Ciudad de México, 1989. Su libro más reciente es Improvisación sobre motivo (Juan Malasuerte, 2021).
Todas las fotos de una persona que fue siempre parte de mi pasado pero había encontrado una manera de colarse en aquel presente, unas cuantas calles cuyo sonido puedo escuchar al mirarlas: un bar a los lejos, el ladrido de los perros nocturnos, una lámpara descompuesta que alumbra nerviosos caminos empedrados; los videos que tomé de la carretera, los árboles tan altos, tan silenciosos, tan húmedos, rodeados por una neblina espesa hasta la invisibilidad, donde sólo era posible distinguir el trazado de la autopista, en todos los videos parece estar lloviendo; varios memes completamente descargados del contexto que alguna vez los hizo graciosos; comprobantes de pagos realizados a un banco con el cual había adquirido una deuda; fotografías borrosas y archivos del trabajo que por alguna razón habían sobrevivido a limpias anteriores, ocultándose como cobardes, dentro de recuerdos mucho más valiosos; referencias e imágenes de ropa que a veces usaba para pedirle consejo a una amiga sobre cómo debía vestirme para tal o cual evento; videos borrosos de conciertos que recuerdo con gran estima; fotos de flores, puertas, paredes y alcantarillas que en la calle me parecieron cautivadoras; mucha comida, cuyo sabor en su mayoría he olvidado, café; fotografías repetidas e intentos fallidos de una misma toma cuyos protagonistas ya no puedo considerar amigos; fiestas, botellas vacías, balcones iluminados por la tenue luz de unos cuantos despistados que decidieron seguir la fiesta hasta altas horas de la mañana; playas, bosques, más carreteras, montañas; personas que por algunos meses fueron cercanos pero ahora no son más que un recuerdo inconcluso, o peor, una cuenta de Instagram que sigo sólo por consideración, o peor, una cuenta de Twitter; fotografías y videos de viajes diversos a Portugal, Roma, uno de esos puentes donde los enamorados se juran amor eterno con un candado, una selfie con la cara roja de tanto llorar y Grecia, decenas de fotografías con personas atiborradas en los estrechos andares de aquellos pequeños laberínticos pueblos perfectos, todo eso quise borrar antes de verme sorprendida por la incómoda pregunta que el teléfono te lanza cuando, asegurándote que no necesitas más estos recuerdos, decides eliminar aquello que, por algún tiempo, fue tu vida.
La máquina, con el descaro de un amigo cercano, suelta un cuadro de texto donde te pregunta si acaso estás segura de borrar todo lo que has seleccionado. Pensándolo bien, quién podría estar seguro de una decisión así. No tengo duda alguna de que, si al mirar las fotos pudiésemos sentir nuevamente lo que esas imágenes evocan, quizá las dejaríamos tal y como están, ni una sola pasaría jamás a ser un archivo desechado. El tatuaje mal hecho de una camelia. El esténcil de unos ratones pintado en una pared desgastada.
Una fotografía de mi padre, de pie, junto a su auto, el tercer auto que había tenido, una Caribe blanca de Volkswagen, del año 87. Una foto que tal vez pude borrar puesto que esa foto es, de hecho, una fotografía real. Mi madre la conserva en un álbum y, al no querer quitársela, capturé una imagen de la misma con mi teléfono. Pero no la borré. Tampoco borré —ni pensarlo— las fotografías junto a mi hermano, cuando éramos pequeños; en todas salimos riéndonos, sentados en algún sillón sucio de juegos, en cada imagen parece que estamos a punto de hacer algo de lo que nos arrepentiremos después, algo por lo cual van a regañarnos, algo inútil, algo sólo posible en la torpeza maravillosa de la infancia. La persona que más sale en todas las fotos es mi madre. Mi madre comiendo un pollo rostizado tras haberse mudado de casa. Mi madre escribiendo una carta a mano para su hermana que ahora vive en Nueva Zelanda. Mi madre junto a mi padre, sosteniéndome en brazos, extrañamente felices.
