Pleamar

Aníbal Martín

Cáceres, Extremadura, 1989. Su libro más reciente es Yo hablo, ellas cantorin (Pie de Página, 2023).

Ahora que las olas doradas del estío
empiezan a bañar campiñas y dehesas,
ahora ya que el verde vida
destila los reflejos ambarinos del verano,
podría hablarte, sin esfuerzo,
sobre el cambio de estación,
sobre cómo pende
de las farolas del parque solitario,
frente a mi casa,
un alcahaz de luz
en el que revolotean miles de insectos
que durante la noche devorarán los murciélagos
y, al amanecer, los pájaros.

Y podría hablarte también
del aire dibujando cabriolas en el coche
al abrir dos ventanillas enfrentadas
mientras recorro las calles nocturnas
de este Cáceres silente.

Ahora que me he mudado
de una urbe con insomnio
a un barrio tranquilo
de una ciudad tranquila
podría describirte los caminos
por los que regreso paseando a casa
tras perseguir con la vista
mariposas en los jarales.
Podría explicarte cómo el anonimato es un lujo
y la soledad, un espejismo de la siesta.

Ahora que las canas salpican mis aladares
podría quejarme del paso,
a trompicones,
de los días,
de la vejez que se insinúa,
y podría deleitarme desgranando
el origen etimológico
del arabismo aladares.
Llenar los minutos de intrascendencia
y otorgar con ella
estabilidad a la vida.

Y, sin embargo, yo,
que después de querer
puedo seguir queriendo,
que entiendo el amor
como una suma que jamás acaba,
lo que querría decirte
es que ya hace tiempo
que ni susurros ni andares
me dentellean el abdomen
—visceral aviso de galerna—,
que no hay fotografía ni proposición
que desvíe mis pasos al volver de fiesta;
que, aunque me pese,
apenas accedo a un bis de los besos
que a menudo rehúyo antes de dar;
que corro a limpiarme
la saliva ajena
que serpentea, seca, por mi cuello
como si se borraran con el olor
el yerro, el mal rato.

Participo a veces, es cierto,
en esa procesión de ilusiones desnutridas
adictas a la velocidad,
en la Santa Compaña virtual
que desfila por las aplicaciones de citas:
un collage de nuestros mejores recortes
para tejer diálogos con algodón de azúcar
las madrugadas más solitarias del año.
Después, la humedad del alba
disuelve las conversaciones
y las palabras, desunidas,
flotan a la deriva
ya sin sintaxis que las amarre.

En definitiva, yo, que lo quiero a él,
pero que puedo seguir queriendo,
que entiendo el amor
como una multiplicación de factores infinitos,
deshojo las horas observando
los avances del verano en la dehesa,
mis canas en el espejo,
las farolas del parque frente a mi casa,
los jarales, las mariposas…
Y todo para no pensar
en ese puñado de ambiciones
que una tarde, orgulloso,
lancé al viento
y que siguiendo a una bandada de estorninos
migraron a latitudes más cálidas.
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