Bajo mi piel, el cosmos

Crista Aun

Culiacán, Sinaloa, 1971. Su novela Tras bambalinas (Ediciones del Lirio, 2021) recibió el Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo 2019. 

El cuerpo es el único lugar donde ocurre el encuentro con el cosmos; un espacio donde las estrellas se reflejan, donde todo lo que somos se funde con todo lo que somos capaces de ser. 

Anaïs Nin

Me acerco al espejo y la duda surge de inmediato. ¿Qué fue de aquella joven que podía mirarse desnuda, sin reparos, cuyo ombligo era un discreto ojal al centro de su vientre? ¿Dónde quedó la cintura, el costillar, los omóplatos y clavículas sobresalientes; la piel antes intacta, hoy marcada por estrías, como surcos de un planeta erosionado? Trasciendo mi pudor y roto sobre mi eje, me observo desde distintos ángulos. No quedan rastros de las incontables clases de aeróbics. Sócrates lo afirmó: «la hermosura es una tiranía de corta duración». 

Lucho entre lo que digo y hago, pero, sobre todo, lucho entre lo que pienso y lo que transmito. Me agoto intentando convencer a mi hija de que se ame. De que es bella, ¡y lo es! Sin embargo, sé que mis silencios son los que terminarán comunicándose con ella, mis constantes visitas al nutriólogo, los tratamientos estéticos que me dejan cada vez más pobre y menos satisfecha, las incontables fotografías que borro porque salgo espantosa. Hablan también los: «Se me ve mal». «Parezco boiler». «Tengo brazos de Titán», «Demasiada celulitis», «Pies de simio». Metralla de insultos que me profeso en su presencia y que ella, mimetizándose, contradice con amor, para luego agredirse frente al espejo porque eso le enseñó mamá. Yo también escuché a mi madre tratarse así; también ella, a pesar de ser la belleza encarnada, intentó amoldarse al estándar más cercano que tuvo: su madre. Una mujer que paraba el tráfico, una rubia despampanante que, de cara lavada, era Andrómeda. Sé de los muchos traumas que envolvieron la vida de mi abuela, pero la belleza no fue uno de ellos. Jamás la escuché decir: «Me falta o me sobra». Para ese tema era implacable, las cualidades se diluían ante las fallas que siempre resaltó con un: «Estás engrosando», cuando estábamos a punto de probar un bocado. «¿Así vas a salir?», con nosotros abriendo la puerta. «¿Cuánto pagaste por ese corte de pelo?», cuando volvíamos de la estética sintiéndonos renovadas. Mi madre, mi hermana y yo pusimos en su belleza el estándar y en su opinión la daga. Su belleza era equiparable a la amargura que la vida le impuso y que pagamos nosotras, al grado que su resquemor se filtró por nuestros poros, y hoy somos el eco de su voz.

Cuando cumplí quince años, me convertí en modelo. No lo hice por la creencia de que era hermosa. No, fue porque me convencieron de que contaba con estatura, delgadez y porte. Desfilé por las pasarelas, posé ante las cámaras y, al hacerlo, abrí las compuertas del caos de mi universo: la obsesión y la falta de amor propio llegaron a mi vida disfrazados de autocuidado. En el espejo dialogué con ellos y en la mesa, frente a un plato apenas picoteado, los alimenté. Con el valioso piropo de mi abuela: «Tienes cuerpo de pordiosero» —porque desde sus estándares, todo se me veía bien—, me convertí en un perchero. Pasé años exhalando fumarolas de tabaco, y desatendiendo los ruidos de un estómago vacío. Ignoré los estragos cuando el vómito dominó la escena y mi cuerpo renegó hasta de mi propia voluntad. Con los ojos hundidos, la piel estirada sobre el esqueleto, las ojeras cenizas, la dentina gastada, las encías retraídas y los labios agrietados, escuché a mi reflejo llamarme «¡Horrible!» con ánimo incisivo, flagelante, grosero. Me tragué el adjetivo con bolsas de comida chatarra, para arrojarlo después en el retrete. 

