El rebaño de la playa

Su Tong

Suzhou, China, 1963. Una de sus obras más conocidas es La linterna roja (Popular, 2018).

Traducción del chino de Luis Alejandro Maciel Ortiz

El niño dejaba correr un puñado de arena de su mano izquierda a la derecha y luego de la derecha a la izquierda, hasta que la arena terminó por filtrarse silenciosamente entre sus dedos. Sus ojos observaban con indiferencia una boya roja flotando en la superficie del mar. A excepción de las exhalaciones ocasionales que se escapaban de su nariz, el niño no articulaba palabra sobre su primer encuentro con el mar.

—¿Por qué no dices nada? —dijo el ingeniero mientras examinaba el rostro de su hijo—. El mar no es como te lo imaginabas, ¿verdad? No, no se parece a esa inmensidad con la que se describe en tus libros de primaria, ¿no es cierto? Más bien se parece a un enorme tazón lleno de un líquido salado y turbio.

El niño, sentado sin moverse, vio una gaviota que volaba rauda, se precipitó sobre el mar y finalmente volvió a ascender para irse volando. El niño no logró distinguir si llevaba en su pico un pequeño pez o algún marisco.

—Creí que te gustaría el mar, pero veo que no. —El ingeniero soltó un suspiro y se recostó sobre la arena con lentitud—. ¿Estás viendo el mar o estás soñando despierto? —extendió una mano para jalarle la oreja al niño y le dijo: —¿Sí crees que el mar se parece a un tazón?

El niño hizo a un lado la mano de su padre, se sacudió la arena que le quedaba, giró su rostro y se quedó viendo un faro a lo lejos sin decir palabra.

—Hay quienes comparan el océano con un páramo, sólo que la gente no puede caminar sobre él. ¿Crees que el océano se parece a un páramo? —preguntó el ingeniero.

En estos primeros días de invierno, la costa estaba silenciosa y vacía. Salvo por algunos pescadores que sacaban algas del mar, no se veía ni siquiera el rastro de algún turista en la extensa playa. La luz del sol de mediodía era cálida y agotadora; atravesaba con facilidad el cielo despejado y se dispersaba sobre la superficie del agua. En algunas partes del mar parecía haber grandes serpientes doradas que bailaban, como una llama reluciente. El niño no veía los peces y mariscos en el mar, sino sólo esas serpientes doradas que revoloteaban en su imaginación.

—Ahora el mar está muy tranquilo y seguro piensas que lo que ves no se le parece —dijo el ingeniero—. El encanto del océano radica en sus cambios. Ahora sólo lo ves como pacífico y tranquilo, pero en realidad no lo es. Si te quedaras aquí unos días, lo sabrías. Quizá llegarías a entender la fuerza de atracción entre el océano y la luna. La luna es como un enorme imán; si jala el agua del mar, la marea sube; si suelta el agua del mar, la marea baja. También interviene el viento; cuando este arrecia, empuja el agua del mar cual excavadora. Es entonces que puedes escuchar al mar rugir.

—Si el viento puede caminar sobre el mar, las personas también pueden —dijo el niño.

—¿Qué dices? ¿Quién dices que puede caminar sobre el mar?

—Las personas… las personas también pueden caminar sobre el mar. —El niño hablaba a toda voz; de súbito dio un salto y corrió hacia un arrecife. En automático, el ingeniero fue tras su hijo. Mientras corría, le preguntaba:— ¿A dónde vas? ¿Dijiste que querías caminar sobre el mar? —pero el ingeniero rápidamente se dio cuenta de que el objetivo de su hijo era una pequeña botella de vidrio atorada en una grieta del litoral rocoso. Bajo el reflejo de los rayos del sol parecía un objeto brillante y translúcido.

El niño recogió la botella y le quitó la tapa negra. Un olor extraño y desagradable le invadió las fosas nasales. En el escaso líquido lodoso flotaban tres pastillas blancas ya casi disueltas por completo. El niño se puso la botella bajo la nariz, aspiró y trató de distinguir ese olor. Supo que no olía a medicina, pero no podía decir a qué olía. 

