Kolonaki

Luis Bravo

Madrid, 1994. Este relato pertenece al libro La noche de San Silvestre (Balduque, 2024).

¿Viste la nieve caer sobre la Acrópolis?

Uno de los reportajes que abrió la sección de informativos del tiempo mostraba dicha imagen. Era finales del otoño.

Héctor paró el trozo de lo que fuera que de postre se estuviera llevando a la boca. Lo dejó en el plato. La imagen de Atenas cubierta de un anómalo temporal hizo que le recordara. Supuso, por recónditas bromas, por paradojas del pensar, que lo que tuvieron bien se parecía a tal escenario: algo fuera de lugar, imposible y llamativo por la dificultad en repetirse. Un error, si se prefiere.

Apuntó la pregunta en una nota del móvil. Si tuvo el propósito de mandársela como mensaje, lo olvidó. También si quería desarrollarla. No importaba. Se fue con ella el sentido. Leyéndola, revolvió lo que pensaba estable, fijo y pasado. Pero tenía gracia, pues a propósito del pasado, no hay nada más movible que él, siempre dispuesto a colársenos en el momento aburrido, con la guardia baja.

Un año. Se aproximaba la fecha en la que se vieron por vez primera. En realidad, no fue cuando se conocieron.

Hace dos, por vericuetos virtuales, topó con su perfil de Instagram, dando pie a las habituales tácticas de acercamiento, señalando con los me gustas varias fotografías y terminando por responderle una historia. Le piropeó lo bien que le sentaba una camiseta del grupo Blondie. Samuel respondió un escueto gracias seguido de un la tengo desde hace tiempo, pero todavía me vale. Nada más, ningún asomo de intentar desbrozar esa frase cerrada.

Y uno después, por circunstancias similares, lo encontró en una aplicación de citas. La coincidencia avivó el contento, pues aun reconociéndole al segundo, no esperaba que apareciese entre las horas muertas de una tarde de verano; para él, que las sentía siempre dilatadas entre los rumores que llegaban de los planes de los amigos, exultantes e infinitos en su disfrute, del calor del asfalto trepador a las ventanas abiertas y de esa sensación desolada que trae la estación a cualquier edad, si bien puede ir agravándose o cediendo.

Charlaron, superaron el bache de las frases introductorias. Mejor aún: Samuel se acordaba de él. Héctor preguntó educadamente, detalle que a varios ligues solía llamarles la atención cuando no causarles gracia, si podía pedirle quedar. Samuel aceptó, pero sin mucho detalle explicó que no se sentía con ganas de ver a nadie esos días. No obstante, si no le importaba esperar, él le avisaría y cumplirían con la casualidad.

La ciudad fue vaciándose mientras las vacaciones. Cada uno hizo su verano. Entrado septiembre, Héctor daba vueltas a qué momento sería el oportuno para volver a escribirle y concretar esa cita que no le apetecía dejar escapar. Ese breve periodo entre la vuelta al trabajo y la última conversación, no había evitado repasarla; las frases, las fotos de su cuenta, las mismas que en sus redes sociales. Las camisetas de tirantes, lo que insinuaban de pectoral. La boca si sonreía, la barba oscura como tizones. El hoyuelo.

Se escribían, pero de Samuel no llegaban más que no te preocupes, yo te digo, saco un hueco y nos vemos. Semanas pasaron de esta misma guisa. Héctor empezó a creer que renunciar y seguir eran las mejores opciones en vista de las largas continuadas.

Viró la que creía su mala suerte. Un jueves por la tarde, a las siete, en el centro, en su barrio, siendo idea de Héctor esto último, en un intento secretamente desesperado o de veras ilusionado por acercarse a él, por astillar los palos que no dejaban de trabársele en la rueda.

Esa tarde, tumbado en la cama sin decidirse entre la siesta o una lectura, recibió un audio de Samuel. Su voz era grave. La sorpresa era mayor por no haberla imaginado todavía. Le pedía si podía retrasarse una hora u hora y media. Estando en el gimnasio le había llamado su jefe y, sin desvelarle el porqué, entendía que su futuro en la empresa podía ponerse en entredicho a condición de un posible aumento o directamente el despido. Héctor no prestó caso a los pormenores laborales, pues la llamada debió ser reciente, pero le respondió que ningún problema en cuanto a quedar más tarde, siempre y cuando no supusiera cancelar la cita. Una hora, contestó Samuel, era suficiente.

