Trago. Raspo. Trago. Raspo (fragmento) / Claudia Apablaza     

Cambié los hábitos. Ahora me levanto a las 8:30 am cada día. Padre, luego de la ducha voy a la cocina y allí espero pacientemente que la mujer, la ecuatoriana, la otra mujer que ocupa la casa, la desocupe de una vez, ya que la usa todo el día para hacer sus pasteles, sus sopas, su sopa de patata, sus huevos revueltos, su pan al agua, su café con leche, su agua de piña, su infusión para bajar de peso, su infusión para limpiar el cutis, su infusión para no llorar, el desayuno de su hijo os, el pastel de navidad, el pastel de día domingo, el pastel que cada día y a cada instante se le ocurre que tiene que cocinar para no sentirse tan sola en esta ciudad que no ha podido acogerla como ella esperaría.
     Padre, la mujer ecuatoriana desocupa la cocina, pero se queda. Se queda mirando qué es lo que yo cocino a esta hora de la mañana. Y a veces me pregunta: ¿Estás enamorada? ¿Cuándo te vas a enamorar? ¿Acaso amas a mi hijo? ¿Acaso amas a os?
     ¡La odio!
     Abro el tarro de café, pongo un poco de agua en la cafetera, dos cucharadas grandes de café y enciendo el fuego. La ecuatoriana mira cada movimiento que hago para preparar el café. Sé que me mira y que piensa: ¿Cuándo se irá a enamorar?
     Cuando el café ya está listo, veo que mira cómo es que agarro el paño de cocina para no quemarme con el mango de la cafetera. Me dice si es que necesito uno más grueso, que ése no me va a servir del todo. Le digo que no, gracias, que ése sí que me sirve del todo.
     Pongo en una taza algo de café. Abro el azucarero. La ecuatoriana me alcanza una cuchara que acaba de secar con un paño de color rojo. Meto la cuchara en el azucarero y siento cómo ella mira cuánta azúcar le pongo a mi café. No vayas a engordar, escucho. No le respondo. Me lo repite: No vayas a engordar. No le respondo. A los hombres no les gustan gordas, repite. Tienes que enamorarte pronto, el tiempo pasa rápido.
    
Abro el refrigerador y saco la leche semidescremada del espacio en que me corresponde poner mis cosas. Ella cierra el refrigerador. No hay que abrir mucho el refrigerador, me dice, se gasta la luz.
     ¿Qué haces? ¿A quién llamas? ¿Llamas a algún hombre? Deberías hacerlo.
     No le contesto. Pongo un poco de leche, ella sigue mirándome. No le pongas tanta, tiene mucha grasa, me dice la mujer ecuatoriana, padre. Se me cae un poco al suelo, unas gotas de leche, y ella mira las gotas que se caen al suelo, agarra un paño y va a ir a limpiarlas; le quito el paño y le digo: Déjalo, lo limpio yo.
     Ahora sus ojos se ponen en mi café con leche. Pareciera que quisiera bebérselo. Pareciera que quisiera comerse todo lo que cocino a diario. Hago más ruido de lo habitual con la cuchara, para molestarla, para que sienta que no debe estar mirándome todo el día en la cocina ni comparar sus sopas con las mías, pero no pasa nada, no se da por aludida, y lo revuelvo más rápido y más fuerte y me dice que tenga cuidado con las tazas, que no vaya a quebrar una, que el otro día descubrió que rompí un plato y que eso trae mala suerte. Me dice que por qué no le dije nada ni a ella ni a su hijo os del plato quebrado, que si me daba miedo, que ella esperaba que yo se lo dijera, que no es justo que si vivimos dos personas en esta casa me calle eso de los platos una vez que se rompen, que ella esperaba otra cosa de mí y que no me estuviera callando algo tan simple como el romperse de un plato, que no lo pudo creer cuando eso sucedió y que yo me lo callé, seguro que para no pagarlo o para decir que nunca cometo errores, que soy una especie de ser perfecto que pareciera que no sufre de nada.
     Le dije que se callara, que había olvidado lo del plato y que, si quería, lo podía reponer. Me dijo que ya era tarde, que ella ya lo había repuesto.
    
