Casuarinas

Gabriela Hernández

Tampico, Tamaulipas, 1963. Su libro más reciente es Los humedales (Atípica, 2021).

Jamás hablé con Dios
Ni he visitado el cielo
Pero estoy tan segura de su sitio
Como si hubieran dado referencias

Emily Dickinson

La brisa navegante le dice de la cercanía del mar, oye el viento y piensa en una ola inmensa alcanzándolas; trae el eco de un grito: Deténganse. El sendero se dibuja paso a paso, las casuarinas se mecen erguidas lanzando piñas y ramas secas. Adriana busca un rincón para guarecerse, agita sus brazos entumecidos. El frío las agota, las paraliza. Beatriz apenas se puede tener en pie. ¿Con qué fuerzas la sostuvo?, como si fuera de vapor. Se miran y agradecen estar a salvo en este punto perdido. De vapor es la certeza, susurra y la figura de Miguel humea frente a ella, parado en la ventana del estudio, luchando con el cerrojo, abriéndola desesperado, oye su grito: Deténganse. Se imagina su dolor porque si voltea será incapaz de seguir adelante. La certeza es de vapor. Beatriz se recuesta sobre la hierba, Adriana mira sus heridas: sangran menos. Quiere pensar en una mejoría, pero el recuerdo se le viene encima, busca las píldoras en su bolsillo y no las encuentra.

Muere de sed. Beatriz se queja. Tranquila ya va a pasar, murmura pensando que las pastillas no importan. Se quita la chamarra, y forma una almohada; así estarás mejor, dice acomodando encima su cabeza. La mira como a una libélula sin alas, con el puro esqueleto. Busca leños y enciende una fogata. El calor trae el bienestar de un hogar, del fuego brota la confianza de un porvenir: se quedarán aquí, construirán una choza, pescarán para comer, cavarán un pozo en busca de agua dulce; le ilusiona pensar en cada una de estas labores, la anima el estar de vuelta, fantasea con el hecho de no haberse ido nunca; husmea entre las casuarinas y tropieza con una rama que rasga su blusa, no ve nada. Un ruido desbarata la confianza. Si Beatriz escucha se va a angustiar, duda en andar un poco más para investigar de dónde viene. La certeza es de vapor, y el grito se disuelve en el viento. 

El eco suena igual al de aquella primera noche cuando los padres de Beatriz llegaron a pedir ayuda. No la encontraban, no sabían cuánto llevaba fuera, apenas se habían dado cuenta de que no estaba en su cama. Hacía un año que Adriana y Miguel se habían mudado, a él le venía bien el aislamiento para escribir y a ella le quedaba cerca la facultad de biología; juntos parecían salidos de un fotograma en blanco y negro, no parecían padre e hija, delgados y melacólicos. Enfrente vivían sus caseros, los Petersen. Se saludaban de lejos, eran más bien huraños. Pasó un tiempo hasta enterarse de que había alguien más allí, a Beatriz se le veía poco. La primera vez Adriana se fijó en ella porque caminaba como si fuese la única persona en el planeta, como si no le hiciera falta nadie, en una soledad callada; con la vista de frente y sin voltear para los lados, llevaba el pelo corto y su piel blanca iluminaba la calle. Adriana se quedó sentada en el portal mirando su figura perderse. Otras veces fue ella quién pasó de largo frente a su casa, intimidada por su lejanía.

Sin entender nada de la búsqueda de aquella noche, Adriana y Miguel salieron corriendo detrás de los Petersen; ellos sólo contaron gotas aisladas de lo que sucedía. El pueblo parecía una película sin personajes. Padece-de-epilepsia, cuando-vuelve-en-sí-no-recuerda-nada, se-queda-aturdida-un-buen-tiempo, hace-años-la-atropelló-un-carro, casi-se-muere, les informaba la señora Petersen como si se tratase del clima. Buscaron en todos los recovecos, se detuvieron en la plaza y revisaron cada banca, cada árbol, se metieron en un almacén abandonado, había una ronda de mendigos en torno a una fogata. Ahora Beatriz parece bucear también en ese recuerdo, interrumpe agitada: Ya vienen. Adriana se levanta y hurga el horizonte: Tranquila, no hay nadie. Le dice y acaricia el cráneo de terciopelo. Igual que un durazno, murmura besando su oído.

