TRADUCCIÓN DEL PORTUGUÉS DE JOSÉ JAVIER VILLARREAL
Beira, Mozambique, 1955. Este es un fragmento de A Cegueira do Rio (Fundação Fernando Leite Couto, 2022). Uno de sus libros más recientes es El mapeador de ausencias (Alfaguara, 2022).
El río quiere salir del agua.
Quiere salir del agua, pero tiene los ojos vendados,
tiene los ojos vendados con dos trozos gruesos de tela, uno de cada lado.
Todos sabemos: la ceguera del agua es una mentira.
Todas las noches el río se levanta y vuelve a ser nube.
Leyenda de Madziwa
Apoyado en el cipayo Nataniel Jalasi, el sargento portugués Bruno Estrela se arrastró por la margen lodosa del río Rovuma. Le costaba caminar. Traía un continente agarrado a los pies. Para los europeos, el Rovuma era una frontera separando el «África Oriental Portuguesa» del «África Oriental Alemana». Para los africanos, el río era una mujer que se preñaba con las grandes lluvias.
La verdad era esta: ambas márgenes eran habitadas por gente que, todas las noches, le rezaba a los mismos dioses. El río escuchaba los rezos y volvía a ser nube.
—¿Qué día es hoy? —preguntó el sargento, los ojos entrecerrados por el destello de las aguas. El cipayo hizo gesto de responder. Se quedó en la intención. Era el día veinticuatro de agosto de mil novecientos catorce. En el puesto militar de Madziwa, los días nacían todos sin vida. El cipayo procedió como se hace con los mortinatos: no se les da nombre. Y así ellos aún pueden nacer.
El acuartelamiento ocupaba la cima de una loma que dominaba la vasta planicie por donde, en la estación de lluvias, el río se derramaba. La cabaña donde vivía el sargento estaba cercada por un extenso balcón hecho de madera y suspendido sobre troncos de mbawa. A unos pocos metros, ya en el límite de la selva, habían construido dos grandes palapas donde dormían nueve cipayos. Alrededor del puesto fueron abiertas trincheras reforzadas con sacos de arena. Madziwa era un poblado más tendido que un río. En los momentos de neblina no se veía. Los viajeros pasaban por la aldea como si caminasen entre nubes. Los naturales de la aldea decían: vivimos en la seca. ¿Dónde iremos a cavar nuestras tumbas?
2
Athawa mfuu yake yomwe.
El hombre huye de su propia voz.
Proberbio nyanja
Aquella mañana, con la mano como visera sobre los ojos, el sargento Estrela escudriñó la otra margen del Rovuma. Hacía semanas que le dolía la luz de los trópicos. Una misteriosa dolencia le había empañado la visión. No dejaba de ser irónico: estaba casi ciego el militar a quien Portugal le confiara el control de la más vulnerable de sus fronteras.
—¿No me vas a decir qué día es hoy? —volvió a indagar el portugués.
La pregunta era retórica. El sargento Estrela no tenía ningún interés ni en la guerra ni en el calendario ni en cualquier otro asunto.
Seis meses habían transcurrido desde que llegara de Lisboa para comandar el puesto de Madziwa, en el Norte de Mozambique. Después de todo ese tiempo, el sargento quería sólo escuchar a alguien que hablara en su lengua. El cipayo Nataniel dominaba cuatro idiomas: portugués, CiYao, CiNyanja y Emakwa. Para los oídos anhelantes del sargento, el acento del africano sonaba como el de la lejana gente de su pueblo natal.
Discurso del cipayo Nataniel Jalasi
Soy el cipayo Nataniel Jalasi. Es verdad lo que
aquí se cuenta. El día veinticuatro de agosto, el
sargento Bruno Estrela se acercó lenta-
mente al río como si fuera la primera vez que
caminaba. Muchas veces me dijo: en África el
suelo es muy antiguo, pero los caminos son siempre
recién hechos. La razón es simple: las veredas
desaparecen en la estación de lluvias. Personas y
animales los hacen renacer, temerosos garabatos
del polvo.