Padre, abrí el refrigerador y saqué el zumo de naranja. Abrí el frasco y me dijo que no lo abriera tan fuerte, que me podía dañar las manos. Comencé a llenar el vaso y le ofrecí uno. ¿Quieres? No, gracias, no tomo zumo de caja, sólo tomo natural, y puso una cara horrible, como de asco, padre. Me reí en su cara.
    
Bebí el primer trago. Ella agarró la caja, padre, y me guardó el zumo en el refrigerador. Salí de la cocina con el vaso de zumo y el café con leche y me siguió hasta mi habitación. Le gusta observar cómo es que me bebo el zumo de las mañanas y el café. Me preguntó qué haría en la mañana, si es que iría a trabajar. No sé, le dije. No lo tengo claro. ¿Puedo entrar?, me dijo. No me atreví a decirle que no. Me miró cómo es que bebo cada sorbo. Luego miró cómo es que me limpio la boca con la servilleta y cómo es que trago la saliva que me queda en la garganta luego de beber el último sorbo de zumo, padre. Me bebí el café. Me pasé la lengua por los labios y ella volvió a mirar cómo es que paso la lengua por mis labios. Quisiera que saliera de mi habitación, pero sé lo sola que se siente desde que su hijo se ha ido a Lisboa a pasar las fiestas de fin de año y a buscar delirantemente rastros de Pessoa, buscar en la ciudad de los heterónimos de Pessoa, de Ricardo Reis, Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Charles Robert Anon, H. M. F. Lecher y Bernardo Soares. A buscar esos rastros. Yo no quería que os se fuera, padre. O quería ir con él. Creo que lo amo a mi modo, padre. Creo que en las últimas semanas me he sentido enamorada de os, padre. Creo que comencé a amarlo de forma súbita, cuando lo vi pensar delirantemente versos de Pessoa.
     Le doy la espalda a la mujer. Abro la cartera y saco una bolsa de chicles de damasco para sentir un sabor más fresco.
     ¿Sabías que os cuando se fue a Portugal me dejó una carta que decía las últimas frases de Pessoa? No, no lo sabía, le digo. Aunque sí, sí lo sabía, padre. Me meto en su mesa de noche cuando ella sale por ahí. I know not what tomorrow will bring (No sé lo que traerá el mañana...), me dice.
     ¿Escuchaste?
     Sí.
     No comas chicles, me dice ella, malogran los dientes. ¿Por qué no me miras? ¿Qué haces?
     Agarro mi chaqueta y salgo.
    
Padre, regreso a las tres horas y está en la cocina. Está mal porque su hijo se ha ido y le ha dejado esa carta con esas frases. Ha estado llorando. Llora. Piensa que no volverá. Que se enamorará de Portugal, que jamás va a volver a esta ciudad. Que encontrará una mujer y se quedará a vivir con ella. ¡Qué horror!, me dice.
    
