Vía Láctea

Rogelio Pineda Rojas

Ciudad de México, 1980. Su libro más reciente es Permite que tus huesos se curen a la luz (Horson, 2017).

Cuando Román señalaba una errata con la punta del bolígrafo sobre la hoja, tocaron el timbre de su casa.

—Hola. ¿Me da agua?

Al abrir la puerta, un niño lo saludó. Vestía una cachucha y una playera con un águila impresa en el pecho.

—Hola, ¿quién eres? —No había nadie más en la calle—. ¿Y tus papás?

—Sepa.

La respuesta le punzó la memoria. Siendo niño, Román también había intentado huir de casa, pero su madre lo había traído de vuelta con jalones de patilla y coscorrones. Ese era el único recuerdo que guardaba de ella.

—¿Dónde vives, niño? —Se sobó la cabeza con la mano, como si todavía sintiera los golpes.

Sin decir nada, el niño se torció la visera de la cachucha y se metió a la casa. Fue al escritorio en medio de la estancia. Miró a Román desde allá. Sus ojos agradables, con la esperanza de los años infantiles en las pupilas, sin las frustraciones adultas, le abrazaron el ánimo al veterano corrector.

—Niño, ¿dónde están tus papás?

Se sonrieron.

El pequeño paseó la vista a su alrededor y aprovechó la confianza para tomar el bolígrafo que Román había dejado sobre el escritorio; a continuación, se pintó una línea en el brazo desde la muñeca hasta el codo.

—Dame eso, por favor.

Al quitárselo, trompicó y tuvo que apoyarse en el borde de la ventana para no caer. Afuera de la casa, el ciprés permanecía firme bajo la luz de la mañana.

—¿Dónde vives? ¿Quién es tu mamá?

El niño no dijo nada, sólo puso las manos en las pruebas de impresión del libro de matemáticas que Román había trabajado durante una semana. Había sido lector de pruebas desde joven. Hoy tenía 76; llevaba años tachando palabras, corrigiendo yerros, enderezando frases mediante signos de puntuación, y en ocasiones se sentía como el ciprés afuera de la casa: rígido.

El pequeño lo fintó con agarrar las hojas.

—Ni se te ocurra.

A pesar de la advertencia, el niño las atrajo hacia sí arrugándolas, retorciéndolas. El prestigio de Román como revisor y la falta de dinero por el trabajo incumplido también se destrozaron entre las manos del intruso, que además tiró el diccionario al piso.

—¡No hagas eso!

Quiso detenerlo, pero el pequeño lo evadió como si fuera aire; Román pisó el diccionario y con la cadera golpeó el escritorio, que se volcó a pesar del tiempo que llevaba fijo frente a la ventana. El estruendo le reventó la paciencia.

—¡Quiero que te vayas!

—Agua.

Con los dientes apretados, le sirvió un vaso de agua simple y se lo dio.

—De sabor, por favor.

—Escúchame, estoy ocupado, es la que tengo.

Pero el niño era velocísimo, ahora se encontraba en la cocina: subido en un banco, quería alcanzar el azúcar de la alacena. Luego de trastabillar, se fue de espaldas.

—¡Santo Dios!

Román corrió con los brazos extendidos. El frasco del azúcar estalló en el suelo, pero el niño cayó en sus brazos.

—¿Dónde vives?, ¿dónde están tus papás? —le preguntó mientras lo ponía en pie.

—Sepa. —Alzó los hombros. El pelo revuelto le había caído sobre las orejas y un mechón le cubría el ojo izquierdo. Se acomodó la cachucha.

—Vete, por favor —le franqueó la salida con el brazo extendido—, no me importa de dónde hayas venido. No puedes estar en mi casa.

En lugar de obedecerlo, con la cabeza agachada, el pequeño rebuscó en los bolsillos de su pantalón. Le mostró una canica negra, salpicada de colores. Parecía una Vía Láctea con planetas pequeñitos.

Román meneó la cabeza, confundido.

—¿Dónde la encontraste? —El niño le señaló el cajón abierto del escritorio en el suelo—. Hace siglos que no la veía.

La jugó entre los dedos y se acercó a la luz de la ventana. El ciprés parecía menos rígido, animado por una corriente de aire que refrescaba la mañana. Sí, era la misma canica de hacía cincuenta años o tal vez más. Con ella Román les había ganado a los chamacos de su cuadra en un chiras pelas memorable, la victoria más grande de su niñez.

Cerró los ojos y sintió la bolita de vidrio entre los dedos. La alegría resplandeció en su memoria: la Vía Láctea caliente en su mano por la luz del sol, la canica dentro del cañón del pulgar, el aire limpio entrando y saliendo de su pecho en el último disparo al hoyito en la tierra. La victoria. Las sonrisas de los amigos. Los espaldarazos reconfortantes.

—Romi, eres el campeón.

—Romi, nadie es mejor que tú.

—Buenos días…

Abrió los ojos. El niño corrió a abrazar a la mujer en la entrada, que también vestía cachucha y una playera con la misma águila.

—Gracias a Dios que estás aquí. —Le acarició la cabeza al niño, luego de darle una botella de agua—. Nuestra camioneta se descompuso a cuadras de aquí, y este travieso aprovechó para explorar por su cuenta mientras la arreglamos, ¿verdad? Disculpe si lo molestó.

—No lo hizo.

—Qué bueno.

El niño se despidió y, después, desaparecieron al final de la calle tomados de la mano.

Román se quedó pensativo en el umbral. Antes de encerrarse de nuevo, vio la tierra despejada bajo el amparo del ciprés. Tras ir ahí, se acuclilló sonriendo. Enseguida, encajó la canica en el cañón del pulgar flexionado: «A la una, a las dos y a las…», dijo en voz alta. La Vía Láctea rodó de nuevo sobre la Tierra.

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