Ciudad de México, 1964. Uno de sus libros más recientes es Donde el río se toca (Sudaquia, 2022).
En esas manos se alojaba el orbe. Eran manos de hambre y golpes en los rincones, manos que habían dormido contra la tierra fría, húmeda como el llanto, manos que sacuden el sueño por el hambre. Una piel seca cubría los huesos protuberantes.
Entre las enconchadas uñas y la piel habitaba la tierra de sus antepasados. Su piel cobriza, rancia, contrastaba con las uñas cenizas; impasibles, las manos sostenían un rosario que de cuando en cuando respondía con un destello a la luz que tímidamente lo alumbraba. En el silencio casi era perceptible la fricción que brotaba de las palmas. Unos dedos siguieron pasando una a una las cuentas del sartal; al final de la oración ellos se entrelazaron y al cabo de un rato la luz se comenzó a angostar. La tranquilidad que aparentemente las cubría se despegó de ellas. Nerviosas, soltaron el rosario. Un puño se cerró y una frente ajada se posó sobre de él. La derecha abrazó a la mano izquierda. Su tono cobrizo se tornó café y las puntas de los dedos, de color arena, mostraron desesperación. Se tallaron y su música sonó ansiosa. Pronto cubrieron un rostro. Así permanecieron unos segundos. Se separaron. Como huyendo, la mano derecha se escondió tras la izquierda. Apresuradas, oscilaron de arriba a abajo. Sin perder contacto entre ellas una oprimió a la otra hasta que los huesos crujieron y el sonido se dilató hasta el cosmos.
Temblorosas, golpearon un pecho flaco de sueños ahogados e ilusiones desvanecidas. Un movimiento brusco provocó un ruido. Nadie notó lo que sucedía. El espacio continuó impertérrito. Los planetas repasaron su ruta indolente. Las manos apretaron la madera del reclinatorio. La sangre elevó el tono de esa piel. Al cabo de unos momentos esas manos volvieron a tocar su tierra para siempre.