Ella tiene una olla puesta. Le pregunto qué es lo que cocina y me dice que un caldo para el frío. Le pregunto si es que puedo usar uno de los quemadores. Me dice que me espere, que necesita hacerse unos huevos.
     Abro el agua y pongo a lavar unas verduras. No las deberías lavar, me dice ella, en Europa las verduras las venden lavadas. No gastes agua. No es mi intención gastar tanta agua, le digo, sólo que no confío en que esté bien lavada. Sería mejor que las comieras crudas, cocidas no quedan bien.
     Me volteo.
     Estás así porque tu hijo no regresa, le digo.
     No me contesta. Pico las zanahorias. Ella saca una zanahoria de su canasto de verduras y se pone a picar al lado mío. Lo hace más fino. Aumento el grosor, a propósito. Las pica más rápido. Y más rápido y yo cada vez más lento y más gruesas. Pienso que se puede cortar el dedo de lo rápido y me mira como feliz de cortarlas tan rápido, por lo diestra que es en el corte y no sólo por la rapidez del corte mismo, sino por el estilo que tiene para cortar y cortar los pedazos de zanahorias y los pedazos de verduras que le quedan en su bolsa que va sacando y sacando para demostrarme que ella tiene más verduras que yo en este momento y que, además de tener más verduras, me quiere enseñar que tiene de tipos más diversos, de formas más alargadas y que, además de tener mejores, tiene mejores cuchillos para cortarlas y mejores ángulos con las manos para agarrar las puntas de las verduras y hacer cortes diversos, variados, distintos, para ir haciendo los tipos de cortes que ella quiere hacerles a las verduras y luego mostrarme cómo es que ella aprendió cuando niña a tratar bien a las verduras y yo no aprendí nada de nada de verduras ni cortes, como si quisiera decirme que ella tuvo una infancia más feliz que la mía al saber cortar las verduras de esa forma tan especial y que al parecer mi madre no me enseñó bien los cortes, padre, y que a ella sí que se los enseñaron y eso es una señal para definir la vida de una persona, los cortes de las verduras y de las comidas y cómo es que cocinan y hacen sus salsas, reposterías, sopas y zumos de las mañanas, eso es crucial para saber cómo es que ha sido criada una persona, cómo es que ama esa persona, si es capaz de amar a alguien, si es que alguna vez podrá encontrar a alguien para amar por un tiempo sostenido, si es que tuvo o no conflictos en su infancia y su adolescencia o pubertad y cómo es que los resolvieron con los padres y hermanos o es que los resolvieron solos, si es que puede llegar a ser madre, y me mira como si yo no supiera cortar las verduras porque tuve algún problema de niña y ella como si no hubiese tenido nada de nada, porque sabe cortar bien sus zanahorias y sabe amar bien y tiene un hijo llamado os, yo las corto como si nunca las hubiese aprendido a cortar, a grandes tajadas, a lonjas incompletas, a lonjas con cáscaras, a pedazos de pedazos, a pedazos muy grandes, a grandes recortes, como lo hacen los hombres, eso, cortas como los hombres, me dice, amarás seguro como los hombres, me dice, no sabrás amar, me dice y se ríe y creo que jamás vas a tener un hijo.
    
Su teléfono suena. Es su hijo nuevamente. Ella le pide explicaciones. ¿Por qué me has dejado esa carta en la mesa? ¿Por qué me dices: I know not what tomorrow will bring? ¿os, mi querido os, acaso no vas a volver?
    