—No es una botella mensajera. Tírala —dijo el ingeniero.

El niño no obedeció la orden de su padre, sino que volvió a cerrar la botella, la colocó cerca de su oreja y comenzó a agitarla con fuerza. Escuchó que el agua atrapada se revolvía; parecía como si un animal polimorfo emitiera un rugido agonizante.

—¿Es un frasco de medicina? ¿Estás jugando con un frasco de medicina? Tíralo ya.

El ingeniero quiso arrebatarle el frasco a su hijo, pero el niño lo evadió con la agilidad de un rayo y dirigió su vista al mar. Luego hizo como si fuera a arrojar el frasco al mar mientras sus ojos fríos observaban con recelo a su padre. —No es un frasco de medicina —dijo con un tono de voz exagerado—. Es veneno.

El ingeniero sonrió, pero la sonrisa en su rostro fue fugaz. Extendió una mano hacia el niño y dijo con seriedad: —Dámelo, yo lo tiro.

El niño miraba fijamente la mano de su padre mientras hacía muecas. Quería decir algo, pero no dijo nada. Sobre su rostro apareció una especie de expresión suplicante. Justo en ese momento, llegó desde la distancia el sonido claro y melodioso de una campanilla. Atendiendo al sonido, el niño observó a lo lejos. De inmediato vio a un pastor con su rebaño de ovejas. El niño no pudo contenerse de gritar a toda voz: —¡Mira, mira por allá! Viene un rebaño de ovejas.

Un pastor guiaba a su rebaño por la playa y se acercaba lentamente. Las ovejas reflejadas en el mar azul se veían de un blanco resplandeciente; debido a su lento andar parecían empujadas por el viento como si fueran copos de algodón.

—En verdad es un rebaño de ovejas —dijo el ingeniero con sorpresa—. ¿De dónde habrá salido? Pero si en la playa no crece la hierba, ¿para qué las trae acá?

—¿Por qué las ovejas no podrían venir a la playa? Si la gente puede venir, las ovejas también —exclamó el niño.

—Pero vaya que es extraño —dijo el ingeniero para sí—. En la playa no crece la hierba, ¿para qué las trae?

Poco a poco, el sonido del cencerro de las ovejas se volvía más claro y justo en ese momento la melodía que cantaba el pastor se hizo audible. El niño giró hacia el rebaño y se dispuso a correr. Ni bien había empezado la carrera, el ingeniero lo agarró del cuello de la camisa y le dijo: —¿A dónde vas? Te traje para que vieras el mar y no lo ves. ¿Quieres ir a ver las ovejas?

—¿Por qué no puedo ver las ovejas?

—¿Qué tienen de admirable las ovejas? Ya tienes nueve años, ya vas en tercero.

—¿Y qué tiene que ver con las ovejas que vaya en tercero? Incluso si estuviera en la universidad podría verlas. Soy libre de hacerlo.

El niño se zafó de la mano de su padre, pero esta vez no se atrevió a desafiarlo, sólo se retorció ahí, de pie, mientras miraba con indignación al ingeniero y al rebaño. En el campo de visión del niño saltó el pastor y su rebaño que aún se movía con lentitud. Entonces vio claramente que el pastor vestía chaqueta y pantalones de algodón negros, y llevaba una gorra militar. El rebaño estaba compuesto de nueve ovejas que parecían nueve copos de algodón flotando sobre la playa.

—Dijiste que querías ver el mar, te traigo y ¿qué ves? Me siento desconcertado. ¿Era necesario tomar el tren hasta la costa para que recogieras botellas? ¿Era necesario venir hasta la playa para que vieras ovejas? —El ingeniero se veía molesto. En su cabeza, algún tipo de asociación hizo que soltara una risa fría—. En verdad me desconciertas. Tú y tu madre son iguales, siempre me confunden.

