada en vigor de la Ley Calles (31 de julio de 1926), el futuro narrador era un niño que, desde el asesinato de su padre, ya se criaba en la rama familiar más apegada a la Iglesia católica. Esto había sucedido cuando María Vizcaíno Arias, al quedar viuda de Juan Nepomuceno Pérez Rulfo el 2 de junio de 1923, decidió reintegrarse a su familia de origen con sus cuatro hijos pequeños: Severiano, Juan, Francisco y Eva. A tal propósito, es también significativo otro hecho: Juan Pérez (el pre Juan Rulfo) no tuvo más estudios formales que los que hizo en dos instituciones educativas tapatías de índole religiosa: el orfanato Luis Silva y el Seminario Conciliar de Señor San José.
Por todo ello es muy explicable que hasta finales de 1934 —cuando tenía 17 años y acababa de abandonar los estudios que hubieran podido llevarlo a ejercer el ministerio religioso— sus afinidades políticas estuvieran muy cerca de esa «íntima tristeza reaccionaria» de la que habla Ramón López Velarde. Y casi no podía haber sido de otra forma, pues Rulfo había crecido en un ambiente de compacto catolicismo, al igual que muchos de sus contemporáneos, incluidos hombres y mujeres de letras de generaciones anteriores o posteriores como fue el caso, respetivamente, de Agustín Yáñez y Rosario Castellanos.
No fue obra de la casualidad que el futuro Juan Rulfo haya conocido las primeras letras en el Colegio Josefino, anexo al templo del Señor de la Misericordia de Amula, en San Gabriel, Jalisco, atendido por monjas a las que barrió la persecución religiosa durante la segunda mitad de los años veinte. Tampoco fue producto del azar que en 1926, el perseguido cura de la localidad (Ireneo Monroy, quien aparece fotografiado en el patio del Colegio Josefino con maestras y alumnos, entre ellos el propio Rulfo, con apenas seis años de edad) haya dejado encargada su biblioteca en la casa donde el futuro escritor vivía con su madre y sus hermanos: la gran casona de la abuela materna (Tiburcia Arias Vargas, viuda de Vizcaíno), en Hidalgo número 8, a espaldas del templo de San Gabriel Arcángel, donde el niño Juan Rulfo ayudaba en los oficios religiosos.
Ya con nueve años, ese niño fue testigo de los efectos perniciosos que la Cristiada comenzaba a dejar en la comarca del Llano Grande, empezando por San Gabriel, población que, como secuela del conflicto, perdió su nombre original al imponérsele oficialmente otro: Ciudad Venustiano Carranza. Con esa novedad se encontró Rulfo cuando regresó a la querencia hacia finales de 1934, al desertar del Seminario. Ese nombre postizo se mantuvo hasta el 25 de junio de 1993, cuando, a petición popular, el Congreso de Jalisco convocó un plebiscito en el que los pobladores se manifestaron abrumadoramente a favor de que su pueblo recobrara su nombre primigenio.
De las tropelías cometidas en la zona por los bandos en pugna, entre 1926 y 1927, fue testigo el propio niño Rulfo, justo antes de ser enviado por su madre y su abuela al internado Luis Silva de Guadalajara. Muchos años después, en entrevista con Elena Poniatowska, Rulfo recordaba la angustia que se vivía por entonces en San Gabriel:
era zona de agitación y de revuelta, no se podía salir a la calle; nomás oía los balazos, y entraban los cristeros a cada rato, y entraban los federales a saquear, y luego entraban otra vez los cristeros a saquear; en fin, no había ninguna posibilidad de estar allí.[1]
Ya como estudiante en Guadalajara, el futuro escritor siguió sabiendo de esos y otros males cada vez que regresaba a San Gabriel durante las vacaciones escolares. Es explicable que por influencia de la rama familiar materna, la visión inicial que tuvo del conflicto cristero fuese proclerical como también había llegado a ser, aunque en un grado superior, la visión del joven Agustín Yáñez (trece años mayor), pues para ese entonces este último no sólo era ya un avanzado veinteañero que se había distinguido por tener algo más que una simple solidaridad con la perseguida Iglesia —lo mismo que otros tantos jaliscienses de la época—, sino por ser un combativo activista procristero, muy cercano al principal líder regional del movimiento: Anacleto González Flores. Y precisamente por ello, el joven Yáñez, pasante de Leyes, estuvo muy cerca de perder la vida el 1 de abril de 1927.