Vistiéndose, volvió a pedirle otra media hora, por si acaso. Héctor empezó a sentir cierta apatía, pero no escatimó en el acicalamiento y la mejor impresión que dar una vez estuviese junto a él.

Llegó con antelación y pidió una cerveza. Estaba en las mesas del fondo, sentado de espaldas a la pared estéticamente mantenida en su tono leproso y crema, cómodo y recto, algo tenso, sobre la tapicería roja. La camarera, de su edad, preguntó cuántos serían. Dos, el otro llegará pronto, dijo. Ella sonrió, seguramente entrenada en el escenario que fuera a producirse, a diario ocurriendo en su turno, ganando con su silencio la diligencia y relajación que al ambiente le faltaban, estando todavía sólo uno para ser posible.

Entre los sorbos que rompían la capa de espuma y los aperitivos salados que picotear, Héctor se entretuvo en observar el café y a quienes se congregaban. El sitio era una imitación de los cafés de principios de siglo, sin escatimar veladores de mármol, columnas y esa mullida tela sangre de toro sobre la que posarse. Más variedad en los parroquianos. Algunos ya estaban en un estado avanzado que él esperaba alcanzar de salir bien la jugada; otros se reunían en torno a partidas, chillando los aciertos y machacando los fallos de sus contrincantes, y la hija de la dueña paseándose entre las sillas, manoseando la tierra de los maceteros, robando sin que se dieran cuenta piezas de los juegos para chupetearlas, yendo de aquí para allá, sin más rumbo que el marcado por su curiosidad. Rumbo más exacto era el que marcaban las manecillas del reloj de muñeca de Héctor, yéndose también, entre tragos, la sensación de lo que parecía irremediable.

Samuel lucía un jersey negro fino y unos pantalones de chándal que no advertían desliz alguno al conjunto. Era alto, recordó que lo aparentaba en las fotos. Entró rápido y pidió un vino de igual manera atropellada. Se acomodó a su derecha, una pierna doblada bajo el trasero, creciendo sobre Héctor el abrume. Le resultaba muy guapo y apenas habían terminado de saludarse. Ocultó ese rubor bajo una seriedad impostada y colocándose sus gafas. Él le preguntó si llevaba esperando mucho. No evitó la sorna de sí, un año y algo, más o menos, y por poco añado el día de hoy. Samuel se rio, un tanto azorado. ¿Hay rencor, eh? Héctor cogió una almendra salada, y lo incomestible de la misma evitó que se tirase de la lengua; tantas otras en el pasado que no habían salido como esperaba y a cada nuevo intento temía que fueran a repetirse la dejadez, la mera satisfacción sexual sin explicitarla; que alguien le gustara y fuera el confesarlo en vano.

Empezó a desgranarse el asunto que horas antes le había traído de cabeza. Samuel hablaba sueltamente. Sus ojos, como sendos carbones, se iban hundiendo más y más en el reflejo de los cristales de Héctor. No ocupó más de lo necesario: el tema del trabajo en las citas cede rápidamente asiento a la novela de cada uno, a los amores fracasados o rememorados con estima y especialmente, en función de los gustos y los que resulten en común, a las anécdotas raras. Cayéndose como lo usado, algunas miradas a los cuerpos. No evitaba Héctor el espacio al aire entre el calcetín y la pernera, descubriendo piel morena, vello, tan negro como en otras partes suyas podía adivinarse. Sus pendientes. Tampoco Samuel perdía de vista los labios que no se despegaban según relataba, más destacados por el afeitado, las cejas despuntando de la montura o el lunar en la mejilla. Algún roce de los dedos, luego dándose las manos y acariciándose, en paralelo a una conversación alegre sin fundamento.

Oye, no hace mala noche: ¿Te apetece que cenemos fuera?, terció Samuel.