  Su hijo le cuelga. Chilla. Llora. Me molesta su llanto por un hijo. Quiero consolarla. No voy a hacerlo.
     Salgo de la cocina. Voy al baño. Regreso y abro una bolsa de arroz.
     Sigue chillando. Me grita: ¿Nuevamente te harás arroz?
     Padre, no le contesto. Espero que esta vez no te quede pegado. Pienso en mi madre, en el arroz de mi madre, que a veces está pegado. Me gusta más así que cuando está graneado. Ella me está mirando ahora y me dice que el arroz graneado se hace así y así y que debo aprender a tostar el arroz antes de ponerlo a cocer, le digo que ya lo sé, le digo que sé que el arroz se hace de esa forma y que no me lo repita, que no me diga cómo es que se hace el arroz, ya que mi madre me enseñó desde niña a hacerlo y que no hay nada mejor que el arroz hecho por mi madre y que el arroz que ella debe hacer es como el arroz que quieren hacer las personas que imitan recetas de moda.
     Piqué todas las verduras, le puse el agua caliente y lo tapé para que se cociera más rápido.
     Me pidió que no me fuera a mi habitación, que el arroz se me podía ahumar.
     Le dije que me lo mirara. Me dijo que tenía cosas que hacer.
     Creo que mi hijo se ha enamorado en Lisboa, me dice. No le contesto. Me voy a mi habitación.
     Lloro como idiota.
     ¡Se está ahumando!, escucho un grito desesperado.
     Por qué no me lo has apagado, le digo.
     Te dije que tenía que hacer cosas.
     Estabas junto al arroz.
     Pero no lo podía mirar, me dijo.
     Quieres que esté todo el tiempo al lado tuyo, pensé. No sabes estar sola, maldita. Abro la olla del arroz y lo pruebo con una cuchara. Ella me mira con desprecio. Me mira como si fuese una guarra, una asquerosa. Lo repetí. Agarré dos cucharadas más. Volvió a mirarme con asco. Volteé la mirada y sentí cómo me clavaba los ojos en la espalda. Como si me persiguiera con sus ojos. Me apuré en servirme el arroz. No dejé que lo mirara del todo, pensé que podía ojeármelo y se me pondría agrio. No dejé que me lo mirara, aunque ella insistió e intentó mirarlo. Hizo un gran esfuerzo para ver cómo es que me había quedado, pero con mi espalda le tapé la visibilidad de mi arroz, que me había quedado como el de mi madre, intenté taparlo del todo para que ella no lo viera por ningún motivo, intenté que no viera ni un espacio de mi arroz y a pesar que ella intentó mirarlo y verlo del todo, no pudo con ello.
     Seguí dándole la espalda, abrí el refrigerador y saqué un par de tomates. Luego un cuchillo y un tenedor. Tapaba mi arroz con todo mi cuerpo para que ella no me lo ojeara. No me agrada que me ojeen mi comida. Salí de la cocina y me fui a mi habitación. Sentí que ella salía de la cocina. Cerré la puerta con llave.
     Ella golpeó la puerta.
     Así nunca te vas a casar, me gritó.
     No le respondí.
     ¿Estás triste?, gritó.
     No le abrí. Subí la música. Massive Attack: «Protection»: This girl I know needs some shelter / She don’t believe anyone can help her / She’s doing so much harm, doing so much damage / But you don’t want to get involved / You tell her she can manage / And you can’t change the way she feels / But you could put your arms around her.
    
     Comí muy rápido. Sentí cada trozo entero por mi garganta, extrañé a os. Me acordé de os y su amor por Pessoa. Grandes mistérios habitam / O limiar do meu ser, / O limiar onde hesitam. / Grandes pássaros que fitam / Meu transpor tardo de os ver. No ha aparecido en Twitter, ni en Gmail, ni en Yahoo, ni en Hotmail. Comencé a comer más lento. Me puse a masticar, sentí el sabor de la comida, hace tiempo que no sentía el sabor de la comida. Ella siempre está deteniendo la posibilidad de que sienta el sabor de la comida. Cada vez que me mira detiene la posibilidad de que sienta el sabor de la comida. No me deja masticar tranquila, no me deja tragar, no me deja sentir el sabor de la comida que me preparo. No me deja mirar mucho a os.
    
Mastiqué dos veces más y sentí nuevamente los pasos. Dejé de masticar y comencé a atragantarme. A tragar a grandes pedazos. Abrí la puerta rápido; pensé que me podría estar espiando. No estaba allí, pero la vi que se alejaba por el pasillo. Entró a la cocina.
     Salí. Caminé por el pasillo. Entré a la cocina con mi plato sucio. Ella miró los restos. Tal vez mi hijo se ha enamorado en Lisboa, me volvió a repetir. No irá a volver. Luego abrió unos ojos enormes sobre los restos de comida. Sentí que quería probarlos. Le pregunté qué tal había estado su comida. Me dijo no he comido aún. Seguro que ella me decía eso para que le diera del arroz que me quedó en la olla. No se lo ofrecí. No le dije nada de lo que me había quedado. Le pedí un táper prestado para guardar los restos.
     Lo voy a usar, me dijo.
     Agarré un plato hondo y puse allí el arroz que había sobrado. Restregué la olla hasta el último resto. Me dijo qué tal me había quedado. ¿Un poco pegado?, agregó. No le dije nada.
     Tal vez mi hijo se enamoró en Lisboa.
     Le di la espalda para lavar. Puse mucho detergente en la esponja. Vi que me miraba con un gesto de reproche. No le dije nada, sólo le di la espalda para que no viera cómo fregaba la olla y me puse a mirar la muralla.
     Por la tarde dormí. Soñé con os. Me llevaba a Lisboa y salíamos con Pessoa a recorrer unos campos. Él me acariciaba la nuca.
     Desperté con hambre y deseos de comer fruta. Abrí la puerta de mi habitación para ver si ella estaba en la cocina. No escuché a nadie. Supuse que ella no estaba. Me apresuré antes de que ella volviese. Abrí el refrigerador y ella había hecho una torta de frutas. Estaba partida ya por la mitad y había arrancado un trozo. Agarré un cuchillo para sacar un pedazo. Me lo metí a la boca. Sabía bien. Escuché la puerta de la casa. Seguro que ella venía y me sorprendería sacándole torta. Me apresuré y me volteé a la muralla mientras masticaba su pastel de frutas. Entró cuando yo aún tenía el trozo de torta en la boca. Sentí que el trozo era demasiado grande para tragármelo. Comenzó a hablarme. No le respondí. Hice una torta de frutas. En mi país la torta de frutas es muy común, me dijo. En mi país comemos muy bien. En mi país no son como la gente de acá. Allá comparten todo. Allá no se esconden para comer. Allá comparten todo. Me tragué el pedazo de torta.
     ¿Qué cocinarás ahora?
     No lo sé.
     Vuelve a sonar el teléfono. Es su hijo nuevamente. Quiero hablarle. Chillan. Le dice que por qué le ha dejado esa frase en su mesa de noche. Que es injusto, que regrese.
     Intenté salir de la cocina y me la encontré cara a cara. Sentí deseos de decirle que se corriera de mi camino, que no volviera a ponérseme tan cerca. Sentí su tufo, su respiración, su corazón agitado, su miedo.
     ¿Lo extrañas?, me dice.
     ¿Tú?
     Extraño mi país, me dijo. No quiero que mi hijo se quede en Lisboa.
     Abrí el armario donde guardaba mi comida. Ella comenzó a mirar mis manos. Miraba el movimiento de mis manos entre mis cosas para comer.
     Saqué un pedazo de pan. Lo abrí con un cuchillo a la vista de ella. No me escondí esta vez. Dejé que ella mirara todo lo que hacía. Pasé el cuchillo lentamente por el pan. Lo abrí lentamente. Cuando estuvo abierto, comencé a palparlo. A acariciarlo con la palma de la mano, como amasándolo. De arriba abajo, arriba abajo. Le saqué la miga con los dedos. Todo lentamente. Puse un dedo dentro del pan, luego otro. Veía cómo su rostro se desfiguraba. Un dedo y otro. Uno y otro. Saqué toda la miga y seguí acariciando el pan. Tal vez se aburriría de mis masajes al pan y se iría a su dormitorio. Me tomé mucho tiempo. A cada caricia, la sentía mirándome. Abrí el queso. Lo corté en trozos. Por cortesía tenía que ofrecerle un trozo de queso. Tal vez me lo aceptaría. No quería que me lo aceptara. Le dije: ¿quieres? Sólo un pedazo, me dijo. Me dio mucha rabia cuando metió su uña en mi queso y sacó un pedazo. Lo saboreó y me dijo está muy bueno. No le dije nada. Se lo tragó. Seguro quería más. Se quedó mirando el resto de queso que me quedaba. Lo partí todo y comencé a metérmelo de a trozos pequeños en la boca. Abrí la mermelada. Eché un pedazo en la mermelada y dije qué rico. Me miró con deseos de querer probarlo. No le ofrecí. Me siguió mirando. Me resistía a ofrecerle. No lo hice. Puse otro trozo en la mermelada. Su mirada seguía mis movimientos. Seguía mi mano. Del queso a la mermelada y luego a la boca. Quería probarlo, seguro. No le dije nada. Me volteé y me puse a preparar mi pan. Queso, mantequilla, un poco de mermelada.
     Me lo comí lentamente. Saboreaba cada pedazo. A veces abría un poco la boca para que viera cómo es que el queso se iba deshaciendo en mi boca. Lentamente. Cómo es que se hacía una bola homogénea de comida. Me miraba hacia adentro de la boca. Seguro veía el bolo de comida que se armaba y deshacía en mi boca.
     Terminé de comer.
     No te vayas a enfermar de tanto comer, me dijo. Te podría dar un cálculo biliar. Así nunca vas a enamorarte.
     Salió de la cocina. Se encaminó hacia su habitación. Antes de salir de la cocina agarré un trozo de pastel de frutas y me lo eché a la boca. Me lo comí rápido.
     Me fui a la habitación. Me conecté, hablé con algunos amigos. Navegué por algunas recetas de comidas.
     Ella chilla de lejos.
     os ha desaparecido en Lisboa. No aparece en la red. Me duermo. Sueño con os. Tenemos un hijo, dos, seis con os. Despierto.
     Despierto.
     Despierto.
     Despierto.
     Escucho sus pasos desde lejos. Se meterá de seguro en mi habitación. Busco un papel y escribo la frase. Escribo miles de versos. Me iré lejos. Debo irme de aquí. Me tiene aburrido. Esta mujer me aburre. Todo el día me persigue. Me tiene cansado. No quiero volver a vivir con ella. Siempre me sigue, siempre me dice qué hacer. Pienso en alguna frase. La escribo. No siempre es fácil escribir. A veces estamos en blanco. I know not what tomorrow will bring. I know not what tomorrow will bring. Siento sus pasos por la casa. Se la dejaré en su velador y pienso partir cuando ella salga de compras. Escribo en mi libreta. Siempre se pasea. Siempre mira qué es lo que como. Me espía cuando regreso tarde.
     Siento pasos en el pasillo. Ella debía venir a buscarme. Sus pasos fueron cada vez más fuertes. Sentí miedo. Ella golpeó la puerta de mi habitación. ¿Te harás comida? ¿Te harás algo de comida?
     Quiero irme a Lisboa. No quiero volver a verla.
     Aló.
     ¿Qué haces?
     Escribo.
     ¿Sí?
     ¿Qué haces?
     ¿Qué quieres?, estoy ocupado.
     ¿Qué haces ahora?
     Escribo.
     ¿Te prepararás algo más tarde?
     Escribo.
     ¿Qué escribes?
     Creo que voy a salir.
     No salgas, es tarde, puede pasarte algo.
    