Los sucesos provocados por la Guerra Cristera durante los tempranos años de la vida de Rulfo dejarían una marca emocional en la vida del futuro escritor, una marca que acabaría manifestándose también en algunos de sus cuentos y en su novela Pedro Páramo, aun cuando años después, en el momento en que comenzó a darle forma a su obra literaria, ya tenía una visión más completa y equilibrada del conflicto, luego de haber sumado el punto de vista casi antitético de su otra rama familiar (los progobiernistas Pérez Rulfo) y de recibir una buena dosis de laicismo, algo que no tuvo ni con los Vizcaíno Arias ni en el Colegio Luis Silva, ni muchos menos en el Seminario.
A finales de los años veinte su tío paterno David Pérez Rulfo —que comenzaba su carrera militar y luego sería protector del sobrino huérfano en la Ciudad de México— formó parte del destacamento castrense que comandaba en Sayula el entonces coronel Manuel Ávila Camacho, que en plena Guerra Cristera había llegado a la zona con la encomienda de pacificar el sur de Jalisco y el norte de Colima. Hacia finales de 1935, con 18 años cumplidos, Rulfo se trasladó a la Ciudad de México, luego de abandonar sus estudios en el Seminario, para vivir precisamente en la casa del tío protector (el ya para entonces capitán Pérez Rulfo) por el rumbo de Molino del Rey. Ese tío, quien se convertiría en una suerte de padre sustituto, recurrió a la influencia de su jefe (el mismo Manuel Ávila Camacho) a fin de poderle conseguir al sobrino un empleo en el gobierno. Ávila Camacho, que para el 26 de diciembre de 1935 ocupaba el cargo de subsecretario de Guerra y Marina (y cinco años después estaría sentado en la silla presidencial), envía con esa fecha una carta al secretario de Gobernación (el vallelupense Silvano Barba González), para recomendarle «al joven Juan Pérez Vizcaíno, elemento sin vicios, trabajador y de una conducta intachable, por quien me intereso».[2] La recomendación surte efecto y semanas después Rulfo se convierte en un modesto empleado de la Secretaría de Gobernación, esto después de que el mencionado tío hubiera intentado previamente que el sobrino siguiera sus pasos, inscribiéndolo en el Colegio Militar, donde el futuro escritor permaneció escasos meses.
Muy pronto en ese ambiente burocrático, laico y hasta con ribetes anticlericales, Rulfo comienza a tener una visión más completa del conflicto cristero. Quizá por ello decidió también ocultar su recientísima estancia en el Seminario de Guadalajara (lo más probable es que haya sido por recomendación de su tío y no tanto por convicción personal), a fin de no ser identificado como exseminarista en la jacobina Secretaría de Gobernación.
Al igual que Yáñez, quien desde años atrás había comenzado a trabajar para el gobierno (primero en Tepic, donde se desempeñó como jefe de Educación del Gobierno de Nayarit, y luego en la Ciudad de México, donde venía ocupando varios cargos menores), el joven Rulfo también se incorporó a la burocracia federal. En ese ambiente comenzó a tomar distancia de su pasado de estudiante «mocho», condición que le habría cerrado las puertas de cualquier institución escolar capitalina como la Escuela Nacional Preparatoria, a fin de poder cursar luego una carrera profesional. Y ello porque los estudios impartidos en instituciones religiosas carecían de validez oficial.
Ficción cristera
Según Jean Meyer, quien por la intermediación del historiador Luis González y González pudo entrevistar a Juan Rulfo hacia mediados de los años sesenta, el movimiento cristero seguía vivo en el interés del escritor jalisciense, quien por entonces era un funcionario menor en el Instituto Nacional Indigenista. Tres décadas después, en una mesa redonda que tuvo lugar el 9 de mayo de 1996 en la Capilla Alfonsina, el mismo Meyer habló de cómo durante la segunda mitad de los sesenta estuvo trabajando en lo que terminaría por ser un clásico de la historiografía mexicana, La Cristiada, y trajo a cuento aquel encuentro en un café de la entonces Glorieta Chilpancingo, con un Juan Rulfo quien, por lo que parece, pasaba por una etapa de recuperación de su alcoholismo.