¿En la plaza, dices?

Sí, nos compramos algo y vamos a los bancos de piedra, si te hace.

Salieron a la calle. La tibieza del tiempo a la hora de desatar un frío propio de ese mes hacía que el barrio estuviera animado. Cerrada la puerta tras ellos, Samuel cogió el rostro de Héctor entre sus manos, lo abrazó con delicadeza, como un preámbulo que revelase más torpeza que lance —fueron tres, casi cuatro, las copas de vino— para en realidad besarlo. Estaba deseando que lo hicieras, respondió.

No lo pensaba en el momento, ya que el beso fue paliativo, pero Héctor, de índole enamoradiza, veía todo aquello como lo que hubo de ser meses atrás, un año atrás posiblemente. Ese furor repentino en Samuel, alcohol aparte en ambos, y la algarabía del barrio ayudaban a transportarse.

Compraron empanadas y las comieron con una historia rara más que sumar a las narradas, el casi embarazo de una amiga de toda la vida de Samuel. Es mi amiga y la adoro, pero está loquísima, en serio; un día nos va a dar un susto gordo… ¿Sabes? En realidad porque parecías tener muy decidido el café, pero si no te hubiera llevado a un bar que está por ahí, bajando hacia San Bernardo. Igual te hubieras asustado; te llevo ahí, y tú llegarías y me dirías, ¡venga, Samu, hasta luego! Es como muy folclórico, pero está guay, suelo ir mucho con mis amigas de Jaén. Pero el café ha estado bien, me recuerda un poco al que está aquí, ese que hace esquina. Ahí sólo fui una vez y ligué con el camarero. Me trajo un papel con su número.

Flecos de la perorata eran los que Héctor recogía. Prefirió, como antes, no inmutarse y dejar que Samuel le pareciera hermoso, sin temor alguno a aplicarle tal adjetivo. Próximos a ellos, los que tiraban de carritos a rebosar de latas de cerveza para vender, los que habían empezado su melopea desde el mediodía o antes o perdida la cuenta ya; gentes de la vida y adolescentes que encontraban excitante cocerse en vodka o Jäger frente al instituto donde, ellos también, habrán perdido la cuenta de sus expectativas ante lo que venga.

¿Quieres subir a mi casa? Está aquí a la vuelta.

Abrió la puerta que daba al rellano, después la de su piso. Bueno, ¿entonces ya no me odias por haber tardado tanto en vernos? Trae, te cojo el abrigo, lo pongo aquí, ¿vale? En el salón, Héctor se recostó en el sofá cama, escrutando las estanterías, los cuadros, los muchos videojuegos adquiridos por capricho o regalados por su empresa, que cupiese tanta vida en escasos metros, para uno, sobradamente aprovechados. Los lomos de los libros, y se limpió las gafas para atenderlos mejor, indicaban que eran todos de nuevo. Esos colores de reclamo, flúor y láser, y tipografías que de excederse ni cabrían en la vivienda. Con todo, excepciones interesantes. Un gato blanco y caramelo, detrás de la tele, le vigilaba con pareja intensidad, sin decidirse a salir y olerle.

¿Quieres algo más de beber? Samuel no le dio tiempo a responder y se sentó sobre él, continuando lo dejado a la salida del café. Si no te parece mal, me gustaría que fuésemos más despacio, musitó Héctor, sin dejar de seguirle la corriente. Claro, de hecho, me parece perfecto que lo digas. Pero no concordaron los deseos con el imperante. Se quitaron la ropa sin miramientos.

Se apartó un momento para coger el cenicero y el tabaco de liar. ¿No te importa, no? Para nada, dijo Héctor, es un clásico después de follar, vaya. Sonrió. ¿Está Mateo por ahí? ¿Quién es Mateo? Mi gato… Ah sí, míralo… Tiene una mala hostia, y tendió su antebrazo, con dos líneas de costras.

Héctor volvió a revisar los tatuajes, estilizados en su cuerpo fibroso, velludo en el torso, cálido y secándosele el sudor. Desnudos y entrelazados, escuchando música que se amortiguaba por el cansancio físico. Eran las dos y media de la mañana.

