Resurrección

Antonio Orihuela

Moguer, Andalucía, 1965. Uno de sus libros más recientes es Camino de Olduvai Poesía: 2014 -2019 (Irrecuperables, 2023).

Para Carlos Martínez Rentería

Xocotl Uetzi, el tiempo de la caída de los frutos,
el tiempo de los difuntos,
el tiempo de regresar,
el tiempo de los viajes a Mictlán
junto a este perrillo de color bermejo
que ha tenido muchos nombres con los siglos:
Anubis, Argos, Cerbero, Techichi, Bran,
Xoloitzcuintle, Rokydor,
pero que ahora tiembla de abandono y soledad
a las tres de la mañana
en la avenida Revolución de Tijuana
junto a este río seco
que convierte en polvo a los que, sin permiso,
intentan atravesarlo.

En su ribera alambrada
construyo con las voces de otros,
canto contra el sinsentido de la flor
que quedó al otro lado,
llevo ofrendas de cempasúchil
y pobres calaveras de amaranto
que resplandecen en los altares
y enlazan los tiempos para consuelo
de los ojos del que mira,
de la mano que recompone un crisantemo,
de la boca que aspira el humo de un cigarro
como si fuera el último de esta vida.

Mi pulsera roja y negra
lleva inscrita una leyenda huichol
que dice que soy un enfermo,
un viajero que perdió su alma en la estación Mar de Cristal de Madrid,
y la busca en la estación Misterios del metro del D.F.,
en la estación Andalucía de Medellín,
en la estación Espanya de Barcelona,
en la estación Europaplein de Ámsterdam,
en la estación Cais do Sodré del metropolitano de Lisboa,
en la estación Les Pavillions sous Bois del métro de París,
en la estación Green Park del underground de Londres,
en la estación Chandni Chowk de New Delhi,

porque soy un desierto
y el perrillo que debía acompañarme hasta el reino de los muertos
hace tiempo que me abandonó
y no sé si está vagando por el Cerro Bola de Ciudad Juárez
atraído por la presencia luminosa
de una figura gigantesca de Homer Simpson
o se ha perdido en una orgía
con todas las putas de Televisa y televisión Azteca,
o carga el Santo Sepulcro
en la Semana Santa de Medellín
y en cuanto termine
volverá a ejecutar desahucios
y a explotar al pueblo que desprecia,
porque eso es el poder,
cargar con el Santo Sepulcro un día
y aplastar a los más cándidos,
a los más humildes, a los más generosos,
a los que no tienen manera de defenderse
el resto del año.

Tal vez mi perrillo sea esta chiquilla
que cocina entre la mugre
debajo del puente del Portón de Sabaneta
y me entrega, con sus manos tiznadas,
una toallita perfumada
y me dice que es muy buena para limpiar
las impurezas de la piel,

o este vómito, esta trampa de la izquierda
que no es más que la otra cara del poder,
su pesadilla, el purgatorio
del infierno de los capitalistas:

Camino Verde o Aguascalientes,
Barrio de Salamanca o Camino Alto de San Isidro,
El Poblado o Comuna 13,
Centro Habana o Varadero,
Lomas de Chapultepec o Tepito,
Las Tres Mil o el Aljarafe,

o esta conciencia que dice que cuando muera
no se quedará muerta.

En cualquier caso
mi perro es un héroe,
un reformador social,
un político que no sonríe,
un tipo que hace lo correcto,
un hermano, un abrazo, un vestido
levantado hasta las nalgas,
un amor que aún huele en mi cerebro.
Yo debo encontrar este perrillo
o tal vez yo soy este perrillo que busco,
este perrillo que no sabe vivir sin esta desazón
que algunos confunden con el amor,
que no sabe vivir sin este espejo, este orden, este malestar.

Tal vez este perro sólo sea un poema,
un poema que habla de la revolución de los perros
que querían cambiar los corazones
para poder cambiar el mundo.

Esa ilusión generosa,
esa gracia de florecer,
esa miseria desesperante,
esa necesidad, ese alegato, ese propósito, esa pasión,
esa locura, ese compromiso radical
con la transformación individual
que dice que cambiando de vida
se transforma el mundo.

La bandera roja del trabajo
ya trajo suficiente horror al mundo,
¿pero qué bandera será la que traiga
solidaridad, libertad y poesía?

Tal vez este perrillo no exista en el tiempo
ni esté en el espacio
sino que el espacio y el tiempo están en él
igual que están en mí los nueve infiernos de los nahuas,
las veintiocho dimensiones de las supercuerdas,
la materia y la antimateria de la que hablaba el Bhagavad Gita,
el espejo sin polvo y sin espejo de Dogen,
el océano de la conciencia que replica lo real como si lo fuera
y que en la misma medida
nos impide comunicar lo extraordinario,
nos condena a guardar silencio
sobre el propósito de la vida
en esta danza de las formas,
este holograma de otros hologramas
donde permanecemos atrapados en una ilusión perpetua
contra la que no dejamos de luchar
de tan real que se nos aparece.

Todo está lleno de señales
y lo esencial es despertar a las señales
donde brilla la eternidad,

puertas que dan a escondidas puertas
no escondidas,
a invisibles puertas visiblemente ocultas,
puertas y más puertas
que cruzamos sin verlas.

También yo soy este perrillo que tiembla,
pues teme por todo lo que no fue en el mundo sino ilusión,
caducidad, apariencia que se desmorona,
formas ahora absurdas
sin más objeto que girar
confundidas en el centro de un caleidoscopio
que miramos a la vez que formamos parte de él
desde la remota conciencia
zambullida en la totalidad.

Busco un perrillo que carece de solidez,
hace tiempo que descubrí que en esa búsqueda
no hay ni causa ni efecto,
que el tiempo no se mueve en mí en línea recta,
que sigo a oscuras mientras fumo
en el rellano de una escalera
en la colonia Churubusco Tepeyac
y la luna llena vierte su luz
sobre la Ciudad de México.
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