El universo estaba en mi cabeza

Vanesa Robles

Guadalajara, Jalisco, 1973. Es autora de Cien voces de Iberoamérica. FIL Guadalajara 35 años (con fotografías de Maj Lindström, Universidad de Guadalajara, 2021).

Me enternecen los piojos. No puedo evitar pensarlos a la vez en un universo tan ajeno e íntimo como lo es mi cabeza. Me conmueve que, igual que yo —tal vez mejor que yo—, los piojos resisten ante sus propias adversidades: venenos mal habidos, peines hoscos, uñas asesinas; siempre, rencor infundado.

Una de las certezas del mundo que yo habito es que los piojos son muy cercanos a los desamparados y a los niños, y que son los mejores compañeros de los adolescentes en su camino sinuoso hacia la obligatoria, monótona e irreversible vida adulta. Aunque fueron diseñados para acariciar nuestras ideas, a los piojos nadie los aprecia. Por eso los chats escolares estallan cada verano. El salón está infestado —así ponen en el WhatsApp—, incluidas las maestras, los hermanos, las impolutas progenitoras que se desmayan del asco y juran que, hasta antes de hoy, jamás en la vida conocieron a semejantes alimañas. Estas incólumes madres se encuentran entre los hombres y mujeres que juran, con orgullo, que nunca tuvieron piojos. Deberíamos desconfiar de su estabilidad emocional, por supuesto. No haber tenido piojos es como no haberse raspado las rodillas en la infancia. Haberlos tenido y negarlos es peor todavía. Amputa una etapa de la existencia en la que el cuerpo propio ha sido el cosmos para otros cuerpos. 

Hago responsable a Gonzalo Celorio de mi añeja empatía por los piojos. En 1979, su cuento «Dos amibas amigas», publicado en mi libro de sexto año de primaria, fue una de las experiencias más placenteras y terroríficas de los últimos años de mi niñez. En el relato, una histolytica que vive en el estómago de un niño de nombre Fausto, se pregunta si todo lo que las rodea, «los ríos, las montañas, los valles, los grandísimos canales, el cielo» no será en realidad un mundo minúsculo dentro del cuerpo de un bicho más grande, quien a su vez es parte de otro. Al mismo tiempo, Fausto le pregunta a su amigo Enrique si todo lo que rodea a la humanidad no será sólo un órgano del cuerpo de otro ser.

Desde sexto de primaria, esto es en serio, no ha habido religión ni conocimiento científico que me quite de la cabeza la misma duda que tuvieron la amiba y Fausto. ¿Es posible que la Vía Láctea, su enorme colección de planetas, estrellas, polvo y gases sea simplemente el apéndice intestinal de otro ser? De ser así lo tenemos al borde de una peritonitis a la que nos ha dado por llamarte cambio climático. Y a diferencia del cuento de Gonzalo Celorio, en el que una medicina provoca que las amibas desaparezcan, es probable que nuestros piojos continúen aquí cuando todo haya terminado para nosotros.

¿Nos conocerán los piojos en nuestra dimensión humana o caminarán desprevenidos sobre una selva tibia de cabellos, cuero, grasa y sangre dulce? ¿Albergarán los vellos de sus patas a otros seres más diminutos? ¿Sentirán ellos pasos en la azotea cuando en vano intentamos exterminarlos con peines de fierro, champús y menjurjes caseros que incluyen el vinagre, el chaparro amargo y la creolina? ¿Los conocemos nosotros tan bien como creemos?

Ustedes, por ejemplo. Seguro ignoran que los piojos que en estos momentos habitan su cabeza, de manera material o freudiana, tienen cuatro mil 999 variedades de primos. Hay piojos de la ropa, piojos del cuerpo, piojos de los libros… Todos se parecen mucho entre ellos, pero los más cautivadores son los Pediculus humanus capitis: los que evolucionaron junto con nuestro cuero cabelludo. Tienen ojos taciturnos, muy negros y saltones; bigotes en forma de espiga y una costumbre de andar siempre patas arriba. Su tórax milimétrico es un óvalo anillado, semitransparente. El cuerpo tierno de los machos remata en una pieza que parece aguijón; el de las hembras remata en una v.

Las piojas son muy intuitivas y lujuriosas. Intuyen que queremos exterminar a su estirpe. Por eso fornican como si no hubiera mañana, se embarazan y ponen hasta trescientas liendres durante su brevísima vida, de sólo dos o tres semanas. Todo ocurre en un universo muy extraño, que sin embargo se encuentra sólo cuatro o cinco centímetros arriba de los ojos que leen estas líneas.

En ese universo las ninfas eclosionan en unos pocos días y casi en cuanto lo hacen están hambrientas de sangre y de sexo. Son correlonas por anatomía y por sobrevivencia. Tienen el aval de tres pares de patas muy ágiles; las delanteras acaban en tenazas. 

Vistos de cerca, se parecen mucho a las langostas marinas. Los piojos deben ser langostas expulsadas de los mares de África, hace 193 millones de años. Ya en la tierra —es un decir—, huyeron del diluvio en la piel de los australopitecos y bebieron del sudor de los neandertales durante la caza del bisonte. Cuarenta mil años después de la caída del último neandertal, hoy los pediculus siguen escurriéndose por las cabezas humanas en los momentos más selfies de las familias, de los amigos y hasta de los enemigos.

El martes, una madre neurótica publicó en el chat escolar: «Los piojos son los vampiros reales!!!!!». Mentira. Los piojos son mucho mejores que los vampiros. Su boca esconde seis pares de ganchos que se prenden de nuestro cuero cabelludo, al tiempo que la probóscide rompe con delicadeza nuestros vasos sanguíneos y succiona. Los ganchos y el popote son retráctiles; Drácula nunca tuvo esos mecanismos, por más chingón que haya sido.