Los europeos no creen —y yo mismo, que
soy africano, tengo mis dudas— que el río
todas las noches se levante del lecho. Con el portu-
gués sucedía lo contrario: el hombre no despegaba los
pies del suelo. Poco a poco, fue dejando de aven-
turarse más allá de los límites del puesto. Por más que
llevase una escopeta, se sentía desarmado.
Por más que caminase solo, tenía la certeza
de que estaba siendo observado.
Poco a poco, los temores del portugués acabaron
por contaminarme. Yo, Nataniel Jalasi, africano
congénito y vitalicio, comencé a sentirme un
extraño en África. Mi recelo era que
mis hermanos dejasen de reconocerme. Algunos
ya me llamaban muzungo. De algún modo,
tenían razón. Una parte de mí comenzaba a ser
de raza blanca. Esa parte había sido bautizada,
se arrodillaba en la iglesia, rezaba en portugués y
se avergonzaba de esos otros dioses que desa-
marraban las lluvias y bendecían las cacerías y las
cosechas. Quién sabe si mis hermanos tuviesen
razón: había una raza que se evadía de mi cuerpo,
de la misma forma que el río escapa de la tierra y se
vuelve nube.
3
De nada sirve la prisa del remero.
El remo pide permiso al río.
Y el barco espera que el agua lo abrace.
Proverbio de Madziwa
El sargento Bruno Estrela despertó extrañado, aún era de madrugada y levantó la linterna hacia el balcón. El foco de luz mal le iluminaba los pies. Descendió la loma, con la impresión de que acababa de ver un cocodrilo albino en las somnolientas aguas del río. El cipayo aún le preguntó, el arma extendida en su dirección:
—¿Quiere su mtutu? —Bruno lanzó una mirada adormilada hacia su escopeta. Después, agitó la cabeza. No conseguía una idea. Sacudía el alma como hacen los perros cuando se sienten mojados.
De pronto, de la otra orilla surgió una canoa. Se deslizaba silenciosa en dirección al puesto de Madziwa. Transportaba cinco africanos y un europeo con uniforme del ejército alemán. El militar blanco venía sentado en la proa y, con la ayuda de los binoculares, espiaba minuciosamente la orilla sur. Los negros eran los temidos askaris, guerreros entrenados y armados por las tropas germánicas. Los remeros eran dos ruga-ruga, que se habían rebelado contra los traficantes árabes y buscaron refugio entre las tropas alemanas.
El uniforme de los askaris era el mismo de los soldados blancos. Los sombreros, sin embargo, estaban adornados de plumas de avestruz y guías de zacate entrelazadas. Aquellos soldados, inspeccionando en la pradera, no eran más que un ondular de la sabana al sabor de la brisa.
El portugués se apoyó en el cipayo Nataniel: quería cerciorarse de que no estaba ante la presencia de un espejismo. La embarcación se volvió más próxima y el sargento saludó con adolescente entusiasmo. Ya en la orilla, la cadencia de los remos no menguó. Era evidente: esos que llegaban, venían con prisa. Cuando los ocupantes se volvieron más visibles, el cipayo Nataniel dio un paso atrás y tropezó con sus propios pies.
—¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo? —preguntó el portugués.
No era miedo. Era espanto. El alemán que llegaba era Hadrian Schreiber, un médico cuya fama se extendía por toda la región. Bruno Estrela suspiró aliviado. Tendría, al fin, una oportunidad para quejarse de sus molestias. El padre Sisnando Baião, de la aldea de Milepa, ya lo había examinado y, sin ninguna duda, diagnosticó: ceguera de los ríos.
—No logro distinguirlos —se quejó el sargento—. ¿Cuál de ellos es el alemán?
—Es fácil —explicó el cipayo—. El médico viene sentado al frente.