ELIAS CANETTI
La desmemoria es un arma poderosa. A finales de los años sesenta la oposición era el lema de los artistas, y el entonces rector de la Universidad Nacional Autónoma de México decretó que comenzaba «la era de la discrepancia». El lema que abanderó a las generaciones universitarias de los años setenta ochenta fue rescatado hace un año por dos de los críticos, curadores e investigadores de arte más reconocidos de México: Olivier Debroise (fallecido en mayo pasado) y Cuauhtémoc Medina, para reunir lo perdido, borrado y olvidado: la creación visual contemporánea de 1968 a 1997: un rescate de memoria consistente en una exposición, un catálogo, una colección y un banco de información. La era de la discrepancia es un proyecto que opera «como la activación y socialización de la memoria, de producción de conocimiento», en letras de los curadores, y es también la historia de una conjura contra las artes visuales dirigida por el gobierno mexicano. El sistema no ganó. Su intento por borrar la historia funcionó algunas décadas, pero, como todas las chapuzas, al final falló.
LOS PORQUÉS DE LA DESMEMORIA
Hoy, cuando los críticos e historiadores de las artes visuales se asoman a lo contemporáneo, a lo erróneamente llamado «conceptual», encuentran una enorme laguna narrativa. Parece que no hay nada más que un grupo de riquillos siguiendo las tendencias europeas, y bajo este sustento es fácil catalogarlo como una copia chafa de Fluxus o las transvanguardias. La verdad es que entre los años sesenta y noventa las expresiones contemporáneas en México fueron muchas, la mayoría intuitivas y constantes. Tepito Arte Acá creaba grandes murales en las calles más mugrosas de la Ciudad de México, y, a dos calles de distancia, Fotógrafos Independientes colgaba paisajes sostenidos por pincitas de plástico en tendederos urbanos. En el suelo se veía un sello enorme del grupo SUMA; el colectivo SEMEFO exponía pedazos de cadáveres en un manicomio abandonado y Proceso Pentágono mostraba en Europa una instalación que recreaba el típico cuarto de interrogatorio latinoamericano. Estas raíces contemporáneas fueron, por mucho tiempo, olvidadas, descartadas y prácticamente borradas por las instituciones gubernamentales encargadas de su registro. Desde 1968 hasta 1997 casi no existieron colecciones, investigaciones, narrativas o publicaciones porque «no encajaban en las políticas culturales de un Estado acostumbrado a la escenificación museológica de lo nacional, desde la Ruptura», explicaba Oliver Debroise.
Las razones sobre esta desmemoria son muchas, y todas hipotéticas. El fenómeno comenzó en 1968, cuando el gobierno invitó a los artistas más reconocidos (la Ruptura) a exponer en ocasión de los Juegos Olímpicos celebrados en México. Los creadores convocados se negaron a participar y validar al régimen que por debajo de las aguas internacionales reprimía el ya consolidado movimiento social del 68. Entonces los sublevados formaron el Salón Independiente, organizado por la jovencita «medio loca» Helen Escobedo, y artistas ya reconocidos como José Luis Cuevas, Manuel Felguérez y Ricardo Rocha se unieron a la resistencia pintando un mural efímero sobre una estatua de Miguel Alemán en Ciudad Universitaria. Justo allí comenzó la ruptura ideológica. Justo allí el gobierno decidió dejar de lado el registro y sólo esperar que todo lo que pasaba, simplemente, se olvidara. «Nadie en el estado mexicano es suficientemente inteligente o maquiavélico para planear una estrategia semejante. Creo que surgió naturalmente por la ideología nacional alérgica a la producción y el entusiasmo contemporáneo, y si a esto le agregas la construcción de la identidad, la que nos enseñan desde primaria, basada en la desconfianza por lo nuevo, por lo integrado y sobre todo por lo placentero… La satisfacción cultural le resulta incomprensible al Estado y a la religión, es más, sospechan que es peligrosa», puntualiza Medina.