Eso sí, igual que el Nosferatu sorprendido por los primeros rayos del sol mientras sacia sus deseos hemáticos y voluptuosos, el frenesí por la sangre también es para los piojos una fuente de placer inextinguible y de muerte autoinfligida. Porque tienen un solo defecto, los pobres; carecen de autocontrol y eso, ya se ha visto, siempre trae problemas. Algunos tragan con tanta avidez que sus diminutas barrigas se llenan de sangre, se llenan de sangre, se llenan de sangre… ¡Splash!

Todo lo anterior lo narran con lujo de mojigatería las páginas de salubridad del gobierno estadounidense. Entre esas páginas existe una joya; una guía de adiestramiento escrita y editada en 1962 por la Organización Panamericana de la Salud, en Washington DC —ya desde entonces era una capital mundial para la generación de documentos que buscan la asepsia—. Aunque resulta decepcionante que el adiestramiento sea para humanos, no para piojos, la guía promete la extinción del pediculus con el uso de un hidrocarburo clorado, el formidable y venenoso DDT. Por lo que se lee, parece que los gringos les temen a los piojos tanto como al comunismo y a los mexicanos.

Sobre gringos, mexicanos y piojos hay algunas historias. En 1929, los primeros probaron en los segundos el Zyklon B o cianuro de hidrógeno para acabar con los terceros (durante la Primera Guerra Mundial, el creador de este gas, el judío alemán Fritz Haber, se inspiró en el exterminio de los franceses). Pasados los años, el norte pensó que contra los Mexican lice valía más la pena el uso del DDT, como lo muestra una centésima de segundo de 1956, atrapada por la cámara de Leonard Nadel. En la fotografía, una nube blanca estalla —es estallada— en el rostro de un muchacho moreno, semidesnudo; el primero de una fila larga de paisanos. La historia sólo le conoce la humillación, las pestañas y las cejas que permanecen sepultadas bajo un polvo blanco. Ni nombre ni apellido. Un bracero mexicano anónimo a unos instantes de cruzar la frontera con Estados Unidos está siendo fumigado contra los piojos por un hombre blanco, alto, correoso; sobre todo precavido: lleva puesta una mascarilla contra el veneno. El pie de foto nos avisa que estamos en Hidalgo, Texas.

Cómo debieron sufrir los texanos cuando el DDT fue prohibido, en 1972. Pronto se descubrió su capacidad probadísima de terminar no con los insectos libertinos, sino con su cosmos, que son las cabezas humanas. Es curioso que el año de la prohibición coincidiera con el de la publicación de Los límites del crecimiento, un informe de terror en el que un grupo de investigadores del Massachusetts Institute of Technology advertía que el planeta comenzaba a cobrar venganza por el maltrato del que ha sido víctima.

Sobre comunistas y piojos. El prólogo del adiestramiento de 1962 se jacta de que uno de los más grandes éxitos de la salud pública mundial —así dice—, fue el despiojamiento con DDT de los prisioneros de guerra norcoreanos y chinos comunistas. No fue fácil. Los enemigos estaban infestados de «piojos resistentes» (y tampoco se podía esperar otra cosa de aquellos piojos marxistas), se lamenta el editor.

Para ser justa debo escribir aquí que los estadounidenses no son los primeros que documentaron los detalles de la vida pioja en las máscaras y las cabelleras de sus adversarios.

La Biblia relata que el mismo Jehová habría mandado a los pediculus al mundo para aplastar a los rivales de sus amigos. Los consagró en el Antiguo Testamento. En el Éxodo 8, entre la plaga de las ranas y la plaga de los insectos —en aquel momento Dios ignoraba que los piojos también son insectos—. Un día, pues, le ordenó a Moisés que le ordenara a Aarón que golpeara su vara contra la tierra hereje. Ese día a los descreídos egipcios les quedó claro que con Jehová no hay que meterse. 

Tengo sospechas fundadas de que aquella vez el Creador no calculó bien lo que estaba haciendo. Tomar con tanta ligereza a unos animalitos tan pertinaces provocó miles de muertes por tifus. El tifus sobreviene cuando uno se rasca e introduce en su organismo la rickettsia, una bacteria que vive en el excremento de los piojos, las garrapatas y las pulgas —Gonzalo Celorio tenía razón: los piojos también son universos de otros cuerpos—. El tema es que la rickettsia se cargó a monasterios completos durante la Edad Media; a cientos de cristianos en la Guerra de Granada, y llegó a los campos de concentración nazis. Ahí mató a decenas de descendientes de Moisés y de Aarón. Un dato terrible: otros miles murieron en cámaras de gas Zyklon B, el mismo que el judío Fritz Haber creó para matar a los franceses y que los estadounidenses recrearon para fumigar mexicanos.

Los hombres inventaron la guerra. En los campos de combate, los piojos han saboreado la sangre de ellos y de sus enemigos. Tan diminutos como son, hicieron el cosmos sobre los cueros cabelludos de los australopitecos, los neandertales, los egipcios, los soldados cruzados, los chinos comunistas, los braceros mexicanos, los judíos cautivos en los campos de concentración, los niños palestinos víctimas de los judíos más poderosos.

Los científicos más pesimistas creen que todas las batallas de la humanidad, toda la sangre regada, han sido estériles. Creen que, como se advirtió en Los límites del crecimiento, nuestras huellas sobre este planeta se borrarán pronto y en que, en cambio, los piojos en sus formas de liendres, ninfas o langostas marinas, podrán resistir hasta que surja la siguiente especie de sangre caliente. Entonces ellos y otros seres diminutos serán los amos absolutos del Big Bang por venir.

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