El personaje disconforme

José María Merino

La Coruña, Galicia, 1941. Este cuento pertenece al libro Yo y yo en breve, que será publicado por Alfaguara próximamente.

Los compañeros de la promoción del bachillerato seguíamos reuniéndonos, convocados y estimulados por Nacho, por lo menos una vez al año, y en la reunión tenía relevancia la asistencia de Andrés Choz, novelista reconocido con premios literarios importantes.                         

A mí —Baldomero, Baldo para los compañeros— la presencia de Choz me producía cierta desazón. Primero, porque considero que, en aquellos lejanos años, yo escribía redacciones tan buenas como las de Choz, aunque el Hermano Julio, severo profesor de Lengua y Literatura, nunca me las valorase tanto, y segundo, porque yo también había intentado entrar en el mundo literario, pero sólo había conseguido publicar, en una modesta editorial, una colección de cuentos que pasó inadvertida.

Por eso, en estos encuentros anuales de antiguos compañeros de curso, una extraña compulsión me llevaba a relatar con una curiosa destreza natural las cosas raras que a veces me ocurren, lo que era muy celebrado por todos.

—¡Baldo! —me decían—, ¿qué te ha pasado este año?

Esta vez narré el vuelo que había tenido que hacer a Sudamérica por problemas de la empresa, y cómo al regreso se estropeó uno de los motores del avión y tuvimos que aterrizar en un pequeño aeropuerto de las Azores… Era tan modesto que la magnitud del avión convertía en diminutas todas las construcciones… Narré el fantasmal paseo por la isla que, como no era temporada de verano, estaba desierta, aunque a veces me cruzaba con algún extraño transeúnte, figuras con aire de fantasma, y la noche que pasé en un hotel de ambiente sepulcral que abrieron para alojar a los viajeros náufragos que éramos, mientras extraños e invisibles pájaros graznaban en el exterior.

El relato fue tan interesante para la audiencia que Choz me dijo:

—¡Te voy a meter de personaje en una novela que estoy empezando! En lugar de llamarte Baldomero Morales te llamaré Vladimiro Moriles, y al personaje le pasarán cosas curiosas, como a ti… ¿te parece bien? —y levantó su copa de vino.

Yo levanté también la mía, y procuré que mi respuesta pareciese una broma:

—¿Qué prefieres que te conteste, que es un honor para mí o que me la trae floja?

Y todos se echaron a reír.

A partir de ese día empecé a tener problemas familiares y laborales. Los familiares comenzaron con mi mujer, Diana. Llevábamos cerca de treinta años de matrimonio, y entre nosotros había ya muy poca comunicación: apenas hablábamos de otras cosas que no fuesen las relacionadas con la casa, ciertos viajes —ella solía pasar las vacaciones de turista con unas amigas—, y algunos asuntos familiares. Hasta en lo carnal habíamos llegado a un notable alejamiento, más allá de la decadencia libidinosa.

En la semana siguiente a la de la comida de la promoción, Diana me dijo que quería hablar conmigo de un asunto muy importante y, cuando nos sentamos uno frente al otro en el salón, ella me soltó:

—Mira, Baldo, creo que entre nosotros el matrimonio se ha apagado del todo, y he pensado ingresar en un convento.

Me quedé estupefacto. Diana no es demasiado piadosa, aunque vaya a misa algún domingo, pero no podía imaginarme esa decisión de pretender hacerse monja.

—Por ahora las cosas parecen complicadas —continuó Diana—. Necesito la nulidad matrimonial y, aunque no me haces falta para ello, te ruego que colabores conmigo, que no pongas reparos. Mi abogado te hablará del asunto.

—¿Y qué va a pasar con Irene y con Pablo?

—¡Si nuestros hijos ya han terminado sus carreras! Irene no vive con nosotros, y hasta tiene sus trabajillos. Y Pablo se irá a vivir solo en cuanto entre en el laboratorio, que será pronto. Ya no nos necesitan para nada… y seguiremos viéndolos, cada uno por su parte.

—¿Y tú? ¿Te has hecho piadosa hasta ese punto?

