La ciudad del miedo

Elvira Navarro

Huelva, Andalucía, 1978. Su libro más reciente es Las voces de Adriana (Random House, 2023).

El desasosiego no se le iba. Había buscado alucinar la ciudad, había incluso escrito dos historias: una sobre una joven que se perdía en aquel paisaje y acababa muerta en el interior de una bolsa, y otra en la que una chica que vivía en una residencia sentía un acoso sutil, una sensación de peligro, mezclada con su propia culpa. Pero no lograba retratar lo que quería, lo que pasaba. Una mañana echó a andar. Avanzó entre colonias de bloques, algunas con césped donde aún sobrevivían florecillas blancas de la primavera, como si allí fuera más lenta la llegada del verano. No había casi nadie, y la soledad sólo se rompía cuando se topaba con algunas mujeres, casi todas con velo, paseando a niños en carritos. Tras avanzar durante un buen trecho por edificios de hormigón, llegó a unos soportales de pilares mellados por impactos de bala. Al alzar la cabeza, vio ventanas tapiadas con ladrillo. Otras tenían los cristales rotos, y en la mayoría de los pisos sólo quedaban los huecos de las ventanas, sin carpinterías. Mirase donde mirase, sólo veía esas enormes cajas de cerillas destruidas que parecían habitadas a medias, pues junto a las ventanas sin vidrios o cegadas había otras de las que brotaban parabólicas, cables, tendederos. Conforme se adentraba en aquel barrio dejó de haber árboles y hierba. En su lugar, barro y basura. Apenas asomaba el cielo entre aquellas moles convertidas en chabolas. Todo se acercaba a un apocalipsis. Y sucedía algo más, un desorden oculto que no guardaba relación con lo que estaba a la vista, y que insuflaba una lógica inhumana a aquel lugar.

Una mujer salió de un bloque y caminó bajo los soportales; Carmen la siguió, metiéndose en aquel espacio angustioso, donde inmediatamente sintió una humedad de cueva. La mujer no se dio la vuelta, a pesar de que le pisaba los talones; ambas se internaron por un corredor que comunicaba con un patio entre bloques, sombrío, con el suelo levantado. Una rata las miraba desde un montoncito de escombros. Alzó la vista; el patio tenía forma de octágono, por el que entraba tacañamente la luz; los grafitis, casi todos firmas puestas las unas sobre las otras, ascendían hasta dos y tres pisos, como llamas negras. Mirar hacia arriba, hacia la nubosidad lejana, mareaba; los más de veinte pisos que tenía encima generaban un efecto de movimiento centrípeto. Además, a diferencia de la sensación que había tenido en la calle al observar los huecos de las ventanas, desde el patio los pisos parecían rebosar. Vio una selva de antenas, ropa tendida, entre las que asomaban cabezas de gente que la miraban. La mujer tras la que se parapetaba había desaparecido. Corrió por la continuación del pasaje, que desembocaba en otra calle, por llamarla de algún modo, pues allí ni siquiera había asfalto. Estaba todo tan deteriorado que no supo adivinar si quizás nunca lo había habido, o acaso aquel sitio estaba destinado a convertirse en un remanso de castaños y plátanos que degeneró en descampado o en aparcamiento, y ahora en un cementerio de coches. Había dos calcinados y otros tantos abandonados; también, además de cascotes y pequeñas islas de porquería, varios sofás bajo un techo de plástico azul. Unos jóvenes estaban allí sentados. La mujer seguía avanzando tras haberles devuelto el saludo. Carmen corrió tras ella, lo que hizo que ésta se volviera.

—Perdone, creo que me he perdido —le dijo—. ¿Cómo puedo salir de aquí?

—Sígueme. Estamos cerca de una parada de autobús, pero vas a tener que esperarme. No debes ir por aquí tú sola. Yo soy trabajadora social y todos me conocen. Me quedan algunas visitas.

—Gracias —contestó. Se dio cuenta entonces de que le temblaban las piernas.

—Es mejor no coger el ascensor —le dijo la mujer cuando entraron en uno de los portales.

