Los viajes son enemigos de las bibliotecas. Los cambios de domicilio son enemigos mortales. Cuando partí a instalarme en Europa por primera vez, hace ya medio siglo, llevé los libros que amaba, o que necesitaba, y dejé los otros, la masa, la infantería de los libros, guardados en cajas, en un subterráneo del centro de Santiago. He bajado alguna vez a ese subterráneo, he rescatado algunos de los libros, entre telarañas y papeles amarillentos, pero supongo que ahora las cajas siguen ahí. A veces me hago preguntas, me digo que la memoria puede ser tramposa. Recuerdo la Antología de poesía chilena nueva, de Volodia Teitelboim y Eduardo Anguita: gran formato cuadrado, letras minúsculas de palo seco. Había poemas de Pablo de Rokha, de Vicente Huidobro, del Neruda de las Residencias, de Rosamel del Valle y Humberto Díaz Casanueva. Fue un libro leído muchas veces y, no sé por qué razones exactas, abandonado. «Día domingo en noviembre», escribía Rosamel, «las palomas duermen en el aire…». También había, en esas cajas, volúmenes encuadernados y delgadas plaquetas, grandes formatos, pocas páginas, de autores como Teófilo Cid, Braulio Arenas, Jorge Cáceres, Enrique Gómez Correa. En otras palabras, el grupo de La Mandrágora, el surrealismo chileno. Algunos le escribían cartas al maestro, André Breton, y otros se carteaban con la dulce y simpática Elisa, su mujer chilena, que antes había estado casada con mi profesor de Derecho Civil, famoso por el aburrimiento de sus clases y por su buena ropa, que nosotros, sus alumnos, descubríamos debajo de la mesa: zapatos ingleses, largos calcetines de lana, pantalones impecables.
Recuerdo una edición norteamericana de Walt Whitman (Modern Library, New York), que todavía tengo frente a mi mesa de trabajo: Hojas de hierba, que comprende todos los poemas escritos por Walt Whitman de acuerdo con el arreglo de la edición de 1891/’2. No dice la fecha de la edición mía, pero lleva mi firma de los 17 años de edad. También tengo el Ulises de James Joyce en la misma colección, y la poesía completa de John Donne, y El idiota, de Fiodor Dostoievsky. Me acuerdo de todas las primeras páginas, de la llegada en tren del príncipe Mishkin, de su aparición en salones con retratos oscuros y samovares, de su desconcertante desadaptación. Son libros que salieron de las cajas, que viajaron, regresaron y al final se salvaron. Pero tengo un interés creciente por los que se quedaron adentro: ¿Memorias de un tolstoyano, de Fernando Santiván, Juana Lucero y Pasión y muerte del cura Deusto, de Augusto D’Halmar, Lanchas en la bahía, Cuentos del Maule, Un juez rural? Frente a la mesa en que escribo estas líneas, diviso una veintena de tomos de La Pléiade: las dos ediciones de Montaigne, las Mil y una noches, la Historia de la Revolución Francesa, de Jules Michelet, los cuentos completos de Anton Chéjov. Si no recuerdo mal, Borges guardaba en su departamento de la calle Maipú, en Buenos Aires, menos libros que yo en mi actual residencia de paso, pero tenía un estudio reservado para él en una biblioteca de barrio y se había pasado la vida casi entera en la Biblioteca Nacional. La más segura forma de felicidad, sostenía, era vivir en una biblioteca, y razones no le faltaban.
En la estantería al frente de mi mesa diviso los lomos de dos ediciones originales, encontradas por casualidad, la primera en la calle San Diego de Santiago de Chile, la segunda en el Mercado de las Pulgas de París: el David Copperfield, de Dickens, en la edición de 1850, con las maravillosas, prolijas, proliferantes ilustraciones de H. K. Browne, y la Promenade dans Rome, del señor Stendhal, editado en 1829, en París, por Delaunay, «librero de S. A. R. la señora Duquesa de Orléans». También tengo el Diccionario de chilenismos, de Zorobabel Rodríguez, con dedicatoria manuscrita «a mi primo y amigo Jenaro 2º Benavides». De cuando en cuando, para tomar un respiro, para introducir un paréntesis, abro al azar el diccionario de don Zorobabel. Debajo de la palabra boliche escribe: «Llaman así en las provincias del Norte… lo que en España figoncillo o bodegón de mala muerte, o, como suelen llamarlos también, tiendas de preguntas y respuestas». Más adelante explica que en «el dialecto jermanesco» boliche significa casa de juego, garito.
A mí me gusta mucho lo de tiendas de preguntas y respuestas. ¿Por qué habremos abandonado la expresión? Sería bueno, me digo, escribir un diccionario de expresiones abandonadas. Libros que tuve, que perdí, que sigo teniendo. Ahora acabo de comprar dos obras recientes: Una vida con Montaigne, en una pregunta y veinte intentos de dar una respuesta. La autora, Sarah Bakewell, aunque parece recién llegada a la pasión del «montaignismo», llega con entusiasmo, con vivacidad, con bonitas ideas. Fue curadora de libros antiguos en una biblioteca de Inglaterra y ahora se ha podido dedicar a escribir a tiempo completo. Parece que es una maestra del arte de la biografía. Y una protectora y restauradora de libros gastados.
El segundo de los textos más o menos recientes que acabo de comprar es L’amour fou, de André Breton: edición de Gallimard, clásica, de tapas blancas y caracteres del título en rojo. Comienzo a leer y me encuentro de nuevo con una intensidad, una pasión que el poeta designa con el adjetivo único de «convulsiva». Cité a Breton en la portada interior de mi primera novela, El peso de la noche, y ahora, después de tanto camino recorrido, vuelvo a citarlo:«La palabra convulsiva, que ya usé para calificar a la belleza que sólo, en mi opinión, debería ser servida, perdería todo sentido para mí si fuera concebida en el movimiento y no en la expiración exacta de ese movimiento mismo». La prosa de Breton y de muchos de los surrealistas, más interesante a menudo que su poesía, nos acerca en sus mejores momentos a un estado de fusión, de síntesis exaltada. ¿Por qué no partir de ahí para construir formas narrativas un poco más serenas, formas que se asomen, sin embargo, y caminen muy cerca de los cráteres bretonianos? Leo algunas páginas y compruebo que mi nueva adquisición desemboca en una fotografía de Man Ray, Explosionante fija. Es decir, el libro que acabo de agregar a mi biblioteca viajera lleva ilustraciones infiltradas entre las páginas: fotografías de Man Ray, de Brassai, de Cartier-Bresson, reproducciones del joven Picasso y de Max Ernst. De adquisiciones anteriores, de los años cincuenta o sesenta, caen, en cambio, papeles amarillentos, frases, direcciones, mensajes. Materias ígneas, habría dicho Jorge Cáceres.
Uno de los amores locos de Breton fue, precisamente, esa chilena de Nueva York de que hablé más arriba: Elisa, mujer dulce, bonita, de aspecto frágil, que abandonó a un abogado y profesor de Civil para irse con un gran poeta. La novela que acabo de comprar, L’amour fou, es anterior a ella, quiero decir, a Elisa. Ella me contó que había conocido a Breton en un bistró francés de Nueva York, en los años de la Segunda Guerra Mundial. Había ido a ese bistró en compañía de una amiga francesa y en la mesa de al lado estaban Marcel Duchamp y André Breton. Se miraron mucho, ella y Breton, a lo largo de todo el almuerzo, y no ocurrió nada. Elisa regresó al mismo bistró al día siguiente, y él también. «Desde entonces», me contó la dulce y encantadora, «nunca más nos separamos». El libro inspirado por esos amores se llama Arcane 17, y narra los paseos y los ensueños de una pareja enamorada por islas y canales de la región de Quebec. Elisa vivió un poco más que Breton y alcancé a visitarla en su departamento de las cercanías de Montmartre y de la Place Blanche. Me dijo que su marido detestaba viajar, que se sentaba en las tardes en su sillón de lectura y viajaba con la imaginación, mirando los objetos que colgaban de las paredes: máscaras polinésicas, africanas, japonesas, pinturas de Max Ernst, de Joan Miró, de Victor Brauner, de Picabia. Después caminaba hasta un café de la Place Blanche y se sentaba en la misma mesa y en la misma silla de siempre. Con los amigos de casi siempre, porque algunos habían sido adoptados y otros despedidos del grupo con cajas destempladas.
Cuando vaya de nuevo a Santiago, buscaré entre mis libros Pasión y muerte del cura Deusto, de Augusto D’Halmar. D’Halmar pasó por Sevilla y se metió a fondo en los mundos del flamenco. En su novela contó un amor pecaminoso provocado por uno de los seises, grupos de seis bailarines adolescentes que bailaban dos veces al año frente al altar mayor de la catedral, ante un sacerdote encargado de su educación. No sé si ese libro, leído en el Santiago de comienzos del siglo xx, sería permitido hoy. ¿Habrá sido D’Halmar un precursor ignorado de Georges Bataille, cuya Historia del ojo termina en un confesionario de Sevilla, en escenas de alto erotismo reprimido? Lo interesante es que me hayan hablado del olvidado D’Halmar, con curioso entusiasmo, en un encuentro de escritores en Sevilla. En mi biblioteca figura la edición original de La sombra del humo en el espejo y una moderna de Juana Lucero. Si no está la novela del cura Deusto, partiré a la calle San Diego, a la calle Merced, a la librería anticuaria de la Plaza de las Descalzas Reales, en Madrid, a buscarla. Ahora bien, preferiría que los libreros no se enteren y no le suban el precio.
Hablaré ahora de dos realidades y un deseo. Tengo dos ediciones interesantes de Vicente Huidobro. Una es la de Manifestes, que pertenece a la época en que Huidobro todavía aspiraba a ser escritor en lengua francesa. Las palabras del título, repetidas en la portada, forman un triángulo de base cortada por una línea oblicua invisible. Abajo se lee, en francés: «París Ediciones de la Revista Mundial. 25, rue Jacob (vi). 1925». En la tercera página se anuncian tres libros en prensa: Cagliostro, novela film; Nostradamus, novela film; Paloma postal, poemas. Si hubiera llegado a publicarse un ejemplar de Colombe postal, me gustaría mucho tenerlo en mi biblioteca, pero sabemos que Vicente Huidobro fue un fantasioso, un fabulador de cuidado. Algunos de sus libros no existen; algunas fechas de sus ediciones son inventadas, antedatadas. El otro Huidobro de mi colección, conmovedor, poesía del hombre que viene de regreso, del pasajero de su destino, de un refugiado final, que contempla el universo desde los cerros de Cartagena y que comienza a olvidarse de su pasado cosmopolita, es Últimos poemas, libro póstumo, recogido y publicado poco después de su muerte en 1948 por su hija, Manuela Huidobro Portales. Manifestes, con su título en orden decreciente, terminado en una M, se encuentra a mi lado. Ya no sé si lo compré en la antigua librería surrealista de Santiago, en la calle Miraflores, o si me lo regaló Henriette Petit en un café de Montparnasse. Porque Henriette había llegado a recuperar las cosas de un departamento suyo de París, donde había vivido entre las dos guerras con Lucho Vargas Rozas, y se había encontrado con dos paquetes de la obra de Huidobro recién salidos de la imprenta.
Para terminar, cuento una frustración de aficionado de la que fui víctima y culpable. Pasé un día, hace años y décadas, frente a esa librería de la plaza madrileña de Las Descalzas que he mencionado antes. En la vitrina había un estupendo ejemplar de La Venida del Mesías en Gloria y Majestad, libro milenarista, apocalíptico, escrito por el jesuita chileno del siglo xviii Manuel de Lacunza. Creo que es el libro en el que existen más puntos de exclamación en la historia de la imprenta. Es un libro exaltado, ardiente, maravillado. Lacunza se habría entendido muy bien, pienso, con el Breton de los años treinta. Vivió en estado de asombro, no sólo por los extraordinarios hechos bíblicos que narraba, sino también por los lagos, los mares, los montes y volcanes, que la mayor parte del tiempo descansaban, pero que de cuando en cuando entraban en movimiento y en erupción, que lo rodeaban. Pues bien, entré a la librería anticuaria, pregunté por el precio y salí, asustado. Ahora me arrepiento, me siento lleno de amarga frustración. ¡Qué miserable fui!, me digo, y me propongo buscar ese ejemplar, que habrá quintuplicado su precio, por montes y collados.
París, julio de 2012