El niño no respondió, pero el brillo de sus ojos se atenuó de súbito. Bajó la cabeza y con sus pies excavó un pequeño agujero en la arena. Luego, se arrodilló, puso la botella dentro del agujero y la cubrió con arena. Una vez enterrada, sus movimientos se volvieron lentos. Su cabeza daba vueltas con ansiedad; su mirada buscaba algo con insistencia. El ingeniero le tapaba el campo de visión, pero la mirada del niño pasó por entre sus piernas hasta encontrar su objetivo: el pastor y su rebaño. Lo que más le sorprendía era el rebaño. Se preguntaba por qué el rebaño avanzaba tan lentamente, aun con más dificultad que un viejo; su andar se parecía al de un criminal condenado. La gente dice que las ovejas son el animal más cobarde, lo cual era cierto, pues ese rebaño andaba en silencio detrás del pastor, ni una oveja se separaba, ni una oveja se atrevía a echar un vistazo a la costa como lo haría cualquiera.

Toda la tarde, el ingeniero y sus compañeros jugaron canasta en el centro de rehabilitación. El niño se acercó a la mesa de juego y los adultos clavaron la mirada en él. Detectó que sus miradas desprendían una especie de lástima y empatía. Después del divorcio de sus padres, se había familiarizado bastante con ellas. El niño las odiaba. Con un rostro de puchero se paraba junto a cada jugador un instante y fijaba una mirada de provocación en los adultos, cuya sonrisa desaparecía lentamente de su rosto. Ellos no se preocupaban por la existencia del niño, sólo estudiaban la jugada que tenían en la mano. Uno anciano dijo: —¿Qué dices? ¿Quieres que te enseñe a jugar cartas? —pero parecía que les hablaba a sus cartas, como si quisiera enseñarles a jugar. Los adultos lo ignoraban y esto tampoco hacía que el niño se sintiera feliz. Le dio vuelta a la mesa con un aire provocador. De repente, sacó una carta de la mano del anciano, la lanzó sobre la mesa y echó a correr. Entonces escuchó los gritos de enojo de su padre: —¡No molestes aquí! ¡Vete a dormir! —El niño giró la cabeza y le dijo: —¿Me lo dices a mí? Tú fuiste el que vino a la playa a jugar cartas.

Mientras el niño corría de un extremo al otro del corredor, una gaviota salió volando y lo asustó. Al principio, el niño no entendía cómo había entrado la gaviota, pero cuando vio pedazos de bollo tirados en el piso, comprendió que había ahuyentado a la gaviota hambrienta. El niño sabía que las gaviotas se alimentan de pequeños peces y mariscos, pero ahora que esta gaviota estaba picando un bollo frío y duro, seguramente estaba muerta de hambre.

La gaviota hambrienta parecía haber convocado al niño. Fue una gaviota, no el rebaño de ovejas mencionado antes. Por favor, recuerda esto. El niño encontró dos bollos fríos, los escondió en su bolsa y salió sigilosamente del centro de rehabilitación. Sabes que el niño fue a darle de comer a la gaviota, pero, cuando llegó a la playa, lo que vio fue al pastor y su rebaño de ovejas.

El pastor estaba sentado en una barca abandonada, mientras su rebaño permanecía de pie aburrido junto a ella; parecía una manada de pecadores desanimados que miraban de reojo la fusta que sostenía su amo. Otra cosa extraña de este rebaño era que ahora no se veía limpio y blanco como la nieve, sino que la lana de cada oveja se veía de un sucio intolerable. Su exuberante pelaje gris formaba nudos; las ovejas no parecían para nada copos de algodón. Aún más sorprendió al niño que nueve ovejas se habían convertido en siete. Él recordaba claramente haber contado nueve, pero ahora, por más que contaba, sólo había siete.

—Niño, ¿te gustan las ovejas? —El pastor dio un salto para bajar de barca y se acercó al pequeño—. Ya me di cuenta de que te gustan las ovejas.

El rostro del pastor era uno de esos que llevan una sonrisa afable, una sonrisa que exponía sus dientes negros; su rostro era crudo y marchito; en sus ojos se formaban enormes lagañas. El niño pudo oler el fuerte hedor de su chamarra. —Apestas —gritó el niño y dio un paso atrás. El pastor salió del campo de visión del niño, quien centró su mirada en el rebaño de ovejas—. Vaya que eres tonto, ni siquiera te has dado cuenta de que perdiste unas ovejas —dijo el niño—. Antes tenías nueve, ahora sólo te quedan siete. ¿No te diste cuenta de que perdiste dos ovejas?

—No las perdí. Las ovejas no son capaces de escapar —dijo el pastor—. Recién acabo de vender esas dos.

—¿Las vendiste? ¿Viniste hasta acá para vender ovejas? —El niño quedó con los ojos bien abiertos—. ¿Por qué querrías vender ovejas? 

—No puedo no vender las ovejas. Si no vendo las ovejas, me quedo sin viáticos —dijo el pastor.

—¿Qué son los viáticos? ¿Cómo es que si no vendes las ovejas te quedas sin viáticos?

—Los viáticos son dinero para viajar a otro lugar. —El pastor volvió a exponer sus dientes negros cuando sonrió y con la fusta se rascó una llaga que tenía en el cuello. Luego le dijo: —Sin dinero, las personas no pueden viajar; y luego empiezan a inquietarse.

—¿A dónde vas a ir? ¿A Pekín?

—¿A Pekín? Sueño con ir ahí. —El pastor se burlaba de sí mismo mientras se daba golpecitos en la cabeza. En su rostro apareció una especie de expresión tímida e insegura—. Tienes la boca descosida, todo preguntas. —Luego tosió y escupió la flema sobre la playa. De repente, dijo sonriendo: —No me da pena decírtelo. Busco a mi mujer. Ella se fue el mes pasado. En su casa me dijeron que se vino a la costa a buscar trabajo. Niño, déjame preguntarte, ¿no has visto a una mujer con un paliacate verde de algodón atado a la cabeza, de ojos grandes y boca pequeña? ¿No la has visto?

—No la he visto —respondió el niño después de pensarlo bien—. Ya es invierno. El invierno no es temporada de vacaciones, ¿quién vendría? Nadie viene.

—Pero ella no vino de vacaciones, niño, vino a buscar trabajo. ¿Sabes si hay alguna fábrica cerca?

—No hay fábricas. Esta es una zona turística, ¿cómo puede haber fábricas aquí?

—Es verdad, no veo ni una sola chimenea. —El pastor se puso la mano sobre la frente y miró a todos lados. Luego dijo: —En este lugar no hay más que mar. Hay tanta agua que la gente se pone nerviosa sólo de verla.

—Si esta mujer es tu esposa, ¿cómo se fue sin decirte? —El niño se mordió la mano y reflexionó. De repente, sus ojos se iluminaron y dijo: —Seguro que ustedes se divorciaron, si no, ¿cómo es que ella no te diría que se iba?

—¡Pero qué bocota tienes! —de súbito, el pastor volteó el rostro y le dijo al niño mientras lo veía fijamente: —¿Divorciarse? ¿Cómo que divorciarse? Si se atreviera a divorciarse de mí, le rompería las piernas, y luego ¿cómo podría irse? —El pastor se sentó muy molesto sobre la barca y esta empezó a crujir. Luego se volteó con torpeza y quedó frente al mar, jadeando. Después de un rato, pareció calmarse. —El mar es grande en verdad —dijo mientras lo señalaba—. Antes de verlo, uno nunca se imagina que sea así de grande. A decir verdad, nuestro pueblo está a sólo ochenta kilómetros del mar, pero lo separan tres grandes montañas que te impiden el paso, no se puede ver nada. Esta es la primera vez en mi vida que veo el mar.

El niño no entendía por qué el pastor estaba enojado. El rebaño atrapó rápidamente la atención del niño; se puso en cuclillas y tocó la oreja de una de las ovejas. Era la que traía el cencerro en el pescuezo. Primero tocó la campanilla, luego comenzó a tocarle el lomo. Pudo sentir que ella, igual que la gente, temblaba al tacto. —No tengas miedo —dijo el niño—. No vine a comprarte. —De repente, una idea le pasó por la cabeza: ¿El corazón de una oveja latirá igual que el de una persona? El niño pegó suavemente su oreja en la panza de la oveja. Aunque el olor a pescado y a oveja hizo que el niño se tapara la nariz de manera involuntaria, alcanzó a escuchar con claridad los latidos del corazón del animal. Sus latidos y los del corazón de una persona tenían casi el mismo ritmo y sonido.

—Veo que en verdad te gustan las ovejas. —Sobre el rostro del pastor se empezó a formar una sonrisa y dijo: —Niño, ¿por qué no me compras dos ovejas? Muy baratas.

—¿Qué dices? —El niño, sorprendido, dio un salto—. ¿Quieres venderme unas ovejas? ¿Quieres vender todas tus ovejas?

—No hay de otra que vender las ovejas que crías; venderlas representa algunas monedas y lo que sea es bueno. —El pastor entrecerró los ojos y dijo: —Cómprame dos ovejas. Ve a buscar a un adulto y pídele veinte yuanes. Te voy a dar un macho y una hembra para que luego puedan tener más ovejas. Sólo veinte yuanes. Este precio es una ganga, ¿sabes? Criar una oveja no es sencillo.

—No voy a comprar ovejas —dijo el niño—. ¿Por qué compraría ovejas?

—¿Por qué no? —dijo el pastor—. Mis ovejas son de buena estepa. Si las matas, las puedes comer; si las trasquilas, puedes hilar lana; si las desuellas, puedes hacerte ropa y un sombrero de cuero. ¿Qué no está de moda entre los citadinos usar ropa de cuero?

—Yo no uso ropa de cuero, sólo los adultos la usan. Tampoco voy a comprar ovejas. —El niño dudó un poco y dijo: —Además ni tengo dinero. Sin dinero, no puedo comprar ovejas.

—Ve a pedirle a un adulto. —El pastor tenía una especie de mirada febril con la que observaba al niño. Luego dijo: —Si te parece caro, puedes darme ocho yuanes; dos por ocho son 16. Ve a pedir 16 yuanes. Cuando regreses, podrás llevarte dos ovejas. 

—Mi papá no me va a dar dinero para comprar ovejas —dijo el niño mientras sacudía la cabeza—. Tampoco quiero llevarme tus ovejas. No podemos criar ovejas en el edificio donde estamos.

El niño comenzó a alejase del rebaño como para deshacer la relación entre ambos y se detuvo a unos siete u ocho metros mientras se balanceaba impasible. Las ovejas eran buenas. —¿Por qué quieres venderlas? —dijo—. ¿Tienes el corazón para venderlas?

—Aunque sean buenas, son ovejas. No se transforman en personas. —El pastor volteó la cabeza y miró el rebaño. De súbito, enfocó la mirada, suspiró y dijo: —¡Qué boca la tuya, niño! Muy parecida a un tizón con el que pinchas a la gente. ¿Cómo alguien que alimenta todos los días a sus animales podría tener el corazón para venderlos? Pero ahora se han vuelto una carga para mí. Si no las vendo, no tengo pasto para alimentarlas. Pero si las vendo, quizá pueda convertirlas en viáticos.

El niño no dijo nada, sólo vio el dejo de tristeza que apareció en el rostro del pastor. De alguna manera, el niño sintió lástima por el pastor, pero cuando volteó el rostro y vio el rebaño, esta lástima desapareció. Las ovejas no pueden decir nada, no pueden ni hablar. El niño consideró que las ovejas eran mucho más miserables que el pastor.

—Sé que mi mujer es ambiciosa; seguro se fue a la ciudad. Aunque se fuera al fin del mundo, iría a buscarla. Sólo tengo que deshacerme de este rebaño que se ha vuelto un estorbo. —De repente, el pastor extendió una mano al niño y lo miró con expresión de súplica—. Eres un niño con ojos bondadosos, ten misericordia. Ve a pedirle a un adulto cinco yuanes… No, diez yuanes, y llévate dos ovejas.