Y mientras bebía «litros de café con leche» y no paraba de fumar sus Delicados sin filtro, el escritor le habló extensamente de aquella etapa cruenta —y por entonces casi secreta— en la historia de México. Rulfo habría subrayado la gran influencia femenina entre los varones que tomaron las armas contra las disposiciones callistas, pues, según él, buena parte de los campesinos rebeldes habrían sido acicateados por sus madres o por sus esposas o por sus abuelas, y en muchísimos casos por todo ese poderoso gineceo, que habría sido determinante, sobre todo entre los indecisos, para convertirse en cristeros.
Desde luego que una cosa es el punto de vista personal, o la opinión que un escritor pueda llegar a tener sobre determinado acontecimiento histórico y otra, muy distinta, la manera como ese mismo suceso termina siendo plasmado en la ficción literaria. Y en el caso de Rulfo esto es algo más que evidente. Por principio de cuentas el autor sabía que en el caso de la Cristiada se cometieron los excesos, como él mismo lo consignó en repetidas ocasiones, desde los dos bandos en pugna, por lo que todo aquello lo llevó a una conclusión reprobatoria: había sido «una guerra tonta, tanto de un lado como de otro, del gobierno y del clero»,[3] máxime cuando, como ha apuntado Meyer, en el conflicto terminó prevaleciendo, en ambos lados, la postura intransigente de los radicales y extremistas, que se impuso a la opinión de los moderados y partidarios de la negociación.
Y esta anomalía, remarca Meyer, se dio en un bando y otro, lo cual provocó que la guerra civil no pudiera evitarse, en la inteligencia de que en otras circunstancias, perfectamente se habría podido impedir que las desavenencias Iglesia-Estado escalaran hasta desembocar en un levantamiento armado que tuvo un alto costo para el país. Para Rulfo casi todos los actores pusieron de su parte para que el conflicto se agravara. Y en su ficción de temática cristera no hay inocentes.
Con todo y haber sido hasta el final de sus días un creyente católico y, por otro lado, no obstante que en su vida laboral predominaron los empleos gubernamentales, en el caso de la Cristiada nuestro autor no toma partido por ninguno de los dos bandos en pugna. A diferencia de la inmensa mayoría de los autores de ficción cristera, Rulfo se distancia lo mismo de los proclericales que de los progobiernistas), de tal modo que sus incursiones en la narrativa de esa temática ni zozobran en un partidarismo lastrante ni se empantanan en la literatura de tesis ni menos aún en maniqueísmos de «buenos» contra «malos». El yo literario (que no es lo mismo que el yo biográfico) en Rulfo no toma partido ni a favor ni en contra de ninguna de las partes confrontadas, de las cuales muy brechtianamente se distancia, a fin centrarse y concentrarse en el drama humano o en la indefinición moral de tal o cual suceso.
Es muy probable que cuando a principios de los años cincuenta Rulfo comenzó a darle forma a esa pequeña pieza maestra llamada «La noche que lo dejaron solo», ya hubiese leído no pocas de las novelas cristeras, así como muchos de los cuentos de esa misma temática y también es muy explicable que acabara decepcionándose de la mayoría de aquellas obras por su bajo vuelo literario.
También es probable que luego de la lectura de aquellos relatos haya llegado a la conclusión de que, salvo contadas excepciones, en esas historias sus autores no disimulaban su talante ideológico sino que, por el contrario, en la mayoría de casos hasta presumieran ostentosamente ese talante propagandístico, con lo cual buscaban justificar la actuación de uno u otro bando, al tiempo que se proponían desacreditar al adversario. Se sabe, sin embargo, que entre las pocas narraciones de temática cristera que Rulfo llegó a valorar estaba Rescoldo, de Antonio Estrada, una suerte de novela casi sin ficción y en la que su autor, un huérfano cristero, rememora los últimos días en la vida y la lucha desesperada de su padre, el coronel Florencio Castillo, quien murió en combate en la sierra de Durango.