Salgo. Antes de irme lejos cocinaré algo. Salgo a buscar verduras para cocinar. Paso por unos cinco basureros del barrio. Uno que está fuera de una pastelería, otro de una frutería. Abro uno, no hay nada. Abro el segundo. Hay un olor a podrido. Lo cierro rápido. Tengo hambre. Seguro alguien ha tirado carne allí. Busco el tercero. No hay nada. El cuarto, huesos de pollo. Qué asco. Amo a una mujer. Levanto la vista. Un hombre me pregunta cómo me llamo. Alberto, le digo. ¿Qué haces? Busco comida. Vivo con mi tía abuela y busco qué podríamos comer. Vete a trabajar, mugriento, escucho. Idiota, escucho, déjalo tranquilo, es un pobre campesino casi sin estudios formales, sólo cursó la instrucción primaria, vive con su tía abuela, que lo persigue por la casa para que no coma mal, mira lo que cocina, lo tiene hastiado. Lo persigue todo el día, dicen por el barrio.
     Ambos hombres me miran.
     Ella también ha salido al balcón a observar por qué ellos me gritan afuera. Siento cómo me observa desde arriba del balcón. Me observa demasiado. Me observa siempre. Creo que exagera. Creo que debería intentar disimular al menos. Intento esconderme de su mirada. Dejo de buscar en los tachos. Entro a la frutería. Miro cada grupo de frutas. Agarro un kiwi y lo huelo. Lo dejo. Luego una naranja, un durazno, los dejo, una papaya. La dejo. No compro nada. La mujer de la frutería me mira enfadada. Me dice si llevaré algo. Le digo que lo pienso. No tengo nada de dinero. Camino. Camino. ¿Dónde están todos? ¿Qué se ha hecho de todos ellos que, porque los vi y volví a verlos, fueron parte de mi vida?
    
