La zanja

Ana Martínez Castillo

Albacete, Castilla- La Mancha, 1978. Su libro de relatos más reciente es Ofrendas (Eolas Ediciones, 2021).

Hacía tan sólo un par de días que nos habíamos instalado en la casa cuando descubrimos la zanja. A lo lejos. Mientras paseábamos hasta los límites de la finca, donde empiezan los árboles y el monte se escarpa y se aminora el llano. Al final de los almendros a la izquierda, ahí estaba la zanja. No tuvimos que acercarnos demasiado para escuchar el zumbido de las moscas ni para que el viento trajera el olor.

Inés dijo al día siguiente que había soñado con ella. Que se había despertado entre sudores porque se le había colado en los sueños. Con el revoltijo del fondo, con toda esa gelatina de animales en descomposición. Con las bolsas de plástico y los huesos. Con la pútrida jalea verde que lo recubría todo.

No pienses más en eso, le dije. Era asqueroso, ya lo sé, pero no pienses más en eso.

Pero, mamá, en mi sueño el caballo también estaba entero. Y relucía.

La casa tan blanca. Paredes de enjalbegue. Leve frescor de cal si una se resguarda entre los muros gruesos y deja que caiga la tarde. La parra y su sombra en la puerta. El canto de la chicharra. El calor que aprieta y adormece. Las moscas que van y vienen. El perfume dulce de la higuera y ese verdor que se hace manto sólido y que te cubre a la hora de la siesta. La zanja al final del camino, a la izquierda. El caballo al fondo, mirando. Ojos desorbitados y moscas que no se posan en él.

Aunque Carmela todavía es un bebé, me acerqué con ella en brazos hasta la zanja. Habían pasado días desde el descubrimiento y el cuerpo del caballo todavía se mantenía intacto. El olor era insoportable, pero procedía de los otros animales. Distinguí ovejas y algún carnero. Un burro. Pelo enmarañado, carne descompuesta, líquidos hediondos a revueltas con las lonas. Cuernos y ojos. Dientes. Y el cuerpo del caballo, espléndido.

Tiene los ojos como de cristal. Ojos de muñeco. Ojos de corcel de príncipe muerto, mamá, claro, porque eso es lo que es, ¿no? Un caballo muerto junto a otros animales muertos. Mamá, entonces, ¿por qué no se descompone?

Paco fue el primero que se percató de los ruidos. El primero en descubrir que la carne cruje por la noche, que chasquean los huesos, que el solano trae la música de los animales mientras su carne se deshace. De todos ellos, todos los de la zanja. Salvo los del caballo. Los del caballo, no. Sus restos permanecían en silencio mientras Paco los miraba. Ninguna larva nacía de él. Ningún bicho crujía sus diminutas mandíbulas sobre la piel del caballo. Ninguno. Lo supo mi marido porque se levantó a media noche y fue hasta la zanja, desvelado por el chasquido de la carne y su ruido atronador. Y dijo que, pese a la oscuridad, podía distinguir a los gusanos moviéndose, a las moscas pastando en la carne de las reses y que, cuando enfocó con la linterna, el cuerpo del caballo parecía resplandecer con luz propia, luz que emanaba de él, de cada uno de sus músculos inmóviles, de cada ligamento, del pelo de las crines, de todas sus fibras en insólita quietud.

Paco regresó a la casa al amanecer. Dijo que hasta ese momento le fue imposible apartar la vista.

Mamá, ¿por qué es tan blanco?

Sólo es un lugar donde los ganaderos de la zona tiran los animales que se han muerto, cariño. Nada más. Tendrían un caballo y ahí ha ido a parar, junto a los otros. Junto al carnero y las ovejas y el burro. Nosotros sólo estamos aquí de vacaciones.

Pero, mamá, es tan blanco el caballito, tan blanco, que alumbra.

Es verdad, pero no lo sé. No lo sé, pero pareciera que emana una suerte de luz. Por lo que sea. Ni idea de por qué. Por más que le doy vueltas, no lo entiendo.

Es tan lechoso, níveo, casi albino… Han pasado un par de semanas y continúa igual. Nos acercamos cada tarde a comprobarlo. Paco y las niñas y yo. Pasamos tanto tiempo mirando que ni notamos la pestilencia. El aire corrompido no nos afecta ya de tan cotidiano. Se trata de un olor crujiente, porque en el interior de la zanja todo cruje y silba y engorda y explota y salpica y verdea y es hermoso el contraste entre los gusanos blancos como piel esponjosa de caballo y el verde oscuro del almíbar que recubre a los demás y que gorgotea. A veces sueño con el gorgoteo y con el ojo del carnero que se escurre hacia abajo y hace chof en la jalea verde oscuro, casi negra. Y sueño también con la piel del burro, parda, verde, casi negra, que se funde con los huesos pardos, verdes, casi negros y que contrasta, sí, contrasta, con la pureza blanca del caballo, tan pura que resplandece, ¿me oyes, amor? Resplandece. Te estoy contando lo que he soñado, tú has podido ir a verlo todas las noches mientras las niñas y yo dormíamos. ¿Resplandecía de verdad allí en la zanja? ¿Resplandecía?

Claro que brillaba, sí, brillaba. Cada noche brillaba. Ni una mosca se detiene en él. Pero está muerto como los demás. Lo he comprobado. Muerto y en su ojo me reflejo yo, me reflejo en el ojo muerto del caballo mientras la gelatina y el olor y los fluidos pardos, verdes, casi negros, lo llenan todo, pero no salpican, no manchan, no rompen de manera alguna la pureza del blanco de la piel del caballo muerto, Marta, de esa piel de muerto que resplandece y cruje y se acompasa al aire de la madrugada y se reflejan las estrellas cada noche en la pupila muerta del ojo muerto, Marta, si la vieras…

Esta noche iré yo, amor, a verlo. A verlo yo.

Los grillos y esa paz de la madrugada. Aire quieto como músculo quieto de caballo. Se ve bien el camino, se ve a la luz llena, sin linterna se ve. El campo es fantasmagórico a la luz de la luna pálida como la crin del caballo, como la quijada del caballo, como el lomo suave y puro del caballo. Cruje la zanja en el silencio. Hace música la zanja con el chirrido de la jalea parda, verde, casi negra, con el deslizarse fantasmal de los bichos por los plásticos, por las lonas, por los dientes y los huesos. Tengo que tocarlo. Claro que brilla, sí. Claro que emite una luz como suya. Como de músculos y ligamentos y piel radiante y suya. Como si dentro hubiera algo que purifica. Una luminaria. Una lamparita. Una candela de órganos y venas y tripas. Tengo que tocarlo. Ver por qué no se mancha. Por qué no huele. Por qué no es un animal muerto como todos los demás. Tengo que tocarlo y ver por qué está aquí. No podemos irnos de esta casa ahora, está claro. No podemos regresar a la ciudad y olvidar la zanja, no podemos irnos y dejar el caballo y esta paz y esta luz. Tengo que tocarlo y a lo mejor amanece y me encuentran abajo con las manos sobre su lomo. Deberían bajar Paco y las niñas también. Y tocarlo. Abrazarlo. Sentir en la piel esa piel. Asomarse al ojo redondo y abierto que lo refleja con claridad todo. Yo me reflejo ahora en el ojo redondo y abierto del caballo, asomada desde el borde. Veo también la luna como piel y crin y quijada blanca, quieta, sutil, hermosa la luna reflejada en la pupila cristalina del caballo.

Tengo que posar ahí mis manos. Tengo que tocarlo. Ahora. Salto.

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