Mis trastornos han adquirido nuevas órbitas, dependiendo de la moda o época. Hoy me alimento tres veces al día, me doy el gusto de un postre y una que otra colación. Sin embargo, sigo parándome frente al espejo y es ahora la realidad quien me reprocha. Quisiera exigirle que me explique cómo satisfacer sus expectativas, llenarle el ojo, cumplir con sus estándares, pero me quedo anclada en la mancha, la arruga, el bulto, las canas. En ese minúsculo, persistente y tieso pelo en la barbilla. Me distraigo con un ordenado y escrupuloso ritual de belleza, me avoco a la lucha contra el tiempo. Otra cachetada que no puedo esquivar. 

El algoritmo de mis redes sociales es una extensión de mis complejos. Navego entre páginas feministas que me alientan a quererme «tal cual», incluso a pesar de mí. Abro una ventana donde aprendo del canon de belleza que nos ha impuesto el patriarcado y que yo, mucho antes de empaparme de estas denuncias, ya me imponía. Exploro vínculos que me hablan del trauma, de cómo soltar y liberarme. Busco información de cómo cambiar el discurso, pero me quedo analfabeta en cuanto debo cambiar mi propia percepción. Sé que soy producto de campañas publicitarias, estereotipos, comparativas e historias que moldearon en mí a esta mujer insegura, que no hace más que comprar marcas, renegar de su herencia; la incrédula que se cree las historias que se cuenta frente al espejo mientras se embadurna la cara con cremas y sueros. La misma que está dispuesta, aunque no sea todos los días, a sacrificar el aire que respira por el uso de una faja que disimule el vientre, enfatice la turgencia de las tetas o levante las nalgas. 

El feminismo sostiene que el canon de belleza no es más que un constructo machista que somete a las mujeres a diversas torturas para encajar en el molde. Tacones de diez o doce centímetros, brassier con relleno, extensiones de pelo o tratamientos cosméticos, cuando se es conservadora; liposucción, mamoplastia, abdominoplastia, estiramiento facial para cuando el autoflagelo nos lleva a una constante carrera en contra de la gravedad y, lo más avasallador, contra una misma. Simone de Beauvoir apuntó que el problema de las mujeres siempre ha sido de hombres, pero ¿qué hay de mi parte en todo esto? De mi falta de firmeza para poner un alto a esta demanda y hacerme de oídos sordos y piel dura, para aceptar esta corteza que me conforma y que tanto trabajo me cuesta amar, para responsabilizarme por la dureza con que me he tratado, por no decir, maltratado. 

Admito que soy una galaxia construida por las frases lacerantes de mi abuela, las comparaciones con otras mujeres, la opinión ajena, la aceptación de mi casta libanesa que viene con todo y nariz, la hormona traicionera que ha hecho de mí un yoyo, los estragos de dos embarazos, la dieta que va de la mano con la culpa, el constante recordatorio de levantar la cara para disimular la papada. Por desgracia, la aceptación del ser no asegura la reparación del daño y, por eso, también soy la lucha constante para rescatarme. 

Acaricio mi vulnerabilidad y trato de reafirmarme en lo que Isadora Duncan reconoció: «Lo que es contrario a la naturaleza no es bello». Entonces, me acerco lo más posible al espejo —elijo el de aumento—, me concentro en el planeta de mi ojo: el iris como nebulosa. Luego en la pupila: ese agujero negro diminuto que contiene el misterio de mi universo. Ahí está la niña de rodillas raspadas, la audaz y graciosa, la misma que se amarraba una toalla en la cabeza para simular una larga cabellera y cantar con voz ronca las canciones que le gustaban a su madre para hacerla feliz. La invoco. También llamo a la joven con dismorfia. Las tres nos abrazamos. Una amalgama entre la que vive con el trauma, la que pone demasiado peso en el qué dirán y la que no entiende que este es su presente, sin posibilidad de definir cuál es cuál. 

Y a pesar de la firmeza perdida y el vértigo que nos provoca —como un meteoro—, repito la frase de Amy Bloom para nuestro beneficio y supervivencia: «Eres imperfecta, con fallas permanentes e inevitables. Y eres hermosa».

Comparte este texto: