La bala del revólver (fragmento) / Ignacio Fritz

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Adela Domínguez Iriarte no deseaba enterarse de lo que hizo su marido al momento de fallecer. Iba a ser una excusa perentoria para conversar con el cabo segundo Julián Espejo Cañas. Sentíase magnetizada ante él. Había algo en su hablar, en sus modos: un je ne sais quoi —llamémosle encanto; un encanto afortunado, mágicamente delicioso. Adela Domínguez Iriarte consideraba que el uniformado era el único que podía guardar un secreto. Daba lo mismo si era un secreto bueno o malo. Un hilillo de sudor helado recorrió su adolorida espina dorsal. Experimentaba una sensación de adolescente ante el posible novio. No pudo evitar recordar una canción que dice: «Pensar que ese hijo tuyo / pudo haber sido mío».

     ¿Fue Caín Domínguez Flores el que ejecutó a Sartoris Rausch?
     Adela Domínguez Iriarte se fue minutos después de haber dialogado con el cabo segundo Julián Espejo Cañas. Cazó un colectivo negro-amarillo en Amunátegui con Catedral. Llegó a su hogar en diez minutos porque hubo embotellamiento en la hora pico. El tráfico había sido una larga serpiente de luces que avanzaba con dificultad, acelerando y frenando. Los automóviles parecían dibujados sobre el asfalto.
     En la cocina se preparó una hallulla con mermelada de mora. Balanceó su estómago con una tacita de quitapena sin azúcar. Al fondo del living había un auténtico reloj de péndulo sobre un oscuro mueble inglés. Adela Domínguez Iriarte dedicóse a relajarse lentamente. Experimentó una sensación de jet-lag. Soltó los músculos del cuerpo. Se durmió en un sofá capitoné de género brocado que delataba un pasado de gastos onerosos. Comenzó a roncar como un trombón.
     La casa de Adela Domínguez parecía un mausoleo. El aroma a cera pasada con virutilla entraba a las napias dando un toque de nostalgia rimbombante. Arriba de la chimenea había fotografías. Correspondían al fallecido mayor de Carabineros de apellidos Sartoris Rausch. A la izquierda había una fotografía de Caín Domínguez Flores. Sus ojos delataban que tenía la sangre de los Domínguez: el-fluido-vital-rojo-de-puros-sacacuartos.
     Imperturbable, el ocaso comenzaba en la caída de la noche. La calle se llenaba de pitos, frenazos y humo de exostos. Igual, después, el aire estaba fresco y diáfano, y las estrellas muy brillantes. El fresco animaba a salir del encierro hogareño de tumba. Adela Domínguez Iriarte contuvo la respiración a la salida de su arreglado lar. Se paró allende en el patio jardín con ficus frutecidos y brotes de bambú ilusoriamente salvajes. Comenzó a regar las plantas para espantar los ramalazos de nostalgia y desdicha. Había una fuente que se iluminaba en el centro del patio jardín siempre y cuando la encendieran. La prendió con un interruptor. Terminó de irrigar en veinte minutos. Cerró su casa con llave. El cielo se puso denso y de un gris profundo. Caminó desde Santa Filomena hasta ver el terroso río Mapocho. Llamó al retén embutida en una extemporánea caseta telefónica maloliente —esa malvada invención para hablar que convierte las características en caricaturas: el teléfono es a la voz lo que la fotografía a las facciones.
     Pidió hablar con el cabo segundo Julián Espejo Cañas:
     —Cabito Espejo, llamo para recordarle la cita en mi casa hoy a las veintidós horas.
     —Queda poco para las veintidós… Pedí permiso. Como le conté antes, hoy me tocaba turno de noche —dijo con un tono apagado, aunque por debajo había una ansiedad que trataba de disimular malamente.
     —Gracias por su comprensión.
     —No hay de qué. Su salud no está para que venga dos veces en el mismo día al cuartel, por lo que en su casa contaré lo referente a la muerte del mayor Sartoris Rausch.
     —A las veintidós. Cuídese —al otro lado del hilo telefónico, Espejo Cañas colgó el auricular en la horquilla. Se quedó mirando el teléfono; un acto no sólo inútil sino estúpido.
     Adela Domínguez Iriarte entró a un almacén. Compró unos mendocinos de chocolate y manjar. Volvió a Santa Filomena. Entró a su casa. Encendió las luces y se recostó en el sofá capitoné de género brocado. Comenzó a esperar con la ansiedad del presidiario que aguarda las morosas cartas de su novia.
     Para personas como Adela Domínguez Iriarte, Bellavista era un barrio bullanguero y febril. En la misma cuadra vivía un viejo matrimonio holandés, cuyas edades, sumadas, pasaban del siglo y medio.
     Desde la muerte de Sartoris Rausch, las mañanas eran tristonas y, sobre todo, aburridas y vacuas. Compraba flores azules en una pérgola de avenida Santa María. Tomaba una micro para llegar al Cementerio General. Visitaba la tumba del mayor Sartoris Rausch. Lloraba porque se encontraba culpable. Rara vez visitaba el féretro de algún familiar que no fuese su marido. Meditando, transcurrió el tiempo.
     Una campanilla eléctrica —cual timbre— tañó en el interior de la casa. Por un ventanal vio, sin uniforme, al cabo segundo Julián Espejo Cañas. Parecía recién duchado. Con su camisa de crespón malva, tenía trazas de no estar en su sitio. También exhibía un traje negro de hechura fina y su chaqueta abierta parecía bien adaptada a su cintura. El cabo segundo Julián Espejo Cañas observó sus pantalones de anchas valencianas que, amplios, caían sobre sus zapatos, los mismos que usaba con el uniforme. Con la ropa disimulaba ciertas características físicas.
     Adela Domínguez Iriarte lo dejó entrar. Lo recibió con su acostumbrada blandura, suave la piel, acolchados sus miembros por su carne amable, tibia por dentro, un muelle en que atracar.
     Le preguntó:
     —¿Quiere un mendocino?
     —Si no es molestia. No he cenado aún. Estoy hambriento como un colegial —dijo Espejo Cañas.
     Adela Domínguez Iriarte volvió de la cocina con una bandeja, servilletas, una botella desechable de Sorbete Letelier —de cherry natural—, dos vasos con motivos florales y los mendocinos de forma circular, de gustoso aspecto. Acomodó todo en una mesita de estar.
     Se sentó frente al cabo segundo Julián Espejo Cañas.
     —¿Cómo empezar? —preguntó el carabinero.
     —¿Sobre qué? —replicó obnubilada.
     —Lo que hizo su marido, mi mayor.
     —¿Me disculpa?
     Adela Domínguez Iriarte se encaminó al baño para tranquilizarse y arreglarse per speculum in enigmata. De modo que cerró con llave la puerta. Se miró al espejo. Sentíase demacrada, dolida: un vejestorio. Pensó otra vez si sería prudente contarle el «secreto» al cabo segundo Julián Espejo Cañas. Infló y desinfló sus pulmones. Dejó correr el agua del lavamanos. Tiró la cadena del escusado. Dio vuelta a la llave de la puerta y caminó, sin apremios, al living. Finalmente no podía tranquilizarse ni arreglarse.
     El cabo segundo Julián Espejo Cañas masticaba un mendocino.
     —Sírvase bebida —dijo ella llenando un vaso.
     Julián Espejo Cañas fisgoneó los muebles. Pidió:
     —No mucho, por favor.
     —Es mejor que la Coca-Cola, pero tiene mucha azúcar —opinó Domínguez Iriarte.
     Se perdió un lapso de silencio.
     —Doña Ade… la. Sé que es difícil comprender la muerte de su marido. Usted siempre me lo ha dicho y hoy será como un desenlace. ¿Por eso nos visitaba en el cuartel?
     Adela Domínguez Iriarte vislumbró una fotografía en la que condecoraban al mayor Sartoris Rausch. Se santiguó. Invocó a todos los santos del cielo e imploró su ayuda íntimamente. Se paró frente al cabo segundo Julián Espejo Cañas. Dejó deslizar su vestido hacia el suelo de madera. Quedó en sostenes y una enagua que tapaba sus cuadros. El cabo segundo Julián Espejo Cañas se levantó y acercó su boca a la cara de la viuda. La besó cien veces. Después, Adela Domínguez Iriarte lo miró con una sonrisa de inefable placer y satisfacción.
     —Hágame el amor —pidió con esa frase sentenciada por la moral—. Hágame lo que nunca me hizo el finado Sartoris Rausch.
     El cabo segundo Julián Espejo Cañas la abrazó con el fervor de un rendido y venturoso enamorado.
     Preguntó:
     —¿Era por eso que me venía a visitar todos los días? —su mano morcilluda con dedos redondos, regordetes e inquietos, manoseó el busto derecho de la viuda.
     —En realidad… Era mi excusa para decirles un secreto que he guardado desde la muerte de Sartoris Rausch.
     —¿Un secreto…?
     —Sobre su muerte…
     —¿Sabe cómo fue? ¿Se la contó el teniente Herrera?
     El cabo segundo Julián Espejo Cañas apartó la mano morcilluda.
     —Siga tocándome —solicitó entre suspiros—, Espejo Cañas. Sigue tocándome, Espejo Cañas.
     A trompicones, fueron al cuarto en donde Adela Domínguez Iriarte dormía, atribulada, cada noche. Fornicaron tímidos, inexpertos, como adolescentes inveterados y primerizos. Luego Adela Domínguez Iriarte se sintió con diez años menos. El cabo segundo Julián Espejo Cañas —después del encuentro sexual— encendió un cigarrillo turco proveniente de una pitillera cromada.
     Adela Domínguez Iriarte confidenció tendida en la cama igual que él:
     —Ahora me siento más libre —comenzó a vestirse—. Yo sé que Sartoris Rausch se suicidó en el tiroteo.
     —¿Qué? —Espejo Cañas botó el humo azulado—. Explique…
     —¿Cómo cree que murió mi marido?
     —Una bala calibre 44 en plena sien derecha. Disparada a bocajarro por un delincuente que se dio a la fuga y que no hemos capturado todavía.
     —¿Sabe el porqué del disparo, mi cabito?
     —Fue un antisocial. Las pruebas de balística reafirman lo que nosotros, los del cuartel, pensamos.
     —Tengo una historia demasiado larga para contar sobre mi sobrino, Caín Domínguez Flores.
     —¿Su sobrino? ¿Caín Domínguez Flores es su sobrino? He oído hablar de él…
     —Era el único hijo de mi hermano Gastón Domínguez Iriarte.
     —De él me habló en el funeral del mayor Sartoris Rausch.
     —Hijo que tuvo con una damisela de poco fiar. Cuando murió mi hermano, encontramos unas cartas que relataban con exactitud la existencia de un ser que era su primogénito. ¿Cómo supimos de quién se trataba? Sartoris Rausch detuvo a Caín Domínguez Flores cuando éste tenía diecisiete años. Casi un joven. Ahí nos enteramos de que era hijo de mi hermano.
     —¿Cómo?
     —Es el secreto —dijo Domínguez Iriarte—. Un secreto muy largo. Tal vez no vale la pena explicarlo.
     —¿En qué año fue?
     —…de ahí en adelante criamos al joven que tenía malas costumbres. Malísimas. Nunca lo hicimos entrar en vereda. Igual Caín Domínguez Flores tenía la dirección de la casa en la que yo vivía con mi hermano Gastón, su padre, antes de que me casara con Sartoris Rausch. No sé cómo se la habrá conseguido. Amistades del hampa, seguro. Con el tiempo, Caín Domínguez Flores se transformó en maleante. Feísimo. De pura suerte mi marido dio con él. Sartoris Rausch lo detuvo cuando robaba parlantes de auto en 10 de Julio Huamachuco.
     —¿Ratero rasca?
     —Mi marido lo encubrió. Encubrió a Caín Domínguez Flores. Caín cayó en el narcotráfico…
     El cabo segundo Julián Espejo Cañas arrugó la cara. Dijo:
     —Se sospecha que la bala que mató al mayor fue gatillada por un mafioso de una banda de narcos…
     —Mimé mucho a mi sobrino Caín Domínguez Flores. Sartoris Rausch trató de encauzarlo por el camino del bien y del Señor, pero no pudo con las malas costumbres de Caín… Lo encontramos maleado.