El niño retrocedió unos pasos; con el rostro lleno de temor, vio las manos gruesas y sucias del pastor, dio la vuelta y salió corriendo. El niño nunca había visto este tipo de gente, miserable y extraña que, encima, asustara un poco a los demás. Mientras corría sobre la playa, los dos bollos que tenía en la bolsa se salieron y justo en ese momento se acordó de la gaviota. Se detuvo para buscarla, pero rápidamente se dio cuenta de que todas eran iguales. Cientos de ellas volaban sobre la playa. No podía distinguir en absoluto aquella gaviota que se había encontrado en el corredor.

Entonces, el niño se sentó en la playa y les dio de comer a las gaviotas. Arrancaba un pedazo de bollo y arrojaba las migajas al mar. De inmediato, algunas gaviotas se precipitaron desde el cielo hacia el mar y se pelearon por el frugal alimento. Contento, el niño se sacudió las manos y dejó algunas migajas sobre la playa. Esta vez, una enorme parvada de gaviotas que graznaban como locas descendió volando; casi bloquearon por completo el cielo sobre la cabeza del niño, quien sintió una especie de felicidad inefable sin saber en qué momento el pastor se había parado detrás de él. El pastor se agachó y de su nariz exhalaba un vapor como rocío.

—Son bollos blancos —dijo el pastor.

—Son bollos fríos —dijo el niño, perplejo. —Estoy dándole de comer a las gaviotas. ¿Quieres darles también?

—¿Les das bollos blancos a estas aves? —preguntó el pastor.

—Son gaviotas. También comen bollos cuando tienen hambre. ¿Viste? Les gusta comer bollos —dijo el niño.

El pastor no dejaba de sonreír mientras movía la cabeza con lentitud y se frotaba las manos. El niño no sabía qué debía hacer; sólo veía que el rostro del pastor se hinchaba como hígado de cerdo y su manzana de Adán subía y bajaba. Con el índice rígido de su mano izquierda, el pastor señaló el bollo en la mano del niño, quien no sabía qué quería decir, sólo alcanzaba a escuchar que se reía como idiota y el aire salía de su nariz en jadeos ásperos. Después de un rato, tragó saliva y dijo: —¡Qué buen bollo blanco! ¡Qué lástima que sea para estas aves! Déjamelo comer a mí.

El niño reaccionó rápidamente y dijo: —No puedes comer este bollo. Lo recogí del suelo; está duro y sucio. Sólo sirve para dárselo a las gaviotas.

—No es para mí —dijo el pastor con los ojos bien abiertos—. Quiero dárselo a las ovejas.

—Me quieres engañar. Las ovejas comen pasto, no bollos —dijo el niño—. Si quieres uno, ¿qué no puedes ir tú mismo por él? Ve por uno aquí al centro de rehabilitación.

El pastor miraba al niño mientras señalaba con su dedo en todas direcciones. —Todo esto son las casas de los dirigentes. No puedo ir a pasar vergüenzas —dijo—. Además, no me dejarán pasar.

El niño dejó de prestarle atención y continuó aventando migajas. El pastor agarró la muñeca del niño con firmeza. —No las avientes. No las vuelvas a aventar. —El pastor miró con ojos tristes al niño y dijo: —Te cambio una oveja por tu bollo, ¿te parece bien?

El niño no supo qué hacer, pero en su rostro se veía que estaba conmovido. 

—Una oveja por dos bollos, niño. Mira lo bien que te salió el trato. —El pastor le arrebató el bollo de la mano al niño, luego, se dirigió al rebaño y empujó una oveja—. Mantengo mi promesa —dijo el pastor—. Anda, llévate la oveja.

El niño observaba su expresión. Parecía que iba en serio lo que decía el pastor. El niño dudó un momento. Finalmente, juntó el valor de caminar hacia al rebaño y dijo mientras caminaba: —Eres tú el que quiere que me lleve una oveja. Luego no te vayas a arrepentir.

