Olga Muñoz Carrasco

Madrid, 1973. Uno de sus libros más recientes es Tapiz rojo con pájaros (Bala Perdida, 2021).


Escribir y borrar. Perforar la pantalla con esta tinta virtual que
brota, adivina. Suprimir luego. Sostener la escritura segundos hasta
verla generarse y proliferar para destruirla después. Un palimpsesto
irrecuperable donde la ira secreta sus humores. Hacerse acuosa,
cabalgar la furia que agarrota. Elegir palabras como devorar, nervios,
arrebato, en apariencia inofensivas. Estrujarlas, vaciarles el tuétano,
que supuren su jugo y colgar los pellejos al sol como botín de
guerra. Enorgullecerse del despojo. Ante lo indeleble, convocar al
pájaro de fuego y su pluma salvadora, que restaura sin olvidar.

*

Hablar con fantasmas. Nos rodean pero no desde la muerte, o sí,
desde un costado. Colindamos en zonas gangrenadas. Riesgo de
desprendimiento, pérdida de un miembro en un tumulto cualquiera
cuando de repente se hace gaseoso el tejido. No confundir necrosis
con ligereza, lo muerto ocupa su peso en el silencio. Pero pudrirse
igual por dentro, con esta apariencia tan armónica, además. Las
espinas con una pinza se extraen, no preocupan. Pero qué tipo de
fantasma brota de las zonas negadas del cuerpo. Imposible saberlo,
mejor mil veces entregarlas de una vez al extrarradio y perderlas de
vista. Que muevan la boca, con el simulacro basta y sobra.


*

Que cuanto se escribe sea borrado. Sin núcleo, sin sujeto. Una
lengua que anda sola. El simple movimiento de una lengua, su
condición invertebrada que se daba por supuesta. Hacia la otra gira
pero aquella es muda, castiga con silencio. Queilitis se llama.
Sequedad extrema de los labios, una humedad que ni breve
comparece, ni un milímetro de gota sobre la que algo resbale, por
piedad. Mucosas extenuadas, vacío reincidente donde sonar es
lanzarse a los pies de los caballos.

*

Un árbol sí podría acogernos, tal vez. Pero qué árbol se prestaría,
dónde enraíza. Es un trabajo demasiado pesado hacerse con la
brújula, ensayar un pasadizo y otro y otro, tocarse. Para qué,
además, si cada cual tiene su concha irisada. El suceso, sin embargo,
desbarata cuanta predicción se le opone. Hay que reconocerle la
capacidad de sorpresa después de años. La imantación no guarda
equidistancia: alguien se paraliza, alguien se desploma. Distintas
formas de un mismo acontecimiento a la intemperie. Un cuerpo sin
lenguaje.

*

La araña roja invade las cintas del patio. Cambio de tierra. Riego
aproximado. Abono, injertos. Con la primavera llega la ruina. Salta
un insecto o la conciencia de lo irremediable. Sucedió también con
los geranios del primer año. Se sacudían tras el cristal semiopaco,
como manchas en huida. Hubo que arrancarlos uno a uno. Nunca
supimos si los pedazos restantes nutrirían o enfermarían los
terrones. Eran raíces que venían de lejos, como tantas cosas.
Supervivientes de trasplantes y heladas que se agostaban en los
arriates. Tiestos azules de la abuela en el barrio obrero. Macetas
dóciles en las manos de la madre. Incluso plantas subacuáticas.
Aquí chillan todas.

*

Importa lo que la escritura hace, no lo que dice. Aquello que
enuncia, distrae. Igual con los niños, el verbo resbala por una
superficie aceitada y sólo el cuerpo enseña. Colocamos la lengua en
la base de los dientes superiores para atascar el habla. Recorrido
sublingual del aire, detención del pensamiento. Por fin empieza a
emitir la señal. Palabras una sutileza una caricia en la nuca cubren como
melaza cada orificio. Se atoran los respiraderos con tanta insistencia
en el secreto. Alcantarillas incapaces de absorber riadas, tormentas
que arrastran suelo, esterilizan. Líneas desbordadas y mientras la
lengua borrando, haciendo vacío.

*

Dejarse atravesar por un lenguaje iluminado. Cómo sería atreverse.
Manchas alrededor irían definiéndose con el tiempo. Mejor zonas
sin extremos, nebulosas ensimismadas, enroscadas sobre sí. Detrás
cierto resplandor opaco, como de cielo de Constable. Foco
inestable del poema, el silencio, su comezón. Contagio de los
bordes, rebose desde una franja hacia otra. Bloquear la toma de
tierra, que las palabras no descarguen. Sostener el empuje,
muscularse.

*

Escribir como desenredar, podría pensarse, pero cada línea acaba
como una cadena repleta de nudos apretados, surgidos de la nada.
El joyero se sirve de un instrumento específico para deshacerlos.
Es una punta metálica que hinca en un eslabón mientras abre
espacio alrededor. Pulcritud extrema que da confianza. Aquí, al
contrario. Cada pieza fijada tensa al límite la zona colindante, no
hace aire sino vacío. El vacío absorbe. El vacío traga sin deglutir.
Desde lo inteligible hasta lo turbio acaba revuelto y ensalivado. La
mezcla no significa, desactiva un código en principio simple y directo.
La humedad en cambio genera un sentido, un estímulo en
transición, una amenaza.
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