     —¿Lo conocían de antes?
     —No.
     —¿El mayor quería que Caín fuera un hombre de bien?
     —Era como un hijo. Recuerde que empezó a vivir con nosotros después de que Sartoris Rausch lo detuviera por los robos de parlantes en 10 de Julio Huamachuco…
     —¿Qué tiene que ver con la muerte del mayor? —preguntó atolondradamente Espejo Cañas.
     —Usted sabe cómo fue Sartoris Rausch. De férreas costumbres disciplinadas. Mucho tenía que aguantar tratando de aceptar a mi sobrino. Tan diferente. Tan chico y tan delincuente.
     —¿Y?
     —Dejé hacer y deshacer a Caín Domínguez Flores. Le pedí a Sartoris Rausch que le regalara el pistolón del que hablábamos en la tarde. Igual Sartoris Rausch guardó su bala de la buena suerte: la bala del revólver.
     —No encacho, doña Adela —dijo preocupado Espejo Cañas—. ¿De dónde habrá sacado ese pistolón que le vi una vez? ¿El pistolón tan grande como mi brazo?
     —Caín lo iba a matar. Iba a dispararle cuando comezó el festival de balas. Sartoris Rausch iba a detener a la banda de Caín Domínguez Flores. Pero Caín lo engañó. Caín casi le dispara a mi marido. Sartoris Rausch le pidió que lo dejase morir como un hombre de honor. Le pidió suicidarse.
     —¿Motivos?
     —Como dije: honor. No iba a permitir que Caín lo matara en la balacera. «Si quieres matarme, Caín, deja irme con estilo, con pundonor. Déjame suicidarme con mi bala de la buena suerte… No me mates tú… Hazme ese último favor como el hijo que fuiste alguna vez», se supone que dijo Sartoris Rausch a mi sobrino Caín.
     —¿Caín le contó la historia?
     —Naturalmente.
     —Sartoris Rausch nunca nos dijo que esa tarde íbamos a desarticular una banda de delincuentes comandada por su propio sobrino.
     —Por eso los visitaba yo. En un principio les iba a contar a todos. Después tuve más confianza con usted, amor mío. ¿Qué hará?
     —¿Qué podría hacer?
     —Usted es de la Institución.
     —Lo soy —pausa—. Nunca ha sido bueno remover la tierra solidificada. Caín Domínguez Flores y sus secuaces están… presos.
     —Caín Domínguez Flores no está preso.
     —Mmm…
     —¿Quién me perdonará?
     —La procesión irá por dentro para usted. Yo la perdono, amor mío. Sartoris Rausch no iba a permitir que su propio sobrino lo matase. Sabía que no saldría vivo del tiroteo. Lo más honorífico fue morirse con un suicidio que pasó por asesinato. Caín Domínguez Flores es capaz de robarle los dientes de oro a su propia madre.
     —Con la bala del revólver —terminó Domínguez Iriarte—. Sí, prefiero la libertad a la justicia. No creas la verdad. Cada asesinato revela la inexistencia del humanismo. A la sociedad le interesa el muerto en función de que pueda encontrar al asesino y hacer un castigo ejemplar…
     Con coraje, franca, Adela Domínguez Iriarte expió su pesar, su falta grave. Pensó que había sido el juego de una mágica ilusión; pero hechos reales y palpables tiraban por tierra esta suposición. Terminó de vestirse. Una campanilla eléctrica —cual timbre— tañó en el interior de la casa.
     Tratábase de Caín Domínguez Flores. Ella dijo:
     —Cuando se defiende la ley la bala del caco se vuelve algodón de azúcar.
     El cabo segundo Julián Espejo Cañas finiquitó:
     —Puede ser. Lo que usted busca está más allá del propio crimen y creo que tiene que ver con su propia vida. ¿Quién tocará el timbre? —y supo que esa misma noche todo cambiaría.

 

 

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