—No me arrepentiré. Rápido, llévatela. —Mientras le daba la espalda, el pastor le dijo: —Recuerda alimentarla. La manutención de una oveja es barata; sólo dale un manojo de pastura y algunas hojas. Con eso vivirá.

El niño escogió la oveja del cencerro. Se la llevó y tras dar algunos pasos, su corazón dio un vuelco. Giró la cabeza para ver furtivamente. El pastor ya se había recostado sobre la barca, aquel viejo gorro militar le cubría casi todo el rostro. Las seis ovejas restantes aún obedecían tranquilamente a su dueño, como si les fuera indiferente el haber perdido una compañera. A lo lejos, el niño podía ver las piernas del pastor moviéndose. El niño no podía estar seguro de si se movían por el sueño o porque masticaba el bollo.

Sabemos que, al final, el niño no se llevó la oveja al centro de rehabilitación. Cuando iba a medio camino, escuchó el llamado del ingeniero; su voz era de preocupación y enojo. En automático, el niño soltó la oveja y, para despistar a su padre, corrió primero hacia un lado y luego unos cien metros hacia él; quedó de pie frente a él con la respiración agitada. —Fui a ver el mar —le dijo el niño a su padre—. No vi las ovejas, estaba viendo el mar.

Durante la cena en el centro de rehabilitación, mientras repartían la comida que olía delicioso, el ingeniero notó que su hijo estaba muy ansioso y preocupado. Su mirada evasiva parecía ocultar algún secreto. El niño terminó de comer rápidamente y comenzó a trajinar entre las mesas. Con actitud misteriosa jalaba las manos de los adultos y les decía en voz baja: —¿Quieres comprar una oveja? Cinco yuanes por una oveja. Muy barata. Si quieres comprarla, yo te llevo a donde está. Sólo no le digas a mi padre.

Pero el ingeniero pronto se enteró del secreto de su hijo. Se enojó mucho por su comportamiento y lo arrastró a toda prisa fuera del comedor. —Me has hecho enfurecer. Ahora resulta que ya te volviste traficante de ovejas —dijo el ingeniero con voz seria—. Y encima me mentiste. En la tarde no fuiste a ver el mar, fuiste a ver las ovejas.

Ver las ovejas era ver el mar; las ovejas estaban en la playa. —El niño ofreció una explicación, seguro de sí mismo—. Cuando vi el mar vi las ovejas, porque las ovejas estaban en la playa.

—¿Y todavía me sales con cuentos? —dijo el ingeniero aguantándose la risa—. Apenas tienes nueve años y ya aprendiste a manipular. Eres igual que tu madre. Tienes pretextos para todo.

De repente, el rostro del niño se enrojeció. —Dices puras tonterías —espetó. Después de esta comparación frívola, el niño parecía haber quedado frente a un enemigo mortal; era una actitud que el ingeniero nunca le había visto. El ingeniero siguió en silencio a su hijo con algo de arrepentimiento en el corazón. El afecto entre madre e hijo había superado por mucho sus expectativas. Entonces, se dio cuenta de que debía ser más cuidadoso cuando hablara con su hijo.

En la primera noche que llegaron a la costa, soplaba afuera un fuerte viento que se colaba entre los árboles y las tejas del centro de rehabilitación. La música de la recámara poco a poco era eclipsada por el ventarrón, hasta que desapareció. La gente dentro de la habitación podía escuchar a lo lejos el silbido de la arena volando sobre la playa. Las olas golpeaban una y otra vez la costa con ferocidad, lo que infundía temor en el corazón de la gente. El niño se paró frente a la ventana. Incluso después de que cayó la noche, se quedó de pie observando la playa a lo lejos. Sostenía en su mano un cepillo de dientes y con él golpeaba el alféizar de la ventana al ritmo de las olas. Ese sonido interrumpió la lectura del ingeniero, quien observó a su hijo de espaldas mientras este miraba hacia afuera. Simplemente dejó el libro y se paró junto a su hijo frente a la ventana.