Cínicos y antihéroes
El primer mérito de la narrativa rulfiana de temática cristera consiste en haber podido apartarse de tan empobrecedores antecedentes literarios, a fin de abordar el conflicto desde el escepticismo, lo que permite al autor presentar una pequeña galería de tipos humanos no precisamente de presumir y entre los que destacan seres abusivos, logreros, cínicos, falsos mártires y héroes fallidos. Tales especímenes humanos aparecen de forma episódica en Pedro Páramo y en el cuento «Anacleto Morones», y de un modo franco y central en el ya mencionado relato «La noche que lo dejaron solo».
Otra característica es que en ningún momento el narrador o el yo literario de esas narraciones manifiesta algún signo de simpatía o de reprobación por los sucesos o por los personajes en pugna que figuran en ellas. Ese «yo literario» no juzga (ni condena ni absuelve) a nadie ni a nada, pues se limita a hacer la composición del lugar y a ir presentando a los personajes que «por su propia cuenta» expresan su parecer sobre la circunstancia en la que se encuentran inmersos, y a ello responden también sus acciones.
Aun con el atenuante de no ser demasiado consciente de sus actos debido a su corta edad, o a que tales actos responden sobre todo a su entorno social (la convicción procristera de quienes lo rodean) se puede decir, sin embargo, que el «muchachito» Feliciano Ruelas es el único cristero positivo en la narrativa rulfiana, algo que no se podría decir del padre Rentería, quien se alza tardíamente y al que sólo conocemos en su etapa precristera, cuando aparece como un tipo blandengue que, con un masoquismo extremo, acepta los abusos y humillaciones de Pedro y Miguel Páramo.
A diferencia de sus antagonistas (los militares de «La noche que lo dejaron solo») Feliciano Ruelas sí parece creer en una causa (en su caso, la causa cristera) y el único momento en que flaquea es precisamente cuando lo vence el sueño (lo que, de forma paradójica, le salva la vida), pero no por falta de entereza o carácter ni mucho menos por tener alguna duda de su proyecto inmediato de vida. Según el dictamen de uno de los soldados que están esperando la llegada de Feliciano para ahorcarlo, algo que acababan de hacer con sus tíos Tanis y Librado, «muchachito y todo, [Feliciano] fue el que le tendió la emboscada a mi teniente Parra y le acabó su gente».[4]
Otro cristero rulfiano es el Tilcuate, personaje que no pasa de ser un vulgar oportunista. Este cristero postizo de última hora sostiene una conversación en distintos tiempos con su patrón Pedro Páramo, dando cuenta de los hechos de armas en que ha estado metido junto con su gavilla, primero como combatientes acomodaticios en las distintas facciones de la Revolución Mexicana y, después, ya en plena Guerra Cristera, tratando de pescar en río revuelto. Antes de ello, Pedro Páramo le había recomendado a su poco presumible peón de la conveniencia de estar siempre del lado de quien va ganando. Con ello se termina haciendo una caricatura de la lealtad hacia equis causa política:
—Ahora somos carrancistas.
—Está bien.
—Andamos con mi general Obregón.
—Está bien.
—Allá se ha hecho la paz. Andamos sueltos.
—Espera. No desarmes a tu gente. Esto no puede durar mucho.
—Se ha levantado en armas el padre Rentería. ¿Nos vamos con él o
contra él?
—Eso ni se discute. Ponte del lado del gobierno.
—Pero si somos irregulares. Nos consideran rebeldes.
—Entonces vete a descansar.
—¿Con el vuelo que llevo?
—Haz lo que quieras, entonces.
—Me iré a reforzar al padrecito. Me gusta cómo gritan. Además lleva
uno ganada la salvación.
—Haz lo que quieras.[5]
Un cinismo nada menor, aparte de una grosera falta de respeto por la vida humana, es el que exhiben los soldados federales que están a la espera del mencionado Feliciano Ruelas para ahorcarlo: «Mi mayor dice que si no viene de hoy a mañana, acabalamos con el primero que pase y así se cumplirán las órdenes».[6]
Otra referencia episódica a la Cristiada es la que aparece en el cuento «Anacleto Morones» cuando el personaje-narrador, Lucas Lucatero, relata a las congregantes de Amula (el grupo de mujeres que están promoviendo la canonización de un vivales llamado Anacleto Morones, quien como buen charlatán y superdotado embaucador había sabido aprovecharse de la ignorancia, la credulidad y las supersticiones de la gente) los muchos años que lleva sin haberse confesado:
¡Uh!, desde hace como quince años. Desde que me iban a fusilar los cristeros. Me pusieron una carabina en la espalda y me hincaron delante del cura y dije allí hasta lo que no había hecho. Entonces me confesé hasta por adelantado.[7]
Esta es la galería de cristeros y anticristeros en el mundo rulfiano, aun cuando no ha faltado quien ha querido ver en el profesor-narrador de «Luvina» a un emisario del gobierno anticristero (del gobierno revolucionario y presuntamente desfanatizador), un mentor que fracasa ante una comunidad cerrada, atávica y presuntamente procristera (la de San Juan Luvina). Sin embargo, los habitantes de ese pueblo en ningún momento mostraron alguna actitud hostil y menos aún persecutoria en contra suya ni de su familia.