Aparecieron más fotos que sí podían borrarse: viajes en autobús, viajes en avión, viajes en casa. Los recuerdos tienen mucho más orden en el teléfono que en mi cabeza, aglomerados como bloques movidos por una maquinaria pesada. Un buen amigo abrazando a su exnovia, el registro de una mesa que poco a poco iba acumulando latas de cerveza vacías y botellas de vino barato en un departamento cada vez más sucio. Si a la mañana siguiente ayudamos a limpiar, es poco probable. Un bosque. Un montículo de piedras de diversos tamaños coronadas por distintas cruces. Una tumba. No recuerdo por qué no me había decidido a borrar estas fotos. Hoy son casi nada. Bajo más y entre los archivos aparece, de pronto, una serie de fotografías que cuentan todas la misma historia: una película. Son muchísimas, protagonizadas, todas, casi todas, por la misma persona. Una imagen de la frase «No se puede vivir sin amar» en mi edición de Under the Volcano de Malcolm Lowry. Parece que nos quisimos mucho. Aquella relación estuvo protagonizada por cientos de fallas, no es diferente de otras relaciones en ese sentido: hubo engaños, desequilibrios emocionales, mentiras casuales y no tanto, uno que otro ataque de ansiedad y varias peleas; tampoco es diferente de otras relaciones ya que ha terminado como muchas terminan: hechas un mosaico de información acumulado bajo una etiqueta designada por un teléfono inteligente. Quedan, sin embargo, incluso contra la voluntad propia del olvido, las fotos, los archivos, las capturas de pantalla no borradas por accidente o por desidia. Desde luego quiero guardar algún recuerdo de esa relación. Yo también sé lo que es un templo. Así que elijo, de entre todas las fotos, algo discreto: un video de apenas diez segundos donde se mira una copa a medias, mientras a lo lejos se escucha un fado interpretado con una tristeza que sólo los portugueses y los amantes heridos de muerte conocen. Estoy contenta de quedarme con eso, mi última memoria, la imagen final de una relación que pudo ser todo y por momentos lo fue. No creo que alguna vez alguien se detenga a preguntarme qué está pasando ahí, es la clase de video que uno simplemente salta. A mí me basta saberlo. Quiero pensar que nuestra memoria funciona también con esa exactitud: sólo se queda con nosotros aquello que debe quedarse. Una carta del tarot, La Luna, tirada en medio de la calle. Los traumas, los momentos cargados de una alegría o una tristeza capaz de rebasar la idea de la vida misma, las tonterías que no estamos dispuestos a olvidar, los lugares a los que volvemos con la insolencia de quien jamás ha podido soltar aquello que amó.
El reconocimiento facial conjunta las imágenes de su rostro y su imagen me aplasta, me encandila, me llena de una perfecta nostalgia agridulce y al mismo tiempo profunda y navegable, su rostro, alguna vez amado, podría reconocerlo con los ojos cerrados y la punta de mis dedos, como tanteando un recuerdo en la ceguera, pero ante esta pantalla podría borrarlo con apenas un movimiento. La primera vez que vi un Rothko. El rosa fosforescente de James Turrell. La envidiable facilidad del teléfono para olvidar cosas me parece aterradora, no por eso deja de ser un alivio. Seleccionar-y-eliminar, seleccionar-y-eliminar a conciencia, repetir cuanto haga falta, después de todo, estos ya no son mi recuerdos, son más bien datos acumulados y dispuestos para el olvido. De muchas imágenes no recuerdo gran cosa, he perdido el hilo que las mantiene unidas, son como las escenas que omitimos al contarle a otra persona una película que acabamos de ver. La ventana destrozada de un edificio en ruinas. La imagen de un gato callejero que no tuve el valor de adoptar. Una edición en cd del Spiderland de Slint.
A veces pienso que sería maravilloso poder seleccionar y descartar, a conciencia, los recuerdos que no necesitamos más. Pero cierto es que también estamos hechos de aquello que no podemos borrar. Una canasta de barro con seis naranjas dentro. Puede que incluso esos recuerdos sean todo lo que tenemos: nuestra incapacidad de borrar nos define, nos recorta, nos edita. La memoria asusta, la memoria define, la memoria es el rincón más oscuro y luminoso de la cabeza. Qué clase de seres humanos encontraríamos si todos lleváramos sólo aquello que decidimos llevar. Estaríamos del todo incompletos.
En el transcurso de la noche algunos amigos han escrito, pero he decidido no responder sus mensajes todavía. Lo haré más tarde. Ninguno parece ser una emergencia o algo que amerite una respuesta inmediata. Ojalá no piensen que les estoy ignorando. Sigo bajando. Un botecito de remos, ya en las últimas, llamado La Consentida. La parte trasera de un autobús que decía «Sólo la muerte no me envidia». Unos girasoles dentro de una cubeta rosa. Mirando fijamente la pantalla del celular, a punto de quedarme dormida, entiendo bien por qué mi mamá conservaba incluso aquellas fotografías que habían salido mal. La segunda vez que vi un Rothko. La tercera. La foto en blanco y negro de una pared cuyo mensaje decía «No permanecer en este lugar». Una pecera con una planta carnívora. Un autorretrato a contraluz en un departamento al que jamás quisiera volver. La tubería de aguas negras en un parque que ya no frecuento. Una semilla de cacao, abierta, entre mis manos. Autobuses, sus asientos vacíos. La bicicleta que me ayudó a conseguir trabajo como repartidora cuando no tenía otra alternativa. Un teléfono público arrancado en su totalidad de la cabina que lo sostenía. Videos de la primera nevada que vi en mi vida, donde salgo jugando como una niña en la nieve. El automóvil destrozado que mis primos tenían en la calle, el cual salían a patear siempre que alguno de ellos se sentía desconsolado o menos fuerte. Una persona a la que amaba, pero en aquel entonces no sabía qué era eso de amar. La fotografía de mi madre cuando era joven. No nos parecemos tanto como dicen. De aquello, nada borré.