¿Quieres que me quede a dormir? Exhalado el humo, Samuel le argumentó que el sofá cama estaba hecho polvo, más allá de la broma fácil —su ex y él pasaron el confinamiento allí—, y que hoy no sentía que le apeteciera, pero que la siguiente vez no habría ningún problema. Héctor lo entendió. De la ropa, por los suelos lanzada, quitó todos los pelos gatunos que pudo y tomó un taxi.

Era idéntica la postura dos semanas después. Héctor, en penumbra a ese lado del salón, mimaba las piernas, el sexo, el vientre de Samuel mientras este fumaba cuando no se le entrecerraban los ojos. Veo que te fijas en los libros, ¿te gusta leer? Sí, me encanta. De hecho les dedico muchas horas, y cogió las gafas para subrayar la broma y la vera. Tienes pinta de que un día vas a escribir uno. Héctor asintió cabizbajo mientras sus dedos caracoleaban por el muslo. Ahí sobre todo tengo biografías, de artistas, de maricas famosas, unas mejores que otras, libros de arte y algunas novelas. Héctor no resistió entonces contarle que le gustaba la poesía especialmente, que en mayo de ese año había salido su primer libro. ¿En serio? Ala qué fuerte, Héctor, ¿de verdad? Sí, bueno, no es nada del otro mundo, respondió. La esquirla de la vanidad se revolvió produciéndole un inocuo escozor, porque era grato que se lo reconociera con tal entusiasmo, pero en absoluto veía probable que fuera a leérselo. Volvió su mirada a los libros otra vez. Sí, no sucedería. Esos eran libros de alguien que lee ocasionalmente, y no juzgaba a Samuel alguien inculto, todo lo contrario; engañaba esa disipación suya con todo el conocimiento del que sabía hacer gala y sopesar, pero ese matiz impulsivo no lo podía considerar adecuado para asomarse a la literatura a la que él aspiraba, pecando de ambicioso.

A la siguiente visita, un sobre descansaba en la mesa, naufragado entre cables, revistas y peluches del gato. Samuel le pidió que lo abriera y se lo dedicase. Héctor estaba mudo, pero un bolígrafo de su gusto, siempre en el bolsillo interior de la chaqueta, no le privó de la tarea. Ya firmado, y habiéndole leído lo escrito debido a su ininteligible letra de piojo a tinta verde, le confesó que de camino, había pensado acercarse a una librería y llevarle un ejemplar de regalo. Pronunciado, no evitó verse a sí mismo reparando la subestimación de la ocasión anterior, avergonzado. Se le adelantó, lo que se tradujo en un sexo más demorado, más variado, en agradecimiento.

Samuel lo hojeaba, decía algunos títulos de los poemas en voz alta. Ninguno superaba la página, todos eran breves y herméticos, similares a las frases de su autor en la vida real, más en compañía de quien, cada día, iba enamorándose. ¿Y esto, cómo se te ocurría? Quiero decir, ¿cómo se escribe un libro? Me flipa, en serio. Bueno, depende: muchas veces por una imagen, otras por el primer verso, que surge así, de repente, de una pincelada… Sí suele repetirse que parto del título. Del título, viene el poema. Igual que cuando viajas facilita saber el nombre del destino al que te diriges, ¿no? Consideró para sí esta analogía un tanto pretenciosa, especialmente el mal sabor dejado en el ¿no?, pero Samuel no parecía enredarse y le escuchaba entregado. Ya veo, ya. Jo, pues qué ganas de leerlo, ya te iré diciendo.

Se incorporó para ir a la mesa de la cocina, donde el gato Mateo retozaba panza arriba. Un bufido se oyó por acercarse su dueño, poco le respetaba. Samuel se sentó formalmente a la izquierda de Héctor y fue enseñándole unas fotografías del último verano que había mandado a revelar. El paisaje se reiteraba: Grecia, los pinares y sus arrastraderos, carreteras, playas e islas. Pasaba el álbum helénico y en él amigos, conocidos de viajes, amantes en los mismos. Samuel se detuvo en las que fue retratado en el templo de Poseidón, con una atardecida melosa, en su piel justificando para Héctor las horas encantadas que solo no le parecían en absoluto. ¿Has estado? No, qué va, nunca, pero me gustaría. Yo es que suelo ir mucho. Mira, y le enseñó un tatuaje reciente, un Antínoo. Anda, este no lo había visto.

Héctor cogió las fotografías y las posó en la mesa para así besar su brazo y cuello, pero Samuel quería proseguir con la remembranza. El desfile de chicos, de chicas, azoró a Héctor. Limpiando sus gafas, tumbado Samuel mientras liaba su cigarrillo, le dijo que le gustaba mucho cuando estaba con él, porque tú me gustas, Samuel, pero no quiero que pienses que lo digo por algo más, no; es simplemente que me haces sentir tan diferente y bien, que a eso voy, me gusta cómo eres. Samuel abrió sus ojos como si le hubiera sido encomendado un secreto perjudicial. Vaya, farfulló… Perdona, quiero decir, te lo agradezco… Es sólo que no sé cómo tomarme estas cosas.

Héctor tomó el mazo de fotografías y le pidió que le contase más de las vivencias allí congeladas. En los paréntesis de atención, miraba el salón, el ventanuco, el radiador y las plantas a su libro. Por la cubierta, una escena de playa, le preguntó si volvería dentro de poco a Grecia. Sí, sí, además estas navidades querré llevar a mis padres a Atenas. Qué detalle, qué bueno. ¿Qué parte de la ciudad es tu favorita? Samuel mencionó varias. Héctor había empezado a vestirse. En la puerta del rellano, como último cartucho: ¿Me llevarías? Puede ser. Se besaron despacio mientras Mateo intentaba escapar escaleras abajo.

Hacía esfuerzos en no dejarse arrastrar por las ensoñaciones románticas, y a pocos amigos les había hablado de él, pero las semanas siguientes luchaba por no empaparse de todo lo relacionado con Grecia o mitologías, etc. A su paso, permitiéndoselo por inesperado, salió un párrafo en un diario que ocupaba sus viajes matutinos en metro:

«Atenas no es la ciudad espantosa que describen la mayor parte de los turistas a su regreso. Además de las ruinas y de los museos, Atenas es su luz tónica, sus terrazas donde conversar hasta altas horas de la madrugada, sus tiendas y librerías cosmopolitas. Atenas es los pequeños restaurantes populares con parra y gato y una radio desgranando canciones monótonas y tristes; y los comercios de los años cincuenta en unos pasajes tan sórdidos como los de Santiago de Chile; y un gran café metálico con ventiladores, en la Plaza Omonia; y el mercado, tan excesivo de estampas y olores; y Plaka; y los kioscos de prensa, más surtidos todavía que los de las Ramblas; y el Grand Hôtel d’Anglaterre, donde solía parar Morand; y el oro viejo de los iconos a la luz de las lamparillas; y el Athens News. Más que para ser vista, Atenas es ciudad para ser vivida, algo parecido a lo que les sucede a Valencia y también en cierto modo a Barcelona. Kolonaki, que es el barrio ateniense que prefiero, tiene precisamente un aire a la Bonanova. Desde el Licabeto, que domina ese barrio y la ciudad toda, el atardecer es algo único».

Lo copió en una libreta. Resaltó los nombres propios en tintas verde y roja. Así, inocentemente, murmurando esos acentos como si claves arcanas, conjugaba el afán de ese viaje. Caminando al trabajo, cuando volvía, de recados, quedando con amigos o yendo al cine, esperaba alguna señal de Samuel para volver a su casa. Por las calles, barría las hojas secas amontonadas o que a sus zapatos por el viento se arremolinaban, culpándolas por nada. El tiempo dejó de ser clemente y a Héctor el romanticismo le sangraba, en una época que nada apelaba a comportarse así, ni amparándose en su bisoñez ni en lo contagiado por las novelas del diecinueve. Bagatelas otoñales, sí, pero Samuel no daba respuesta alguna.

