La Chabuca Blanda llegó temprano a la oficina esa mañana. Le decían así porque tenía obsesiones con el folclor regional, pero en un registro poco definido. Dicen que el apodo era porque lo hacía pésimo, otros decían que intentaba imitar a una cantante peruana de nombre parecido. Otros opinaban que quería parecerse a Mercedes Sosa, o que era una combinación de ambas, pero con el contenido político–social diluido en protocolos municipales, por eso otros le decían la Meche Chocha. Era una especie de diva aindiada, pero ya no cantaba. De eso hablaremos luego.
Llamó por teléfono a su jefa, la Maldita, para comunicarle que había echado a cocer la cabeza de chancho para el evento de la noche en que venían las Guitarras Viajeras. Era la gala del bolero. Se suponía que para esa hora ya estaría lista. La Maldita le dio instrucciones sobre los aderezos y las guarniciones, las que anotó con precisión. Estaban preparando el evento que inauguraría los tonos primaverales del territorio, y con ello anticipar también el período estival, aunque no podían o no debían, y eso lo habían establecido claramente en el plan, poner toda la energía en la época del año en que venían más turistas, era necesario hacerse cargo del periodo otoño-invierno en que circulaban los mismos de siempre, los pelotudos de los vecinos cuyos votos elegían al alcalde que había que reelegir. En temporada alta era jauja, al menos a nivel de convocatoria. La jefa o la Maldita aprovechó de putearla por teléfono porque no estaban listas las invitaciones, luego le dio las instrucciones para el cocktail y la confección de las guirnaldas.
Todo era cultura, que no se le olvidara el lema del departamento.
La vieja, la Chabuca Blanda, después de eso, fue al baño a orinar, y también lagrimeó un poco, siempre pensando que todo era cultura. Nunca pudo acostumbrarse a la violencia laboral y al abuso de poder (no había aprendido nada, le decía su amigo del alma, el Peluquero, que se dedicaba a decorar los eventos y a peinarlas, de ahí su apodo). Se arregló el moño tipo tomate que solía hacerse y con el que, decían los del servicio de aseo, se estiraba la cara, como recurso alternativo a la cirugía. La jerarquía enfermiza era un tema crucial en ese ámbito de insatisfechas del dolor, comentó alguien de otro departamento municipal, probablemente de medio ambiente, que solía pedirles colaboración para algunos eventos de limpieza, sanitización y desinfección de espacios públicos.
En ese contexto el deterioro de los semblantes y las pieles se marcaba prematuramente con surcos indelebles. Eso le ocurría a la gente que trabajaba en el municipio, comentaban los que no lo hacían ahí, que no eran muchos, porque casi toda la ciudad estaba ligada de algún modo a ese lugar, excepto nosotros. La Chabuca Blanda, además, por instrucción de la Maldita debe alimentar a los perros y gatos callejeros que ha recogido en todo este tiempo porque necesita proyectar su propio modelo hogareño a su lugar de trabajo. Quería o le obsesionaba parecer diferente del resto de sus vecinos, porque era un modo de espantar la fobia de pertenecer a una comunidad precaria, que no le hacía honor a su valía. La familia clasemediana aspiracional era la matriz arribista que modelaba su rutina operativa.
La Chabuca Blanda, en cambio, venía de una condición de clase algo más popular, pero no menos pretenciosa, aunque más diezmada por el nuevo orden económico–político y con una singular disposición para ser victimada por procesos humillatorios, propios de los protocolos municipales y del poder en general, siendo el abuso su consecuencia más inmediata. Aunque existía un relato particular que le devolvía la esperanza, una utopía vecinal, algo como un proyecto que ella y sus colegas artistas habían desarrollado en tiempos de dictadura y que debió florecer en democracia, pero algunos reacomodos y las nuevas condiciones complejas de las transiciones impidieron que se concretara.
Se trataba de una organización gremial que agrupaba a los artistas de la localidad que sirvieron de decorado al discurso político emancipador de entonces. Ella soñaba con rearticular esa asociatividad artístico–cultural en sus noches insomnes, que eran las más. Las siglas de dicha organización eran acupsa (Agrupación Cultural del Puerto de San Antonio). Mi amigo poeta, Roberto Bescós, que vende artesanías y libros en el paseo de la costanera, cuando se toma unas copas comienza a recitar o relatar esos episodios obsesivos que reivindican una impostura risible de un periodo voluntarista, al que él perteneció no sin avergonzarse. Se pone serio, engola la voz y emite un discurso que versa sobre la necesidad de resucitar dicha instancia gremial. Imitar a la Chabuca Blanda se convirtió en un clásico de nuestro poeta, que además era un buen comediante. Él se refería a ella como una solterona viuda, porque se vestía como si anduviera siempre de luto y porque era (y siempre fue) brutalmente poco atractiva. Además de vestir siempre de negro y de calzar sonoros tacones que le daban un lejano aire de travesti portuaria que había asumido el flamenco como rutina, despedía un olor glacial sobrecogedor.
Con el Chino, el poeta Bescós y el dúo Sarmiento, unos boleristas endémicos del barrio, solíamos juntarnos a reconstruir el campo o paño territorial, sobre todo en el ámbito de la cultura, para no vivir tan tristes, alrededor de un vino frutoso y algún producto del mar que traía el poeta, regalón de los pescadores que lo proveían sin que él se lo solicitara (cuentan que les pagaba en versos). En la reunión de la semana pasada nos enteramos de que la Maldita preparaba un espectáculo para la recepción de unas obras hechas por la intendencia regional en nuestra comuna, y había, como era costumbre, que agradecerles a las autoridades. Decidimos ir para acompañar a la Chabuca como público, viendo cómo era humillada en su rol de sirvienta en el cocktail, que era el centro del evento. Pobrecita ella, sus dotes líricas no sólo son omitidas por la Maldita, sino despreciadas. Unas viejas decadentes bailarían cueca y algún profesor jubilado recitaría poemas de Amado Nervio o quizás Rubén Darío para nuestro agasajo retórico.
Iríamos porque sin el patetismo cultural de nuestra localidad nuestra vida sería más aburrida de lo que es. Sabíamos que jamás nos dejarían subir al escenario, quizás en alguna ocasión menor como para telonear, como se dice ahora, a algún consagrado que viene de Santiago, porque de la capital viene el arte de verdad, piensan ellos que piensan las viejas del departamento de cultura. Al grupo le encanta ir a ver dichos espectáculos, porque después los incorporan a sus relatos en las reuniones, alrededor de una botella de tinto y de unos pescaditos a la lata (porque no es una obligación gastronómica tomar vino blanco con el pescado). Les gusta ver al alcalde incómodo en ese tipo de lances y reproducir su verba magra e insustancial, les gusta ver a la Maldita con esos trajes de dos piezas color pastel, horribles, que desaparece detrás de las autoridades o se queda en la cocina, porque le carga comparecer en el escenario, su fobia odiosa se lo impide.
Allí estarían además los lamefecas (un poco más radicales que simples lameculos), clientelistas cuyo gran aporte a la cultura es asumir con orgullo y soberbia el grado cero de la dignidad y el decoro, ávidos de cualquier recurso posible que caiga del Estado y que el municipio suele repartir a los suyos.
Saldríamos riéndonos y odiando, como corresponde, nos iríamos a la cueva del bolero, que es la casa de los Sarmiento. Y el poeta Bescós, con sus dotes imitativas, haría el resto y el dúo Sarmiento compondría algunas payas para amenizar. Obviamente los mariscos y el vino no faltarían. Porque nos podrán negar la sal y el agua las autoridades del municipio y las otras, pero no nos quitarán nuestros ritos ancestrales. En este caso es una simple reunión periódica en que hacemos un relato en donde recordamos a la Chabuca Blanda, a nuestra agria vecina de la impotencia, que es en la práctica nuestra virgen dark que ilumina nuestra insuficiencia cultural con su triste plegaria asociativa.