Secuencia que vuelve sobre sí misma / Jaime Collyer

Garmendia reparó en ella —cómo no hacerlo— al momento de embarcar, en Punta Arenas, con los pasajeros reunidos en el muelle, sumidos en la algarabía previa al embarque. Estaba a alguna distancia del resto y fumando reconcentrada, con sus cámaras y lentes al hombro, como una corresponsal de guerra antes de colarse en los botes de algún desembarco inminente. Olsen, que era el telegrafista a bordo, le informó a Garmendia que su nombre era Neri, Ángela Neri, la documentalista recién contratada por la Nordic Star.
     —Para hacer un registro fílmico de la travesía este año —le indicó rascándose la barba entrecana—. Un fichaje muy atinado, me parece a mí.
     Estaban, con Garmendia, acodados en la barandilla de estribor, pendientes del embarque y su clientela inminente a bordo del Humboldt, atentos ambos a la figura en extremo convocante de la documentalista. A Garmendia le correspondía la función un punto más glamorosa de matizar el periplo en el piano del comedor, dispuesto allí para que lo aporreara a discreción durante las comidas, con una música de fondo que Olsen reducía a la categoría poco edificante de «música para ascensores».
     —Pero eres el mejor en el rubro, Chopin, tú tranquilo —lo consolaba de paso.
     Garmendia no se sentía en modo alguno ofendido, resignado para entonces a esa audiencia cambiante de jubilados de variado pelaje y nórdicos distantes, pero igual muy amables, todos dichosos de encontrarse a bordo del Humboldt por unos días, en el crucero trimestral de la Nordic Star al Cabo de Hornos, para hartarse de pingüinos y auroras boreales y el salmón a las finas hierbas que el pianista debía matizar con viejos temas de Sinatra y Bert Kaempfert (¿a quién sino a esos jubilados de Oslo podía gustarles Bert Kaempfert?), y en el mejor de los casos Bill Evans, a la hora del coñac y las mentas, los muchos digestivos que el menú incluía de manera deliberada, para que se fueran —los jubilados— achispados a su litera y no atormentaran demasiado a la tripulación de servicio por las noches.
     Era su primera vez a bordo, de la tal Neri, y la razón probable por la que, nada más haber zarpado de Punta Arenas, se instaló en cubierta con sus cámaras, a hacer su labor con un empecinamiento digno de mejor causa o, cuando menos, un paisaje más concurrido que el de los fiordos patagónicos. Alternando con avidez entre la filmadora y su Nikkon, escudriñando —desde la proa o uno de los flancos del Humboldt— cada ensenada y cada islote entre los cuales navegaban, como buscando repoblar con sus lentes esas playas silenciosas, donde ya no estaban sus antiguos moradores, ni siquiera los misioneros arribados luego a convertirlos, ni tan siquiera los mercenarios que los habían acribillado luego a conciencia.
     Olsen reparó a su vez en la adhesión tan pertinaz de Ángela a la cubierta.
     —Se lo toma en serio —le comentó a Garmendia cuando salían de Ushuaia—. Si no se muere de una pulmonía, van a terminar trayéndola otra vez el próximo año, seguro. Y a ti capaz que te dejan abajo, Chopin, tienes que esmerarte en el piano.
     Neri estaba ahora en la barandilla de popa, en un breve receso de sus funciones, con el cuello de la campera subido hasta las orejas y un tazón de café humeándole entre las manos. Y la mirada fija en el islote más próximo, como absorbida por algo. Garmendia siguió la dirección de sus ojos, pero no vio allí nada excepcional, ningún indicio de algo vivo, nada que aún pataleara en ese litoral silencioso. Al examinar su rostro anguloso, tuvo con todo una impresión extraña: como de alguien que no estaba del todo allí, en la cubierta. Parecía trasladarse, cada tanto, con su ensimismamiento tan irrenunciable, a esas playas oscuras, alumbradas al atardecer por un sol desvaído, que irrumpía con sus rayos cuando ya no servía de mucho.
     El martes acabaron de circunnavegar la isla Navarino y enfilaron de nuevo rumbo al norte, transitoriamente de vuelta al Seno de Ponsonby y de ahí a Wulaia, una caleta célebre entre los demás fiordos y canales. Célebre por razones poco edificantes, que Olsen le detalló a Garmendia al atardecer, cuando se aproximaban a recalar para pasar allí la noche:
     —Fue uno de tantos empeños de la iglesia anglicana en estos lugares, sólo que terminó mal. Muy mal.
     —¿Por qué? —indagó Garmendia.
     —Un grupo de religiosos venidos, a comienzos del diecinueve, desde Punta Arenas y las Falkland llegó aquí a construir, con ayuda de los nativos, una misión. Ese galpón de cemento que allí ves —indicó a Garmendia los restos derruidos de la edificación en la línea de costa, un armazón de concreto abandonado allí desde hacía dos siglos, invadido de malezas y líquenes, que se habían enseñoreado de a poco entre los hierros oxidados.
     A Garmendia le pareció un animal herido y fracturado en varias partes, mal concebido desde su nacimiento, agonizando allí de manera indefinida, lo cual no impidió que los turistas se agolparan a estribor para fotografiarlo a la luz escasa del atardecer. Había en el aire algo amenazante, un vestigio homicida orbitando en el lugar desde una fecha con seguridad imprecisa.
     —Parece un anfiteatro —dijo Garmendia—, aunque el público no llegó al estreno, eso se ve.
     —Bueno, es un poco lo que pasó —coincidió Olsen—. Un estreno fallido. Se habló de una escaramuza imprevista entre los nativos y los misioneros, cuando ya casi habían terminado el galpón. Algo más duro que el hormigón terminó, al parecer, de cuajar en la cabeza de esos albañiles improvisados y, al llegar una goleta adicional con más misioneros anglicanos, se dejaron caer por Wulaia, tomaron por asalto el lugar y los mataron a todos, sin excepción, ocho misioneros en total… Es lo que está explicando ahora el capitán.
     En cubierta se oía el relato en inglés del capitán, armado a esos efectos de un megáfono, lo que lo hacía doblemente inquietante. En el Humboldt cundió el silencio, con los turistas mirando ahora con expresión solemne hacia la costa, evocando la escena: esa imagen de los ocho religiosos ensartados por las lanzas aborígenes, despatarrados entre los arbustos, aferrando por última vez su crucifijo, el pequeño amuleto carente, para entonces, de utilidad.
     Garmendia rastreó —en un reflejo adquirido con los días— a Ángela Neri en algún punto de la cubierta, comprobando sorprendido que estaba en la barandilla opuesta, ajena a las ruinas de la misión anglicana, enfocando desde allí su cámara hacia un pequeño islote del lado de babor, más allá del cual persistía el sol del crepúsculo, demorándose en abandonar la escena.
     —¿Y ese islote cómo se llama? —preguntó Garmendia a su guía noruego.
     —Ésa es Button, la Isla de Button. Bautizada en honor de Jemmy Button… Conoces la historia, me imagino.
     —Vagamente. Igual me interesan los detalles.
     —Es un caso emblemático, una metedura de pata muy propia de los ingleses. Button fue uno de los cuatro yaganes que un tal Fitz-Roy, capitán del conocido Beagle, se llevó consigo a Inglaterra, unos años antes de que fuera arrasada la misión. Los subieron a bordo con alguna triquiñuela, los vistieron como ellos, les leyeron pasajes de la Biblia protestante y los alimentaron con las provisiones sobrantes a bordo. Uno de ellos murió de viruela nada más llegar a Gran Bretaña, los otros tres sobrevivieron. Jemmy Button entre ellos. Allí les inculcaron a fondo el idioma, los llevaron a la corte del rey Guillermo, su esposa Adelaida les regaló parte de su real vestuario y más ropas elegantes. Tenía catorce años, el tal Button, cuando lo sacaron de los canales, donde pasaba la vida navegando entre el Beagle y el canal Murray. Dos años después, quizá tres, los trajeron de vuelta a bordo del mismo barco, aún al mando de Fitz-Roy, donde ahora venía un tal Charles Darwin, por entonces un ilustre desconocido. Vestidos al estilo victoriano, los depositaron aquí en Wulaia para que se reasimilaran. Sólo que habían olvidado hasta su lengua materna, el propio Button hablaba ahora una jerigonza en que se mezclaban las voces guturales yaganes con el five o’clock tea. Ya no consiguió entenderse con su hermano mayor, que ni siquiera lo reconoció cuando los desembarcaron…
     Hubo una pausa, con los dos mirando hacia el islote.
     —Pero, bueno —concluyó Olsen magnánimo—. A otros les fue incluso peor, cuando vinieron los buscadores de oro a correrlos a tiros.
     Garmendia evocó las fotos de archivo que había visto al embarcarse la primera vez: fotos de los indios fueguinos desnudos sobre la nieve, con el torso perforado aquí y allá, descoyuntados, inertes, apilados a espaldas de los ovejeros y mercenarios sonrientes en el primer plano, que posaban para la posteridad con sus carabinas. Imágenes obscenas de las que emanaba una inconclusión, revoloteando como un cuervo entre los cadáveres, sumidos todos en una inmovilidad tan inesperada como definitiva, evidenciando en su postura lo que habría antecedido a ese final: la cacería previa, el barrido de esos cuerpos indefensos a la fosa común, y el olvido anegando, a contar de entonces, esas tierras sombrías, desbordadas por la codicia. ¿Era eso lo que Ángela Neri buscaba, la imagen que sus lentes rastreaban con secreta premura en las orillas y ensenadas? ¿Una secuencia última que pudiera, aún, testimoniar lo ocurrido…?
     Por la noche, con el Humboldt anclado allí en Wulaia y concluida la cena, Garmendia salió a cubierta a fumar. No le sorprendió ver en la proa la silueta perenne de la documentalista, pero dudó en interrumpir su vigilia y mejor se acodó en la barandilla a unos metros de ella, que permanecía atenta al islote de Button, asomando fuera del agua con su mole ancestral, malamente iluminada por la luz de la luna.
     De pronto, la propia Ángela lo advirtió en las cercanías.
     —¿Tienes un cigarrillo? —le preguntó desde donde se hallaba.
     Garmendia se aproximó y le tendió la cajetilla. Advirtió, al encenderle el cigarrilo, que le temblaban los dedos.
     —Es una historia conmovedora, ¿no? —dijo para llenar el silencio, indicándole el islote.
     —¿La de Jemmy Button? Por decir lo menos, conmovedora.
     —Fue aquí donde lo desembarcaron de vuelta —explicó Garmendia, intuyendo que no era preciso explicárselo.
     —Sí, claro, el final del viaje —acotó ella y aspiró el cigarrillo con convicción, atenta aún al islote—. Algo me dice, igual, que nunca volvió del todo. Debió quedarse pegado en una tierra de nadie. Un lugar que sólo estaba ahora en su mente.
     —Es probable —coincidió Garmendia.
     —Lo bueno es que todo se reordena al fijarlo en imágenes —propuso ella alegrándose brevemente—, ¡el universo entero! La secuencia vuelve sobre sí misma, incluso el pasado. Casi llego a verlo a veces, es lo que me pasa. ¡Casi me parece estarlo viendo sobre las aguas!
     —¿A Jemmy Button?
     Ella sonrió para sí misma.
     —Es todo cuestión de enfocar la mirada —explicó—, de entrecerrar los párpados al momento justo… La secuencia vuelve sobre sí misma.
     Garmendia quedó de nuevo mudo. Entrecerró, un poco azorado, los párpados, mirando hacia el islote, aquel litoral que ella parecía horadar con sus ojos penetrantes. Prefirió mejor ceñirse al resumen del caso Button que Olsen le había hecho:
     —Es sabido, en cualquier caso, que no duró mucho, ese barniz civilizatorio aplicado por los británicos. Fitz-Roy se lo encontró años después sin sus ropas victorianas, vestido de nuevo con pieles de guanaco, con las greñas desbocadas. La crónica dice que sólo recordaba, para entonces, unas pocas palabras en inglés.
     —Es comprensible, ¿no? —dijo ella.
     —¿Que se olvidara de todo?
     —Que lo olvidara de manera deliberada, no creo que fuera al azar. Tenía que hacerlo, necesitaba olvidar. Como quien se extirpa una joroba.
     —La joroba de la memoria —acotó él.
     —Algo así.
     —Me pregunto igual qué habrá sido de él.
     —Al cabo de los años —le informó ella, y Garmendia dedujo que había investigado bien el caso—, cuando ya era un anciano, se subió a su canoa aquí mismo en Wulaia y partió rumbo al sur, hacia el Cabo de Hornos y las Wollaston, adonde vamos ahora. Allí se perdió su rastro, no hay más testimonios. Nunca más se supo de él.
     —Una pena.
     —Por decir lo menos —repitió ella—. Bueno, pianista, me voy a dormir. Buenas noches y agradecida del cigarrillo.
     —Por nada —dijo él y la vio alejarse, un poco desencantado, rumbo al sector de las literas, intentando aquilatar lo que había dicho. Luego miró al islote, entrecerrando de nuevo los párpados, esforzándose por imaginar al escueto Button en la orilla, subiendo unos pocos pertrechos a su canoa y luego abordándola. Sólo que allí no había nada, apenas la noche en torno, el silencio alrededor del galpón derruido en la línea de costa.
     Zarparon a la mañana siguiente, con el mar encrespado y renuente. Garmendia la vio de nuevo, a Ángela, enfocando su cámara hacia el islote, que fotografió abundantemente antes de que levaran anclas, con el fin de traspasar el Cabo Webley alrededor del mediodía. Desde la distancia, advirtió cierta inquietud renovada en sus facciones y mejor evitó ir a saludarla, como intuyéndola en otra esfera, deseosa de reconstruir a su manera y a solas, de allí en adelante, la ruta olvidada de Button.
     Al salir a mar abierto, el tiempo cambió de manera abrupta y el sol se ocultó entre las nubes. Eso provocó que las aguas despertaran de su letargo y se enervaran de manera resuelta con la presencia del Humboldt, con el surco insolente que iba abriéndoles en la superficie. Hacia la una de la tarde, el vaivén se hizo insostenible y la oficialidad de a bordo aconsejó a los pasajeros que se resguardaran en el interior o en sus cabinas.
     El almuerzo se sirvió en mitad del vaivén, alrededor de las dos, y Garmendia ofreció a los escasos comensales del día —todos los que no permanecieron en sus literas vomitando con ahínco— algunos temas de John Coltrane, incluida «My Favorite Things», cuya ejecución lo dejó vagamente exultante. Al concluir, presintió que alguien lo observaba desde la barra. Era Ángela Neri, apostada excepcionalmente allí, pendiente de su labor en el piano. Le dio gusto tan inesperada atención a su rutina, agradeció con un gesto los aplausos de los comensales y fue hasta la barra.
     —Qué bello eso —dijo ella—. ¿De quién es?
     —Es el viejo Coltrane, el saxofonista. Murió hace unos años, de alguna enfermedad irreparable —hizo una seña al tipo de la barra para que le sirviera un bourbon—. Suele pasar con los músicos, que no llegan a disfrutar de lo que generan o siembran ellos mismos. Beethoven es el paradigma.
     —O los bellos monstruos del Barroco —complementó ella de manera inesperada.
     —¿El Barroco…?
     —Los castrati —precisó—. Como el bello Farinelli. La voz más conmovedora que ha habido nunca en este mundo, pero era el fruto de una mutilación, ¿te das cuenta? —se paró a considerar lo dicho—: Una mutilación deliberada.
     Garmendia quedó una vez más descolocado, viéndola sorber su coñac. Tuvo la sensación de que había algo más tras esa alusión a los castrati. Quizá como lo que sólo ella conseguía ver entre los canales, en cualquier orilla o fiordo. Algo que yacía cercenado allí desde tiempos inmemoriales. Una mutilación deliberada.
     Por la tarde, fiel a sus hábitos cambiantes en esos parajes, el sol irrumpió con fuerza entre las nubes y enfilaron rumbo decidido hacia las Wollaston. El cruce fue más apacible que el derrotero previo desde Wulaia y reunió a la gente en masa en el comedor, a disfrutar de la cena temprana y los aperitivos, que Garmendia matizó esta vez con Ray Coniff y algún tema estándar de Duke Ellington que sacó aplausos a rabiar y hasta provocó que una señora de Minnesota le pidiera algo de Liberace, faltaba más.
     Navegaron toda la noche en pos del Cabo y, poco antes del amanecer, estaban ya a la vista de las Wollaston con su mole oscura y fragmentada, prestas a hacerle los honores al Humboldt, abriéndose por el lado de la proa. Garmendia sabía que estarían allí antes de aclarar y resolvió subir a cubierta, a esa hora espléndida en que los pasajeros estaban todavía en sus literas y reponiéndose de los digestivos. Sólo había, en efecto, algún miembro de la tripulación ordenando los aparejos, y en la proa Ángela con su filmadora, enfocándola hacia el estrecho que ahora se abría ante ellos, entre la isla Deceit y la de Hornos. El estilo encrespado de la víspera había dado paso a un mar indolente, como si el Humboldt lo hubiera sorprendido desperezándose, saliendo de la noche y el marasmo, inesperadamente dócil.
     Garmendia recorrió con la vista el litoral a estribor, las ensenadas que jalonaban la Isla de Hornos, el flanco donde se habría esfumado el solitario Button sin dejar rastros. Resolvió, esta vez sí, ir hasta el punto en que estaba Ángela apostada, enfocando la Nikkon hacia la orilla.
     Entonces ocurrió, por primera y última vez. Al preciso instante de llegar junto a ella y detenerse un segundo a apreciar su perfil, sin aviso previo. Cuando algo cambió de súbito en su rostro y bajó la cámara, la dejó de lado, para clavar su mirada en la orilla. Estaba de nuevo prendada de algo indescifrable, atenta como nunca antes al litoral, con el rostro cruzado esta vez de una expresión dichosa, algo como una felicidad repentina, y la mirada fija en una caleta en particular, un punto de fuga que acababa de absorber toda su atención.
     Garmendia siguió de nuevo el hilo invisible de sus ojos. Quedó, ahora sí, demudado: en la soledad inabarcable del despertar, una breve embarcación navegaba en pos de la costa, tripulada por un solo hombre de complexión tenue y hombros enterrados. Era una canoa yagán, y su único tripulante, un anciano, aproximándose ambos con resolución al islote.
     —¿Tú lo ves, no? —oyó la voz de Ángela junto a él.
     Garmendia sólo pudo asentir en silencio, maravillado. Invadido de algo que no conseguía —ni le interesaba ya— explicar.
     En ese punto asomó el sol, llenando el escenario de su luz, reviviendo como cada día la secuencia indefinida y espléndida del despertar.

 

 

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