Una madrugada recibió seguidos mensajes. Todo parecía haber retornado al punto de partida. Le pedía perdón por no haberle dicho nada en tantas semanas. Estuvo malo, se iba a cambiar de curro, pero a Héctor le importaba nada salvo el cuándo podría verle. Me voy a Grecia pasado mañana, así que tendrá que ser a la vuelta. Prefirió acostarse y responder más templado a la mañana. Un mensaje más al volver a conectar los datos: le preguntaba si conocía a un poeta llamado Cavafis, porque en el libro que andaba leyendo lo mencionaban varias veces e intuía que a lo mejor era muy conocido, y pensó en Héctor para aclararle dudas y recomendase el que mejor le pareciera. La respuesta, lacónica, se ciñó a lo demandado.

Por su cumpleaños, a principios de diciembre, tuvo que escribirle para recordárselo, aunque quitara naturalidad a la felicitación. A mi vuelta, lo celebramos. Le creyó.

La estancia en Grecia parecía alargarse, pero Héctor, achicando ganas que le ahogaban, recordaba la amabilidad de haberse acordado Samuel de él por algo literario. Esta vez sí fue a su librería de confianza y compró el volumen de tapa dura de la obra completa de Cavafis, envuelto para regalo. Confiaba que ese gesto, con la mentada torpeza o lance, serviría para encauzar la relación, lo que él pensaba llegaría a significarla.

Cuatro meses pasaron hasta que Héctor se cruzó con Samuel. Hasta esa mañana, Samuel, con todos los cambios que le anunciara vagamente tiempo atrás, no cesó en cerrar las conversaciones con un esta semana quedamos, esta semana nos vemos y te cuento. Pero Héctor ya entendió que debía dejar de dar su brazo a torcer. Se había alejado toda posibilidad de seguir conociéndose. No obstante, por parte de Samuel le parecía raro ese broche final, una y otra vez. Esta semana quedamos, esta semana. Acabó tiñéndose de lo forzado que requiere poner punto final a algo que no interesa.

Había quedado para desayunar con un amigo de horarios más desordenados por su oficio de camarero —pero tan risueño su humor como vivo era su cabello pelirrojo—, en una cafetería a escasos metros de casa de Samuel.

Lo familiar de la plaza, esa calle y su desnivel, la luz nocturna cuando iban, cuando se marchaba, le tenían distraído mientras su amigo se desahogaba de las menudencias propias de cuando se está trabajando detrás de una barra a altas horas. Héctor no llevaba puestas las gafas, pero la figura que entró, alta, con gorra y vestir deportivo, aun borrosa, no dejaba dudas en identificarla como la de Samuel. Pidió algo y salió, sin volverse.

Héctor achinó los ojos y vio que estaba sentado con otro chico en una de las mesas, en el mismo plan. Su amigo advirtió el demudado de cara, la palidez como anémica que se le puso, la oquedad en sus respuestas. No, no, no es nada… Es sólo que acabo de ver a alguien. Le señaló dónde estaba. Tuvo que sincerarse.

Si quieres, nos vamos. No quiero tenerte aquí sufriendo. Estas historias son horribles, pero no hay que estar aguantando, dijo su amigo. Mejor   paguemos, reflexionó Héctor, haciendo partícipe a su amigo, consultándole si debía saludar a Samuel o, creyendo conservar el orgullo, decirle algo y seguir, como si un encontronazo, sin esperar que respondiese. Ocurrió, pensando que así le castigaría por el ninguneo. Salió. ¡Adiós, Samuel! y apretó el paso en la esquina. Él se quedó de una pieza, con un anda, hola, a medias.

Anteriormente a esto, Héctor había enviado sin avisar el libro de Cavafis y una carta. No puso remitente, sabría que sólo podía ser él. La carta decía:

«Samuel:

»Aquí te dejo el que iba a ser tu regalo de Reyes, el que me hubiera gustado darte en persona cuando volvieras de Grecia. He recordado infinitas veces estos días la noche en que te comenté que me gustabas. Me viene la cara que se te quedó, como si en vez de algo cariñoso te hubiese dado un golpe. Pensé tirar esto a la basura, hacer como si no hubiera pasado, pero necesitaba despegarme de ti haciéndotelo llegar. Estoy seguro   de que te gustará.