—Sí, Baldo. Dios me llama desde hace tiempo. El día que fuiste a comer con la promoción incluso me pareció sentir su voz. Quiero estar lo más cerca de él hasta que me llegue la muerte.

—Déjame que lo asuma, pero que sepas que no voy a crearte ningún problema —repuse.

A la semana siguiente, nuestro hijo Pablo nos llamó por el móvil para decirnos que quería hablar con los dos a solas. Parecía muy preocupado.

Sentados esta vez en el salón, Pablo parecía un poco pálido y su voz temblaba.

—Me da asco y rabia lo que tengo que contaros…

—Habla, hijo —dijo Diana—. Dinos lo que sea.

—Es a propósito de Irene. Un compañero me contó que la había visto en una red porno de prostitución virtual, y es cierto. Irene se ofrece por dinero haciendo guarradas.

Nos quedamos atónitos. Diana se echó a llorar.

—¡Habrá que hablar con ella! —exclamé—. ¡Qué desastre!

Pero el panorama desdichado no se aplacaba. A los pocos días me puse en contacto con el abogado de Diana para empezar a tratar el asunto de la separación y, sin querer entrar en la red para ver lo que hacía nuestra hija y nos había comunicado Pablo, habíamos llamado a Irene para que viniese a hablar con nosotros, lo que ella, acaso sospechando algo, iba retrasando con supuestos compromisos.

Las desventuras no terminaban: el director de la empresa donde yo trabajaba convocó a todos los empleados para informarnos de que una sociedad rusa la había adquirido, y que era muy probable que sólo se mantuviesen en sus puestos los expertos en informática, «o los que tengan conocimientos y destreza en el malabarismo», añadió el director, mirándonos con la misma estupefacción que se manifestaba en nosotros.

Mientras regresaba a casa en el metro, yo le iba dando vueltas en mi cabeza a la interminable sucesión de infortunios y absurdos que estaban marcando inesperadamente mi vida, y de repente recordé lo que había dicho Andrés Choz en el almuerzo de la promoción.

«¡Choz!», pensé. «¡Es ese jodido Choz!».

Al llegar a casa, llamé por teléfono a Nacho para pedirle el de Choz, procurando que no advirtiese mi disgusto, y Nacho, tan amable como de costumbre, me dio sus teléfonos fijo y móvil, el correo electrónico y hasta la dirección postal.

Me costó el resto de la tarde comunicarme con él. El móvil parecía desconectado, el fijo nadie lo cogía, pero al fin lo logré.

—¡Hombre, Baldo, qué casualidad! ¡En este momento tenía a mi Vladimiro llamando por teléfono a su jefe para quejarse de unos asuntos más o menos circenses!

Me quedé sin habla.

—¿Me oyes? —preguntó Choz.

—Sí, te oigo, perdona —repuse, recuperando el aplomo—. Perdona que te moleste. Quería saber si habías empezado a meter a mi doble en tu novela, pero ya veo que sí, por lo que me dices.

—Y no te imaginas lo que me está divirtiendo. Voy a encerrar en un convento a su mujer. A su hija la he hecho ciberputa. Ahora estoy imaginando qué haré con el trabajo del personaje.

—Ya te lo digo yo —respondí con brusquedad—: me despiden. Eso es lo que me va a pasar a mí. Y mi mujer quiere meterse monja, y mi hija hace guarradas virtuales… Te llamo para que destruyas todo eso, para que elimines a ese personaje.

Choz guardó silencio unos instantes.

—Vamos, Baldo, eso acabas de inventártelo tras oír lo que te he contado. En cualquier caso, serían casualidades, y ni eso me puedo creer.

—¿Y vas a seguir por ahí?

—¡Cuando a uno se le ocurre un personaje divertido, hay que darle caña! —repuso el escritor, y colgó.

Recordé la pistola del abuelo, que yo había heredado secretamente a través de mi padre, una automática de la guerra civil, Astra, de 9 mm, Unceta y compañía, Guernica, 1921. Tenía el cargador lleno y funcionaba, porque una vez la había llevado al campo y había hecho un disparo contra un árbol, uno solo, para comprobarlo. La guardo como un misterioso tesoro, en su funda de cuero duro y viejo, en lo alto del armario de mi habitación.

