Palma de Mallorca, Islas Baleares, 1956. Este es un fragmento de la novela inédita Grachus.
—Recuerde bien cómo se llama. Sólo podrá usar una vez su nombre, pero esta vez será la definitiva. No habrá vuelta atrás.
El marinero desapareció de la cubierta. Era un hombre mayor con barba de varios días. Más bien parecía un vagabundo de los que dormían en los márgenes del río sobre un lecho de cartones.
El barco estaba atracado en la última dársena fluvial antes de la curva por donde el río embocaba hacia las marismas. A unos cincuenta metros había una escuela de remo, pero aquel día no había nadie en las instalaciones. Tampoco había nadie en la cubierta del barco (el marinero debía haber bajado a los camarotes, si es que aquel barco tenía camarotes). Hacía calor, o eso le pareció, aunque no estaba muy seguro. Desde hacía días —¿o eran semanas?— no podía estar seguro de nada. Pero el marinero le había preguntado cómo se llamaba, y el problema era que no tenía una respuesta. ¿Cómo se llamaba? Una vez, en África, un misionero belga —un tal Bekaert o Gevaert o algo así— le había dicho que todos teníamos varios nombres a lo largo de la vida. Tras una enfermedad, tras un fracaso, tras una ruina, tras una separación o al emprender un viaje, o al regresar, o cuando ya no se sabía qué hacer, o cuando lo habías hecho y descubrías que habías fracasado, tu nombre cambiaba porque debía adaptarse a las nuevas circunstancias. Miró el agua del río, tan tranquila a aquella hora de la mañana (los remolinos llegarían más tarde), y se preguntó cuál sería el suyo en aquel momento, después de haberse subido a aquel barco en la dársena desierta. ¿El que ha sobrevivido? ¿El que ha hecho daño? ¿El que no sabe encontrar el camino? ¿El que ni siquiera sabía que había un camino?
Miró el agua, singularmente transparente en aquella parte de la dársena que otros días recordaba espesa y oscura. Se oían voces de niños cantando «Cumpleaños feliz» en algún sitio. Debían de estar en el embarcadero o quizá en el parque que se extendía al otro lado del talud, donde las familias celebraban picnics por las tardes cuando llegaba el buen tiempo. Miró hacia allí, pero no vio niños ni familias ni ciclistas pedaleando bajo los pinos. Y sin embargo, las voces infantiles llegaban nítidas hasta el barco. «Cumpleaños feliz, cumple aaaa ñoooos feeee liz». Intentó recordar qué versos venían a continuación, pero no logró acordarse bien. ¿Te cantamos todos? ¿Te deseamos todos? ¿Te apreciamos todos? No, no se acordaba.
Notó que el barco se balanceaba débilmente. Debía haber pasado una barca (o tal vez una canoa de los entrenamientos de remo), porque vio que llegaban ondas a la orilla, débiles, tranquilas, aunque no se veían embarcaciones ni lanchas por ninguna parte. Vio un salvavidas colgado de la amura, a babor —¿o era estribor? — y vio unas descoloridas letras negras que decían Grachus.