Me gusta la idea de observar la obra de Cristián Silva como si se tratara de un dispositivo de guerra. La fórmula clásica, atribuida a Clausewitz, que afirma que «la guerra es la continuación de la política con otros medios», posee al menos dos virtudes: una, la de sostener la naturaleza política de toda acción beligerante, y otra, la de identificar ambos conceptos, la política y la guerra, logrando con ello amalgamarlos, volverlos análogos, semejantes. Y es así, como una analogía bélica, que puede ser útil este artilugio discursivo.
En este contexto, la obra de Silva es análoga a la guerra no por alguna condición infausta. Esa conexión sería obviamente inadecuada, sobre todo si consideramos la carga de ironía, e incluso de humor, que encontramos en sus obras, las cuales no tienen, por supuesto y al menos en primera instancia, contenidos trágicos. No se trata, tampoco, de centrar la atención en uno de los rasgos conspicuos de su actividad creativa, esto es, su carácter político. Y no porque este vínculo sea impropio, sino porque este tema y otros, como el social, parecen molestos y tienden a soslayarse y a mirarse con desdén en el arte contemporáneo, aunque no hay ningún motivo razonable para que esto suceda. El propio Silva ha afirmado acerca de su obra: «Yo de social realmente no tengo nada, pero, por otra parte, es lo único que me preocupa: la lucha de clases, la cual se supone que en el arte no debe aparecer, que éste debe apuntar a problemas más esenciales; pero para mí éste es precisamente un problema esencial».
Von Bülow, otro clásico del arte de la guerra, lo plantea de esta manera en términos más procesuales: «La estrategia es la ciencia de los movimientos guerreros fuera del campo de visión del enemigo, la táctica en el interior de aquél». Si cambiamos, sólo por seguir este juego de lenguaje, el término enemigo por espectador, encontraremos quizá uno de los procedimientos que observo en Cristián Silva, en relación con esta actitud estratégica: la «imposición», del artista al observador, de su campo de visión. Esto, teóricamente y en un primer momento, no le permite al espectador otro espacio interpretativo que el que le confiere su ubicación táctica, esto es, la visualización parcial de la estrategia del artista por medio de unos pocos indicios, efectos o insinuaciones. Esta situación obliga al «espectador/enemigo» a desplegarse en un campo que ha sido diseñado en exclusiva por el contendiente/artista.
Sin embargo, esta operación es ilusoria porque todavía no está completa. En este esquema, el artista se define en relación con su contrario. De este modo, aunque el espectador se ve obligado tácticamente a moverse en el campo de visión del artista, éste debe atravesar el territorio sin ser visto (pues si el espectador advierte en su totalidad las intenciones del estratega, el acto artístico pierde sentido), para que así se cumpla este imaginario ciclo de lucha y de conquista. El estratega debe entrar en el campo de batalla, «para concertar los detalles sobre el terreno y hacer las modificaciones al plan general, cosa que es incesantemente necesaria. En consecuencia, la estrategia no puede ni por un momento suspender sus trabajos» (Clausewitz). Por otro lado, queda claro que el círculo sólo se completa cuando el espectador se sacude de su asignación táctica y, apelando a su propio repertorio de imágenes, formula nuevos significados en una gestalt particular que le permite encajar coherentemente en un todo los fragmentos que alcanza a percibir.
Obviamente, si esta interpretación que estoy elaborando es pertinente, esta organización está basada en un postulado de poder, esto es, en la constitución de campos «propios» (ámbitos, espacios, dominios) capaces de articular lugares imaginarios donde las fuerzas se reparten y encuentran. Esto explicaría la inclinación de Cristián Silva por las «relaciones de lugar» (De Certeau), la creación de obras que están en relación directa con un terreno, no sólo en términos del territorio donde se alojan sino, sobre todo, como representaciones directas o indirectas de las relaciones sociales que contienen y donde en última instancia adquieren significado en diferentes niveles (sociales, personales, incluso íntimos).
El espacio de la exposición se plantea como un encuentro virtual (casi no es necesario decir que el término encuentro también pertenece a la jerga bélica) en el que finalmente los objetos tienen primacía sobre el método que permitió estructurarlos. Se trata, en todo caso, de restituir y devolver, en otro plano, las prácticas, las experiencias y las imágenes que permitieron construirlos, en el entendido de que ninguna estrategia se satisface a sí misma, de que la guerra es la comarca del azar, el territorio de la incertidumbre, una estación violenta, en donde, si todo funciona, las cosas aparecen con visos distintos a los que hubiéramos imaginado.
Baudelio Lara
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