Se preguntó si en el ascensor aumentaban las posibilidades de ser atracada o es que nadie revisaba su funcionamiento y era fácil caer desde el piso veinte. Una puerta de aglomerado, más propia de un viejo cuarto de baño que de una vivienda, se abrió. Una mujer con una larga trenza las saludó con timidez y las hizo pasar. La vivienda era muy pequeña y daba a un patio interior. Se sentaron a la mesa de la cocina y la trabajadora sacó un par de formularios que la mujer de la trenza completó con dificultad. El hijo aparentaba unos doce años y tenía un trato cariñoso con la asistente social, que habló con ellos en árabe. De nuevo en la calle, la mujer le preguntó cómo había llegado hasta allí. Carmen no sabía explicarle en qué momento la monotonía de edificios paupérrimos y solitarios había dado lugar a un paisaje de guerra. La asistente la escrutaba mientras ella dirigía la mirada hacia aquella maraña. Todavía le costaba entender lo que veía. No se trataba solamente de la degradación, sino también de la cantidad de espacios anómalos, residuales. Los edificios estaban llenos de recovecos, pasadizos que llevaban a oscuros patios, ventanas en forma de óculos a ras de suelo, como si se pudiera acceder directamente a unos sótanos que más bien serían cloacas.

—¿Estudias arquitectura? —le preguntó la mujer—. Alguna vez me he encontrado con estudiantes extranjeros como tú que han venido solos porque querían ver las colonias. ¿Eres española o italiana? A nadie que no sea extranjero se le ocurre venir.

Carmen no recordaba haberle dicho que era estudiante.

—He venido desde la universidad. Sólo quería dar un paseo.

—Pues la universidad está a siete kilómetros; sí que te has dado un buen paseo.

Siguieron caminando por ese paisaje donde sólo había bloques, bloques y bloques sin un solo bar, una oficina, un pequeño colmado. Aquí y allá, en las aceras y en la calzada, se abrían enormes socavones, como si hubieran caído bombas. La mujer le contó que hacía décadas que los edificios no se arreglaban, que había grietas tan anchas como una mano y chavales que no habían visto nunca trabajar a sus padres viviendo en pisos infectos sin calefacción, apiñados, con un subsidio que sólo daba para comer mal. No había ni siquiera plazas, ni calles, como si aquellas colonias fueran malas yerbas.

—Ahora vas a ver algo divertido—le dijo la mujer con sarcasmo, y la introdujo por la puerta trasera de un inmueble—. La puerta principal se ha desmoronado —aclaró. Avanzaron por un pasillo lleno de humedades—. Vamos al piso séptimo —siguió diciéndole mientras entraban en el ascensor—, pero tenemos que dar al ocho, porque no para en el siete. Y para bajar, debemos irnos al sexto, porque no acude al octavo ni al séptimo si se le llama desde ahí. Llevo cinco años visitando esta finca y nadie ha venido jamás a reparar nada. ¿Qué te parece? Entre los vecinos y yo hemos puesto unas cuantas quejas. Les da igual.

Salieron del ascensor y bajaron un piso por unas escaleras melladas y cubiertas por un manto de papeles, vasos de plástico, latas vacías, colillas, envases con restos de kétchup, cristales rotos. Un hilillo de agua caía por los peldaños procedente del largo y oscuro pasillo, donde la luz estaba fundida. Olía a estercolero. La trabajadora tuvo que llamar largamente a un piso del que salía una algarabía de voces; le abrieron al cabo de cinco o seis minutos, cuando se puso a aporrear la puerta; entraron a un apartamento minúsculo donde Carmen contó ocho personas: tres adolescentes, dos niños, una mujer, un hombre y un abuelo.

El hombre les señaló al anciano que se balanceaba en una butaca junto a la ventana, envuelto en mantas.

—¡Monsieur Tari! ¿Cómo se encuentra?

El viejo movió apenas la cabeza para mirarla de reojo y a continuación le dijo que veía a los señores por la noche, en fila india; eran capaces de subir hasta el décimo piso trepando por la fachada. Carmen se asustó, como si lo que deliraba el viejo pudiera ser verdad.

—¿Qué tal le ha sentado la nueva medicación? —preguntó la trabajadora.

—No ha vuelto a clavarse ningún cuchillo y por las noches duerme, aunque le seguimos atando. El día lo pasa junto a la ventana —contestó uno de los chicos—. Dice que tiene que vigilar para que no entren.

—Ahmed y Yassine, ¿ya habéis vuelto a clase?

Carmen perdió el hilo de la conversación con los adolescentes. Se quedó mirando al anciano que hablaba con seres imaginarios. Se concentró en ver lo mismo que él. No vio nada. La única mujer adulta —supuso que era la madre— no saludó a nadie. Cortaba judías verdes y las echaba en una palangana.

Al salir, tomaron de nuevo el ascensor, que desde aquella planta sólo llegaba a la segunda. Bajaron dos pisos de escaleras apartando la basura.

—Aquí ha habido un brote de tiña.

El aire ascendía por el vano y removía la porquería. Le dio tanto asco que ni siquiera respondió. No quería que aquel viento, que ahora olía intensamente a orín, entrara en ella, así que apretó los labios.

Avanzaron luego por una avenida grande y vacía.

—Llevo muchos años viniendo por aquí, pero no me acostumbro. Tiene algo de inconcebible —le dijo la mujer.

Las calles desiertas contribuían a una sensación de simulacro que contuviera, en su interior, otra cosa. Cuando ya creyó que no iban a encontrarse con nadie se fijó en un grupo de hombres agachados todos hacia la misma dirección, al pie de una abigarrada mole de viviendas. Habían colocado una gran alfombra, tenían las manos sobre las rodillas, supuso que era un rezo, aunque en aquel lugar parecía dirigido no a La Meca sino a La Mole, al hormigón, a las goteras y a las ventanas rotas. Se toparon al poco con una pequeña iglesia, como si Dios tuviera que seguir siendo convocado en aquel erial. Pasaron asimismo ante un edificio blanco con una cubierta de chapa, al que acudían individuos con gorros coloridos, muchos de ellos ataviados con túnicas. La asistente ya no le hablaba, pero Carmen iba tan embobada que no le importaba. Al doblar la esquina, empezó a haber gente en la calle, sin que encontrara un motivo para ello. Chavales con chándal, a la espera; grupos de chicas, corrillos de abuelas. Pasaron hombres y mujeres con atuendos de fiesta, aunque no localizó dónde estaba la celebración. Algunos saludaban a la trabajadora, y un par de muchachos la pararon y le preguntaron:

—¿Algo para mí?

—Esperad que no sea yo la que se quede sin empleo —les contestó ella. Cuando llegaron a un portal, le dijo a Carmen—: Esta vez no quiero que vengas. Puedes esperarme aquí, no va a pasarte nada.

Notó que a aquella mujer le habría gustado darle una patada y mandarla lejos, y no se lo reprochó. Si hubiera sabido cómo salir de allí y, sobre todo, si no tuviera miedo de ir sola, se habría marchado. Observó de nuevo a la gente; aunque la afluencia le pareciera aleatoria, quizás aquel lugar funcionaba como una plaza, como algún tipo de centro o espolón en el que los vecinos salían a dar vueltas. Se sentó en los escalones de la entrada. Junto a ella se detuvo una anciana que le preguntó si también era de los servicios sociales.

—Soy viuda —continuó aquella mujer—. Mi hijo quiere que me vaya con él, pero no estoy dispuesta a dejar mi casa. Se meten en los pisos y los destrozan.

—¿Quiénes?

—¿Quiénes van a ser? Los señores. Pueden con todo. De noche suben por las paredes. Se quedan con el dinero.

Recordó el delirio del viejo. La vieja parecía cuerda y loca al mismo tiempo.

—Nadie se ha quedado con ningún dinero, mademoiselle López —dijo la trabajadora tras ellas.

La mujer se dio media vuelta y se alejó. Fue un gesto rápido, como si escapara. La asistente echó a andar y a Carmen le costó seguirle el ritmo, pues caminaba a toda prisa, como un insecto de muchas patas acostumbrado a atravesar veloz la ciudad. Debía casi correr a su lado, y aunque le hubiera gustado preguntarle por aquella anciana, no se atrevió.

La trabajadora la estaba conduciendo por un camino distinto, o eso creyó, pero no porque el paisaje hubiera cambiado mucho, sino por la cantidad de transeúntes que había de repente, como si todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo para salir al mismo tiempo. Aquellos cuerpos tenían algo espectral. No emitían sonido alguno. El cielo se había oscurecido y la negrura era idéntica a la de algunos sueños, llenos de presencias funestas. Los peatones se convirtieron en una marabunta que las arrastraban hacia delante, aunque sutilmente, sin tocarlas. Al llegar al fin a la parada de autobús, desde la otra acera, alguien empezó a hacerles gestos. Se reía, las saludaba, abría la boca. Su piel tenía un color azulado.

—¿Qué le pasa a ese hombre?

—¿A quién?

—Al de enfrente.

La trabajadora buscó con la mirada.

—No veo a nadie.

—¿Y el resto de la gente?

—¿Qué gente?

—Toda esa gente con la que nos hemos cruzado.

—¿Estás tomándome el pelo? —Se sentaron y la mujer añadió—: Mira, no sé qué te pasa, pero deberías descansar.

Carmen no quería descansar. Aún no.

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