Busqué en el ordenador los trenes que salían para León, ciudad de residencia de Choz, y encontré muy pocos, pero había uno por la mañana pronto, y saqué billete para el día siguiente. Si Choz estaba allí aquel día, era muy probable que estuviese también al siguiente, ya que tenía que encontrarlo enseguida.

Llevé la pistola en su funda dentro de una cartera y al llegar a mi destino, menos de dos horas después, tomé un taxi para que me transportase a la dirección postal que Nacho me había facilitado.

En la portería había una chica amable, que me preguntó a dónde iba.

—Estoy citado con don Andrés Choz.

—¿Ya sabe que es el quinto de la escalera derecha?

—Por supuesto.

Fue el propio Choz quien me abrió la puerta. Me miró, atónito.

—¡Baldo! ¿Qué haces aquí?

—He venido a rogarte que elimines a ese personaje.

Choz se me quedó mirando con una sonrisa confusa, antes de invitarme a entrar:

—Anda, pasa, pasa.

Me llevó a un amplio salón cargado de cuadros, figuritas y tiestos, y me hizo sentar en un sofá.

—¿Quieres tomar un café? Estamos solos. Mi mujer se ha ido a la compra y la asistenta hoy no viene.

—Tienes que eliminar al personaje, insisto —dije con voz fuerte, decidida—. Todo lo que te conté es cierto.

—Parece absurdo…

Me puse de pie, abrí la cartera, desenfundé la pistola, la cargué y moví mi mano con ella empuñada.

—Si no eliminas tú al personaje, te eliminaré yo a ti.

Choz se levantó, evidentemente asustado.

—Vamos, vamos, lo elimino, no te preocupes.               

—¡Mi mujer se va a un convento, mi hija está de puta en internet, a mí me echan del trabajo! ¡No estoy de coña!

—Ven conmigo al escritorio.

Mientras Andrés Choz trabajaba en el ordenador, observé numerosos libros, unos llenando las estanterías y muchos apilados en el suelo, las fotos colgadas en las paredes, una en que varios compañeros, incluidos Andrés y yo, posábamos en un día de invierno, durante alguna excursión colegial.

Tres cuartos de hora después, Choz se volvió para decirme:

—Tema liquidado. Moriles y todo lo suyo han desaparecido de la novela. Espero que lo notes, aunque conste que me dejas turulato. Llámame cuando vuelvas a tu casa. ¿A qué hora te vas?

—El tren sale a las cinco.

—¿Quieres que comamos juntos y me lo cuentas todo al detalle? Como comprenderás, ¡estoy interesadísimo!

—Perdona, no tengo cuerpo para ello. Y que conste que siento lo que ha pasado.

—Más lo siento yo.

Salí del piso, recorrí las calles, visité la fascinante catedral, comí por el barrio antiguo y tomé por fin el tren.

Al llegar a mi casa, me encontré con Diana, muy nerviosa por mi desaparición:

—¿Dónde te habías metido? —me preguntó.

—Tuve que hacer un viaje urgente, perdona.

—¿Sin avisarme? ¡Me has tenido muy preocupada! ¡Te he llamado varias veces y tenías el móvil desconectado!

No quise contarle nada de lo que había pasado. Ella me miraba con aire extraño:

—Por cierto, he descartado lo del convento… Pero a ver si nos llevamos mejor. Vamos al salón, que ha venido Irene.

Al entrar, mi hija me abrazó con fuerza.

—¡Papá! ¡Esa del vídeo guarro no soy yo! ¿Cómo pensáis que puedo hacer tales cochinadas?

—Se me olvidaba, Baldo —dijo entonces Diana, que sin duda ya había hablado con Irene de la falsedad telemática—, te han llamado del trabajo, mañana tenéis una reunión importante.

—¿Una reunión importante? —pregunté, todavía confuso por lo que había afirmado Irene. 

—El que llamó me dijo «muy buenas noticias», y parecía encantado…

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