Empate a cero

Gloria García Urbina

Mataró, Cataluña, 1980. Es profesora de Lengua y Literatura en Girona. Esta es su primera publicación literaria.

Per a Laia,
Per les dolces decepcions
i els riures

—Fue un empate. Cero a cero. No hicieron absolutamente nada —dijo muy serio mientras se alejaba para ir a servir las mesas de la terraza.

—¿Empate? Qué extraño. —No habíamos seguido el partido de la noche anterior, claro, pero sí sabíamos que Argentina había vencido a Francia. ¿Por qué nos había dicho, entonces, que fue un empate? ¿Tan enfadado estaba con su selección como para ni siquiera querer hablar de ello? ¿O fuimos nosotras las que le incomodamos con aquella pregunta porque entendió que no nos interesaba para nada el deporte y sólo lo habíamos dicho por decir? No, esto último no tenía mucho sentido, y aunque lo primero sería ciertamente estúpido, con los hombres y el fútbol una nunca podía estar segura. De todos modos poco nos importaba el resultado del partido, pero lo cierto es que parecía de mal gusto no mostrar cierto interés, después de todo.

Nos concentramos en la carta de especialidades a base de ron que habían dado fama al Amaryllis, el bar que llevaban aquellos dos amigos desde hacía apenas unos meses y del que nos habíamos encandilado, hasta que por fin Marina se decidió por una. Yo siempre preferí la cerveza, nunca fui sofisticada. Cuando volvió a pasar por nuestro lado nos hizo un comentario que no llegamos a entender del todo, pero que pretendía ser gracioso, porque fue algo así como que nos decidiéramos ya, esta vez con una amplia sonrisa. Por muy cercanos que fueran el francés y el catalán, en una conversación siempre podía escapársenos alguna palabra o expresión, y a menudo teníamos que interpretar lo que nos habían querido decir a través de gestos o expresiones, algo en lo que los franceses no eran muy pródigos.

Antes de tomar el pedido hizo alusión a nuestra elegancia, y al principio se lo agradecimos: ciertamente, Marina iba guapísima con aquella camisa púrpura que encendía el verde de sus ojos, y a mí el cabello recogido siempre me había estilizado la nuca y definía el contorno redondeado y blanco de mis hombros. Pero él empleó cierto tono de sorna que no nos gustó nada, sobre todo cuando después, probablemente para hacerse de nuevo el gracioso, nos pidió por favor que pidiéramos sin acento, ese acento español que debía habernos hecho sobresalir del resto de clientes y que sin duda era lo único que había podido llamar su atención sobre nosotras.

—Si no te importa, yo utilizaré mi acento para pedirte una cerveza.

Debía de estar agobiado, había mucha gente y se estaba ocupando del bar él solo. Su compañero había aparecido un momento sólo para saludar, aunque cuando nos vio desvió la mirada y se dirigió a la barra para volver a pasar por nuestro lado a los pocos minutos sin darnos ni siquiera las buenas noches tan obligadas de la politesse francesa, salir del Amaryllis y finalmente desaparecer calle arriba. No pude disimular una punzada de decepción que Marina leyó en mi rostro, sin duda, aunque no dijera nada y se limitara a darle un sorbo a su copa. 

Qué tipos tan extraños, qué noche tan extraña. Tampoco teníamos por qué quejarnos: debían haber sido simpáticos con nosotras en determinado momento porque al fin y al cabo éramos clientas.

Nos quedamos un rato más charlando. No podíamos negar que nos habíamos hecho ciertas ilusiones que ahora se veían disipadas por una actitud difícilmente definible, pero no podíamos perder de vista tampoco que todo aquel que trabaja de cara al público, en determinado momento se ve forzado a dedicarle a alguien una sonrisa o un comentario ingenioso para ganarse la confianza de los que pueden convertirse en habituales. Y nosotras nos habíamos convertido en habituales, sin duda, porque nos gustaba el lugar, pero también, para qué negarlo, porque habíamos percibido en aquellos chicos un trato extremadamente amable difícil de encontrar en los bares de aquella ciudad, que poco a poco se tradujo en sonrisas que creímos sinceras y miradas imprevistas que quizá nos habían llevado a pensar… Pero no, eso era una tontería, tanto el hecho de que ellos se hubieran encaprichado de nosotras como el de que esa noche estuvieran especialmente antipáticos por algo en concreto, algo tan trivial como el resultado de un partido de fútbol. Decidimos olvidar el asunto que, por otro lado, no dejaba de ser algo pueril.

Terminamos las copas y decidimos marcharnos. Ya en la barra, en el momento de pagar, él todavía se mostró forzado, como si quisiera hacerse el simpático para arreglar de algún modo la torpeza con la que se había comportado toda la noche.

Ya en la calle habíamos caminado unos metros muy serias cuando recordé algo.

—¿Sabías que el amarilis es la flor del orgullo?

—Ah, ¿sí? —Marina dibujó una sonrisa curiosa.

—Sí. Además, el color amarillo en las flores puede significar odio y celos pero también risa y placer. Es el símbolo de la adolescencia… supongo que porque esa etapa de la vida es en esencia orgullosa y ambigua. Curiosamente, el amarilis no es amarillo, sino rojo, que significa pasión pero también peligro, y es originaria de Argentina.

La ocurrencia nos hizo reír. Es probable que fuera de forma inconsciente, pero desde esa noche espaciamos las visitas a aquel bar. Las cada vez menos frecuentes veces que nos encontramos allí para tomar un café, que irremediablemente seguimos pidiendo con nuestro acento catalán, ellos nos atendieron con mucha cordialidad, sin dejar nunca de sonreírnos. Después de todo, que no acudiéramos la noche en que ellos nos habían invitado a ver el partido de Francia contra Argentina tampoco había tenido mayor importancia.

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