La maldición de la humanidad
No son pocas las personas de letras, artes e ideas que han encontrado cierta similitud en la forma en que Juan Rulfo y José Clemente Orozco abordan y representan a nuestro país, ambos con una visión sombría, escéptica, pesimista y hasta desesperanzadora del pueblo mexicano. Esa similitud entre el pintor y el narrador la advirtieron lo mismo Juan José Arreola que Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo. El primero de ellos dice que «Rulfo hizo, como Orozco, una estampa trágica y atroz del pueblo de México. Parece real, y es tan curiosamente artística y deforme. Los que somos de donde proceden sus historias y personajes, vemos que todo se ha vuelto magnífico, poético y monstruoso».[8]
En efecto, no son pocos ni de menor relevancia los elementos comunes que se pueden encontrar en la obra pictórica de uno y en la narrativa del otro. Uno de esos componentes sería la ironía, la ironía que tal vez sea la forma más filosa de la inteligencia oblicua y que le sirve a Rulfo como instrumento ideal para tomar distancia crítica de hechos y situaciones que en algún momento pudieran resultar comprometedores para la independencia de criterio del autor. En este aspecto el escritor jalisciense procede de la misma manera que su paisano pintor. Lejos de comulgar con la prédica de las «grandes causas nacionales», o de sumarse a la epopeya mexicana promovida desde las altas esferas del gobierno, o de exaltar un pretendido destino de grandeza del pueblo mexicano, ambos (el muralista y el narrador) desconfían tanto de presuntos redentores populares como de los hombres del poder, así procedan del gobierno, de los partidos políticos, de las iglesias, del capital, de la milicia, de la intelectualidad, de los medios de comunicación, de gremios sindicales, etcétera.
Otro elemento común entre Rulfo y Orozco es el rencor que escuece a muchos de los personajes del primero y el cual se reconoce igualmente en el universo pictórico del segundo. A este propósito, el mismo Arreola señaló que Rulfo «fue, también, un administrador fabuloso del rencor popular. El rencor que sienten sus personajes está tratado de una manera excelente».[9]
Tal vez por el talante anarquista de su autor (otra afinidad más con Orozco) en el mundo rulfiano no tiene cabida, de no ser como sarcasmo, la idea que presenta al poder como algo que puede servir para hacer el bien. Por el contrario, en Rulfo el poder es sobre todo un instrumento de sojuzgamiento o de abuso, una suerte de atavismo malsano que lleva a unos cuantos seres humanos a amargarles la vida a los demás. En uno de sus aforismos, E.M. Cioran definió al poder como «la maldición de la humanidad». Una convicción igualmente pesimista se puede hallar en la obra narrativa de Rulfo, donde la Guerra Cristera sólo sería un capítulo más de nuestro fracaso como país.
[1] Elena Poniatowska, «¡Ay vida, no me mereces! Juan Rulfo, tú pon cara de disimulo», en Juan Rulfo. Homenaje nacional, varios autores, INBA/SEP, México, 1980, p. 52.
[2] Antonio Alatorre, «Cuitas del joven Rulfo, burócrata», revista Umbral, núm. 2, Secretaría de Cultura de Jalisco, primavera 1992, p. 60.
[3] Ibidem, p. 54.
[4] Juan Rulfo, Obras, FCE, 1987, p.101.
[5] Ib., p. 248.
[6] Ib., p.101.
[7] Ib., p.138.
[8] Fernando del Paso, Memoria y olvido. Vida y obra de Juan José Arreola (1920-1947), CNCA, 1994, p. 163.
[9] Ib.