 Mañana también estaré todo el día en la calle. Quiero desaparecer. La mujer me tiene hastiado. No volveré jamás a casa. Desapareceré yo de la Calle de la Plata, de la Calle de los Doradores, de la Calle de los Lenceros. Mañana, también yo —el alma que siente y piensa, el universo que soy para mí—, sí, mañana yo también seré el que dejó de pasar por estas calles, el que otros vagamente evocarán con un «¿Qué será de él?». Quiero huir de una vez de esa mujer.
     Camino por la ciudad, me canso. Tal vez debería regresar por mis cosas a casa. Camino. Llego al edificio. Subo despacio. Está abierta la puerta de casa. Pareciera que ella salió corriendo por algo. Tal vez huía de alguien.
     Ella no está. Son las 3:00 am y no ha regresado.
     ¿Dónde están todos? Qué raro. Ella siempre está. Tal vez le ha pasado algo.
     Algo puede haberle ocurrido.
     Escribo en mi cuaderno de apuntes:
     I know not what tomorrow will bring (No sé lo que traerá el mañana…).
     Lo borro. Pongo abajo del tachado: Hay suficiente metafísica en no pensar nada.
     Cierro la libreta de apuntes. Abro la que está al lado.
     I know not what tomorrow will bring (No sé lo que traerá el mañana…).
     Saco el papel y lo dejo en su velador. Lo encontrará cuando llegue, pero ya me habré ido.
    
 Me voy a la cocina. Abro un paquete de fideos. Abro una salsa de queso. Una crema. Voy a prepararme mis fideos favoritos. Saco un queso rallado. Pongo a hervir el agua. Le pongo una pizca de sal. Orégano. Un ajo. Ella seguro vendrá a mirarme. Disfruto que nadie me mire ahora. El agua hierve, abro la bolsa de fideos, la meto completa. Pongo un poco de aceite en el sartén, un poco de ajo. Enciendo la llama. Pongo la salsa de queso, la crema, orégano. Subo la llama. Revuelvo. Apago los fideos. Apago la salsa. Le pongo encima un poco de queso rallado. Siento unos pasos. Escurro los fideos. Los pongo en un plato. Arriba la salsa. Más queso. ¿Qué le habrá pasado? Tal vez algún familiar sufrió un accidente. No quiero que ella venga. Más orégano. Más de todo. No voy a voltearme. Siempre me mira. Me meto una cucharada enorme en la boca, otra y otra. Me meto tres y cuatro cucharadas enormes en la boca. Trago. Bebo agua. Otra. Trago. Bebo agua. Otra. Trago. Bebo agua. Trago. I know not what tomorrow will bring (No sé lo que traerá el mañana…). ¿Qué habrá querido decir con eso? Trago. Bebo agua. Trago. Bebo agua. Trago. Trago. Bebo agua. ¿Lo amaré? Me como todo el plato de fideos. Agarro la olla. La raspo. ¿Por qué no volverá os? ¿Dónde están todos? Me como el raspado. Trago. Trago. Raspo. Trago. Raspo. Trago. Raspo. No debería comer así. Me han diagnosticado cólico hepático. Ella no viene. Trago. Raspo. ¿Lo amaré? Trago. Raspo. Acabo la olla. ¿Debería irme lejos? Dejo la olla en el lavaplatos. Tal vez ella ha muerto. Me volteo. ¿Lo amaré? Suena la puerta. Es raro que no llegue aún. Bajo. Sigue sonando la puerta. Menos mal, ya debe ser Alberto. Debe ser Alberto que ya regresa de sus paseos por Lisboa. Buenas noches, buscamos a la tía abuela del señor Benardo Soares. Lo siento. Es decir, lo sentimos mucho, mucho. Siento decirle que su sobrino nieto ha muerto anoche de un ataque biliar. Dicen que caminaba por algunas calles centrales. Estaba tirado en el suelo cuando lo encontramos. Lo sentimos mucho.

 

 

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