Así pasaron 30 años. Sin exposiciones ni registros. Sin historia, y como no era posible un México sin arte, el sistema se sacó de la manga una muy bonita corriente: el neomexicanismo, parte de la Escuela Mexicana, altamente nacionalista, que hasta logró, increíblemente, una retrospectiva en el Metropolitan de Nueva York en 1991, curada por Fernando Gamboa. «Después del 68 lo que pasó fue la radicalización extrema que llegó hasta los noventa, cuando se añora el periodo colonial anhelando su despotismo; ahora las clases altas y el sistema buscan utopías pretéritas, y hasta resulta que los intelectuales de izquierda y el Estado represor compartían algo: la desconfianza radical por el rock and roll», explica Medina. En estas tres décadas sólo coleccionaron arte contemporáneo el Museo Rufino Tamayo y, dos o tres piezas anuales, las bienales y los salones —además del Pago en Especie de Hacienda, fanático de las bodegas—, y, para acallar un poco la conciencia, en 1978 surgió la Sección Anual de Experimentación del Salón Nacional de las Artes Plásticas del INBA, cuyos premios no eran de adquisición.
LOS PORQUÉS DEL RESCATE DE LA MEMORIA
«La era de la discrepancia es una exposición parcial, discontinua, ladeada, abierta y sistemáticamente sesgada; ni permite ni propone un relato continuo de las artes visuales de 1968 a 1997, porque es difícil encontrar los huecos, las obras que han desaparecido», precisa Cuauhtémoc Medina sobre la muestra inaugurada el año pasado en el Museo Universitario de Ciencias y Arte (MUCA), que reunía más de 200 obras, desde pintura hasta instalación y video, fechadas en esa época, pero también varias réplicas, como la instalación de Proceso Pentágono que el colectivo donó tres veces y que desapareció tres veces. La exposición fue sólo el pretexto: la intención era documentar, registrar e investigar las manifestaciones visuales de este tiempo en un documento y formar un buen banco de datos que funcionará en el nuevo Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC), a partir de su reciente colección, en la que se incluyen muchas de estas piezas.
La era de la discrepancia también indica un cambio en las prácticas institucionales, obligadas a voltear hacia el arte contemporáneo ahora que está en su apogeo en México, desde los noventa, con figuras internacionales como Gabriel Orozco, Teresa Margolles, Rubén Ortiz Torres, Francis Alÿs y Miguel Calderón, artistas que se reconocen como partícipes de estos 30 años. La intención de borrar la historia tampoco funcionó porque estos artistas lograron cosas fuera de México, en lugares donde sí se registraba lo que sucedía. «Esta investigación intenta construir una contranarrativa en esta laguna de la memoria, porque los artistas de esta época sufrieron el efecto de vivir bajo un sistema represor que condenaba su trabajo al olvido sólo por la desgracia de ser mexicanos, pero siguieron produciendo, a pesar de México», afirma Medina.
El guión curatorial también marca el ritmo de la base de datos y del catálogo (editado por la UNAM y Turner en 2007, y que obtuvo hace algunos meses el ALAA Book Award, que otorga la Asociación para el Arte Latinoamericano). Son nueve secciones divididas por temas, la mayoría basadas en grupos y colectivos: «El Salón Independiente», el comienzo de todo; «Formas de la contracultura», con el movimiento Pánico de Jodorowsky; «Lo geométrico», con Vicente Rojo; «Los márgenes conceptuales», con la influencia de Fluxus o la presencia ya internacional de Ulises Carrión en Ámsterdam; «Las estrategias urbanas», con intervenciones públicas, políticas y urbanas, como las de No Grupo, Fotógrafos Independientes y Peyote y Compañía. «Insurgencias», con la activación cultural de Juchitán y Francisco Toledo; «La identidad de la utopía», donde «lo personal es político», con la pintura de Rubén Ortiz Torres y Carla Rippey; «La expulsión del paraíso», sobre el cuestionamiento de la legitimidad y de
la universalidad de la cultura occidental y del mainstream americano y europeo de Juan Francisco Elso, e «Intemperie», con la nueva generación de artistas visuales, más otros: más de cien artistas presentes.
Lo que sigue es el registro constante, algo así como la resaca de la desmemoria. Hoy la mayoría de los museos privados y gubernamentales exploran nuevos y mejores sistemas de registro, e incluso existe ya la figura del encargado de documentación como parte del «paquete» del arte contemporáneo actual, ese que goza de buena salud en México después de una crisis —no de producción, sino de memoria. El arte se observa hasta en las latas de refresco y, según Medina, «está a punto de convertirse en una fenómeno masivo: el arte contemporáneo ya no es un placer de los ricos, hoy la audiencia es biodiversa, y quizá en eso radica la importancia de este proyecto, en mirar atrás para confrontar e intentar formar un discurso político-estético que no pudo suceder en su tiempo».
(La era de la discrepancia acaba de exhibirse en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, entre junio y agosto pasados).