La encontraron dormida junto a los pordioseros, la llevaron de vuelta a casa y allí trataron de reanimarla. Como no volvía en sí, Miguel sugirió que llamasen a una ambulancia o que la llevaran directamente al hospital, los Petersen se negaron, dieron toda clase de motivos sin que ninguno fuera razonable. ¿Qué queda de esa noche? Adriana recuerda a su padre buscando soluciones inútiles, la bolsa de hielo en la cabeza de Beatriz, el alcohol derramado al pie del sillón donde ella yacía, las ventanas y puertas de la casa abiertas de par en par, los Petersen inmutables atestiguando cómo su hija se empeñaba en la inconsciencia, Miguel azorado repetía una y otra vez: Necesita aire, abre la puerta de atrás. La abrió y el aire tumbó un florero, azotó ventanas, dejó una brisa con aroma de duraznos. 

Beatriz se le acomoda en el regazo: Lo único que recuerdo es el olor. ¿De dónde venía? Las dos recomponen la memoria: En el patio de atrás había aquel duraznero lleno de frutos, arrancamos algunos. Antes de que sucediera algo más los Petersen dieron las gracias y las buenas noches. Una ola de aire se lleva todo.

Ya vienen, asegura Beatriz y se levanta. Tranquila, no pueden llegar aquí; no nos encontrarán. ¿Qué queda de esa noche? La sospecha hacia los Petersen, Beatriz en su lejanía. Las cosas fueron cambiando. Beatriz comenzó a mirar el mundo fuera de ella; la gente, los lugares. Iban al cineclub de la facultad, vieron Thelma y Louise, dos amigas que viajan hacia la libertad, hacia el abismo, o hacia la luz como le gustaba interpretar a Beatriz. Le encantaba la escena en donde Thelma encierra al policía en la cajuela de la patrulla, imaginaba hacer eso con sus padres, encerrarlos en el sótano. A Adriana le enternecía el detective-psicólogo que descifraba las actitudes de Louise y predecía los hechos; o Louise misma con esa mascada protegiendo sus cabellos del viento, como una aristócrata de la carretera. Beatriz se encariñó con Miguel, con su modo de acogerla, de charlar sobre la novela que estaba escribiendo; le gustaba el trato entre ellos sin condiciones: queriéndose como semejantes, no parecían padre e hija. A veces las dos caminaban solas por la orilla del mar mirando las toninas que saltaban en los confines de las aguas. Beatriz anhelaba estudiar en la universidad, una vida con padres normales, como el tuyo, le decía. Mi padre también está loco, igual que yo, ¿por qué no te inscribes en el próximo ciclo?, yo te cuidaría, le propuso. En las noches cuando todas las luces estaban apagadas, ella se asomaba por la ventana, descubría la lámpara de su cuarto encendida y conversaban como dos estrellas perdidas en los años luz del cosmos.

Comenzaron con los imposibles: que los Petersen desaparecían, Beatriz sanaba, juntas iban a la universidad, Adriana se recibía de bióloga, las dos viajaban siguiendo la ruta de las ballenas, volvían a casa y Miguel las esperaba para vivir como una familia. Más que desertar en los sueños, ellos fueron el inicio de este punto, el retorno a un espacio propio; lo encontraron en una excursión de fin de semana y a Adriana le pareció fácil salir el viernes en la tarde y pasar sábado y domingo de campamento, como hacía con sus compañeros de la universidad. Caminaron siguiendo las veredas, cuando estas se acabaron, se sentaron a encender el fuego, había una colina a sus espaldas; un constante rumor de agua las guió hasta la punta: el océano apareció en un encantamiento. ¿Quién más sabrá que existe este lugar?, y la pregunta quedó protegida por la brisa; después bajaron para dormir a un lado de la fogata. Se contaron sus desiertos con la avidez de los sueños: Imagínate que pudiéramos llegar hasta la isla de Pascua. ¿Por qué no?, ni que fuera el fin del mundo, y reían ¿de verdad lo haríamos?, ¿podríamos? No puede quien no quiere lo suficiente, o quien no necesita hacerlo.

Al regresar el domingo, los Petersen las esperaban alarmados, Miguel había tratado de tranquilizarlos, pero ellos aseguraban que su hija les había dicho que volverían un día antes. Desde ese momento, Beatriz empezó a venir con menos frecuencia, cuando lo hacía, regresaban juntas al espacio propio alzándolo con sus rumores y texturas; se empeñaban en las casuarinas, en su balanceo vertical sin inclinaciones, erguidas siempre. Quisiera evaporarme o volverlos humo, soltaba. Luego desaparecía por una semana, los Petersen no permitían verla porque atravesaba una de sus crisis. Entonces para Adriana cada día tenía un millón de segundos, los oía caer como copos de nieve mientras miraba la ventana expectante, pero la nieve cubría todo con su eternidad.

El viento remueve el fuego, los leños crujen, Beatriz se queja: Allí están, puedo oírlos, ¿no los ves? Sólo estamos nosotras, no pueden llegar hasta aquí.

No se vieron en dos semanas en las que tuvo tiempo para vaciarse y llenarse de fe. La había llamado por la ventana, pero nunca respondió, trató de convencer a su padre para ir con los Petersen, él se negó. Beatriz por fin apareció, estaban tan felices de reencontrarse que su apariencia pasó de inicio desapercibida. ¿Puedo pasar la noche aquí?, preguntó. La voz temblaba, sólo entonces Adriana miró los ojos dilatados, el cabello trasquilado, ¿Qué pasó?, ¿te sientes bien? No y olvidé mis píldoras en casa. ¿Quieres que vaya por ellas? Sí, pero espera, te tengo que decir… No la dejó terminar: Ya vuelvo, papá está arriba en el estudio por si necesitas algo. Y salió corriendo.

La puerta de la casa estaba abierta, aun así timbró varias veces. Nadie venía, decidió entrar y subir directamente al cuarto. Las píldoras estaban sobre el buró, las tomó y bajó en un suspiro. Qué alivio, ¿qué es ese ruido? No es nada, se dijo. El quejido fue nítido. Sus pasos se aletargaron. Viene de la cocina. El cuerpo de la señora Petersen yacía sobre el piso, quién sabe si muerta; el señor Petersen a un lado: un gemido, un hilo de sangre escurrían de su boca. Apenas alcanzó a ver los pedazos de una botella y un líquido derramando olor a duraznos. Se recargó en la pared y salió apretando entre sus dientes cada letra de la frase, sin vuelta atrás.

Entra sin hacer ruido, Beatriz encogida en el sillón de la sala la llama desde su lejanía. La ayuda a incorporarse, a caminar y mientras la sostiene hasta el carro sin volver la cabeza, imagina el trastorno de Miguel, oye su lucha con el cerrojo de la ventana, su grito.

Sus brazos se han relajado ante la cercanía del fuego, el rumor de las olas la apacigua. Recuerda el auto abandonado en una de las brechas como la imagen de un sueño, las píldoras deben haberse quedado en el asiento. El balanceo de las casuarinas mece su mirada; la voz de Beatriz se oye entre el crepitar de las llamas: Están entre los árboles, ¿no los ves? Tranquila, no nos encontrarán, no pueden llegar hasta aquí, ya va a amanecer, vamos a acercarnos a la orilla.

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