On the rocks

Daniel Ruiz

Sevilla, Andalucía, 1976. Su libro más reciente es Mosturito (Tusquets, 2024).

ON THE ROCKS

Papá no soporta a la abuela, pero ahora sé que es mutuo. Siempre está criticando que, a pesar de su diabetes y de su hipertensión, nunca para de comer. Come a todas horas, y cada vez está más gorda, dice. Incluso la imita, cuando mamá está arriba, ayudándola a ponerse el pijama para dormir. Papá imita a la abuela pero en verdad parece que imita a un elefante cansado. Incluso se le escapa, algunas veces, lo de puta vieja.

Ahora que estamos en el apartamento de la playa, y que la abuela pasa con nosotros las vacaciones, es inevitable que haya roces. Y que la abuela le reproche que descuida a su hija porque bebe demasiado, a todas horas durante el día y sobre todo, por la noche, su repugnante whisky con hielo. On the rocks, la corrige papá, sin perder la sonrisa cínica, agitando los hielos en su líquido castaño.

Creo que, sin querer, yo le he dado la idea a la abuela. Fue cuando vi, arriba, en su mesilla de noche, su dentadura hundida en un vaso de agua. Al mover el vaso, el sonido era muy parecido al que papá hace con su whisky on the rocks. Suena igual que la bebida de papá, le dije.

La abuela ha sacado a cinco hijos adelante, ella sola, porque enviudó pronto. Siempre la recuerdo gorda y cansada, pero al parecer no fue así toda la vida. Mamá dice, de hecho, que tiene un fino sentido del humor. Pero a papá le cuesta encontrárselo. Esta noche, a la hora del whisky, la abuela vino a despedirse antes de subir a dormir. Incluso le dio un beso a papá. A los pocos minutos, desde aquí abajo hemos escuchado sus risotadas. Qué coño le pasa a la puta vieja, ha dicho papá, mientras mamá corría hacia arriba alarmada. Todavía estaba agitando el whisky en su vaso: aún ignoraba que esta noche la sonrisa de la abuela no tenía dientes. El sonido, en efecto, era similar.

NI UN SELFIE MÁS, POR SU VIDA

El médico fue rotundo: si seguía con aquello, acabaría desapareciendo. El diagnóstico era claro: su tejido celular se estaba descomponiendo, migrando a píxeles. Aquella era la razón de que los selfies de Instagram tuvieran un color cada vez más intenso, sin necesidad de filtros, y en cambio su propio contorno estuviera decolorándose, volviéndose gaseoso. «Ni un selfie más, por su vida», concluyó el doctor.

La prescripción médica llegó, además, en el peor momento. Porque al día siguiente tomaba un crucero con su novia. Venecia, Mykonos, Santorini, cómo resistirse a la tentación. Delante de impresionantes calas, en los copiosos desayunos del crucero, ante un avistamiento de delfines, contuvo su deseo de echar mano al móvil. Durante la última noche a bordo, sin embargo, no pudo más y explotó: los abrazos de su novia no eran consuelo para tamaña desolación.

Había dejado el tabaco, después de fumar durante dos décadas. Esto era distinto. El mundo pasaba por delante de él, pero él ya no estaba. Teniendo una cuenta en Instagram, resultaba imperdonable.

Pero todo se juntó aquel día: era el último sábado de las vacaciones, estaban en Bolonia, habían tomado algunos cubatas, atardecía. Así que no pudo resistirse: de espaldas a la multitudinaria puesta de sol, se miró por última vez en la cámara de su móvil y disparó.

Fue un espectáculo maravilloso: decenas de móviles congelando el instante en que el sol, antes de ponerse, atravesaba un cuerpo traslúcido, fantasmagórico, sosteniendo un smartphone en el aire, como flotando.

Pero ninguna instantánea como la de su propio selfie. Alguien tendría que decírselo a su médico: está más vivo que nunca, allí, en su última foto de Instagram. Hasta su novia lo reconoce: es su mejor retrato, está inmejorable.

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