—¿Viste las olas? —preguntó el ingeniero—. Como te lo he dicho, el mar puede cambiar en cualquier momento. Ahora ves olas altas y furiosas. Creo que esta es la imagen que tienes del mar, ¿no?

—No veía el mar, veía la luna.

—¿Ver la luna no te recuerda ese poema? «El brillo de la luna nace en el mar, mil leguas, mil leguas…», ¿cómo iba…? ¿No te acuerdas de ese poema?

—No pienso en el poema, sólo estoy viendo la luna.

—Seguro lo olvidaste. Tenías cinco años cuando te lo enseñé, ahora ya lo olvidaste por completo.

—No lo olvidé, sólo que no quiero recitar un poema, quiero ver la luna.

—Entonces ve la luna. Cuando ves la luna, ¿a qué se parece? ¿No se parece a una hoz, a un tazón de plata? Muchos libros la describen así, dicen que la luna se parece a un tazón de plata.

El niño, parado en silencio junto a la ventana, ciertamente no miraba la luna a lo lejos, sino la luz de la luna sobre la playa, el reflejo claro y oscuro del suave color de la noche sobre la playa y el agua. El mar era de color azul profundo, pero la luz de la luna sobre la playa producía un reflejo de color blanco grisáceo. Escuchó el sonido de la arena que volaba en el viento sin poder atraparla. Sólo alcanzaba a ver las blancas olas parecidas a una enorme bestia que se abalanza en el mar. En realidad, el niño tampoco miraba las olas a lo lejos, sino el rebaño de la playa y a ese extraño pastor. No podía revelarle este secreto a su padre. El niño continuaba mirando la playa, su corazón le decía que el pastor se había llevado las seis ovejas de la playa, era una noche muy fría con un viento fortísimo; no podían haberse quedado en la playa. Pero los ojos del niño le decían que esas sombras blancas que veía eran un rebaño de ovejas, un rebaño que se había quedado en la playa entre la arena que volaba. A la luz de luna, el niño vio de repente una oveja entrar al mar, como un copo de algodón empujado por el viento, luego vio una segunda y luego, una tercera. El niño casi soltó un grito sin atreverse a confiar en sus ojos; se los tapó un momento con el cepillo de dientes, pero seguía viendo aquel rebaño bajo la luz de luna. Al color de la noche, el rebaño parecía algo llamativo; cada oveja brillaba más que un blanco copo de algodón. El niño no creía lo que veía: un rebaño de ovejas se refugiaba en el agua después de haber sido abandonado por el pastor. Ahora flotaban en el mar oscuro, sobre las turbulentas olas; a lo lejos vio cómo los copos de algodón entraban al océano.

El niño soltó un llanto desgarrador que sorprendió al ingeniero. —¿Qué te pasa? —El ingeniero abrazó rápidamente a su hijo y dijo: —¿En qué piensas? ¿Qué viste?

El niño se metió el cepillo a la boca para ahogar su llanto, pero este se filtraba por los lados del cepillo. —El rebaño de ovejas entró al mar. ¡Se van a ahogar! —El niño hablaba llorando—. ¡Nadie las quiere! Quizá ya se ahogaron en el mar.

—¿Qué dices? ¿Qué rebaño de ovejas? —El ingeniero se recargó en el alféizar de la ventana y, confundido, observó el mar. Después de un rato, se rio de manera socarrona—. ¿Estas hablando de la luz de luna sobre el mar? —El ingeniero acarició el cabello de su hijo afectuosamente y le dijo: —¿Qué tiene de triste esto? La luz de luna desciende sobre el mar y realmente parece que son ovejas. Yo también creo que se parece a un rebaño de ovejas.

Sabemos que el ingeniero no tenía manera de consolar a su hijo. El niño no le reveló su secreto. De hecho, la única preocupación del niño era esa oveja sobre cuyo cuello colgaba un cencerro, aquella que él había abandonado; no sabía si flotaba con el rebaño o dónde se encontraba ahora.

Comparte este texto: