A los 9 años
compré mi primera pelota de fútbol
y única, por cierto.
La que siempre había soñado
y que mis padres
no podían obsequiarme.
Era redonda,
con 32 cascos hexagonales y pentagonales.
Ahorré durante semanas el dinero que gané
trabajando en un mercado:
subiendo y bajando sandías
de camiones.
En esa época no tenía idea —y tampoco Colón
que descubrió en su segundo viaje a América
que los indígenas jugaban el Tlachtli:
el fútbol de hace 1500 años atrás—
el porqué la pelota era redonda, el por qué era de caucho,
el porqué daba bote y no pinchaba.
Digo esto,
porque aunque hable de fútbol o de mi primera pelota,
no hay que olvidar el compromiso con la historia,
el significado de las palabras en el tiempo:
la importancia de nuestro pasado.
Salí de casa y comencé a llamar a mis amigos.
En la pobreza una pelota de fútbol
es como un planeta o más bien como el sol.
Se abrían las puertas de las casas,
de toda la cuadra salían mis amigos dispuestos a darle a la de cuero.
Pero hubo mala suerte en ese encuentro.
Así como consigna la historia que Moctezuma perdió
2 a 3 contra Texcoco, con ayuda del árbitro;
así también en nuestra historia
se debe consignar que ese balón nos fue robado
como nos fue robada la tierra.
Después de un tiro libre y después de romper un vidrio
de la casa de un terrateniente. El balón no fue devuelto.
Años después le expropiamos sus fundos, sus haciendas.
Eran años donde el futuro ya era nuestro
y Allende estaba vivo.
El pueblo gritaba venceremos
y Colo Colo jugaría a tres partidos
la final de la Libertadores.
Todavía el Estadio Nacional era un campo de fútbol,
no era un campo de concentración.
Nosotros perdimos el partido
y nuestros jugadores están muertos.
Pero los vivos seguimos concentrados
para el encuentro de revancha.
Viva Chile, mierda.