»Lo ideal hubiera sido abrazarte, besarte después de que lo abrieses. Estar ahí para comprobar tu ilusión. Pero esta decisión la prefiero, dadas todas las vueltas. Es más fría, lo sé. No tienes nada, o no me lo has demostrado, para que en todos estos meses cambiase de parecer».

Al día del desencuentro, Samuel le escribió un WhatsApp adjuntando una imagen de la antología en su mano.

Me hace muchísima ilusión de verdad… y estaba deseando leerlo, pero que ayer quedó en shock cuando le vio porque no esperaba verle por el barrio a esa hora, pero más que no se parase a saludar aunque entendía que estuviera molesto con él, y con razón, la verdad, he estado bastante desaparecido este tiempo, y le sabía fatal pero claramente no sabía cómo reaccionar ante determinadas situaciones… Aun así me hubiera gustado pegarle un abrazo, porque Samuel nada tenía contra Héctor, más bien todo lo contrario.

Y la discusión fue inevitable, no sabiendo ya qué decirte, haciendo ayer lo mínimo que me atreví porque estoy decepcionado y molesto, y así semanas, meses, porque Héctor creía que, consciente o inconscientemente, has hecho porque me enfadase contigo, porque esto no funcionase y no pudiera llegar a ti. Si ayer lo hizo, era porque todavía le importaba. No entendía cómo abriéndose a alguien que pensaba era bueno ponía un muro infranqueable. Precisamente, respondió Samuel, era eso, que no estoy a la altura de tus expectativas, Héctor, o de lo que esperas de mí.

Lo desconocía. No le había permitido conocerle. Me duele que te dé tan igual y te desentiendas.

Si algún día quería de verdad Samuel ese abrazo, el verse y lo postergado, tendrá que salir de ti la iniciativa. Yo he hecho demasiado.

Ni una palabra más. Otra vez el malentendido estaba consigo. ¿Qué había fallado, qué había hecho de más? Incapaz de poner coto a la insistencia en arreglarlo unos días, otros en enterrar el afecto por si volviera roña la capa de buenos recuerdos. ¿Qué hacer cuando, contado a terceros, el consuelo era ínfimo por la tónica general de la sociedad en la que vivimos, por saber todo de historias que precipitaron su final ante cualquier asomo de estima a la menor de cambio? En silencio, arañando las patillas de sus gafas, Héctor rumiaba el duelo por las heridas que suelen humillar sin filo que las hubiera producido, por la gente que se pensaba solitaria como él, afortunada en amigos, pero abocada a pensar en sí con la misma dureza que por las no conocidas, las que no había dañado o sí. Fantasmas todos de los que nos hacemos responsables.

Nunca volvieron a verse, a saber el uno del otro.

A Héctor le tocó enfrentarse a lo que consideraba destrucción de la más simple tristeza; una carga que no había sospechado para sí y con la que indefectiblemente te encuentras cuando descubres que todo ha sido idealizado, que aunque con equívocos del otro, de tu cuenta corría la reparación y recogida de jirones sentimentales. A diferencia de cuando escribía, esta vez había echado a andar sin figurarse el destino. Ahora tocaba quedarse con ese vacío para aprender, cambiarlo cuando debiera por lo que el viento trajese.

Miraba la televisión. La nieve en las ruinas, en las antenas de los tejados colindantes, en el empedrado y detalles de las hiedras. ¿Sería ese barrio uno de los suyos favoritos que le mencionó?

Algunos días, pasado el barrunto climático, buscaba postales turísticas, averiguaba curiosidades, ensayaba el viaje que le hubiera gustado hacer.

Se detenía cuando la nostalgia por lo no sucedido pasaba a dolor en el costado, y es frágil la línea. Iba al espejo y se miraba, quitándose las gafas. Sin palabras, repetía con lentitud algo que permitiese desvanecer ese dolor.

Has de seguir, aun sin ganas en el corazón. Has de seguir. ¿No te cansas?

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