Latidos

Ana Gorría

Barcelona, Cataluña, 1979. Su libro más reciente es Nostalgia de la acción (Saltadera, 2016).

Carolina Coronado murió más de una vez. Todos moriremos más de una vez. La nota de la muerte de Graciela llegó de forma abrupta y desgarradora en un momento en que mi padre también estaba 
preocupado por la creciente frecuencia de desastres naturales y la tenaz crisis del agua, la «Sequía del Sahel». En una de sus últimas cartas, Graciela mencionó cómo las inundaciones habían devastado la comunidad, especialmente la de 1973 en Buenos Aires. Este doble golpe, la pérdida de una amiga en circunstancias violentas y la devastación ambiental, dejó una profunda sombra en el ánimo de mi padre que se mantuvo durante la totalidad de su vida. En su duelo, creímos entender, encontró consuelo en la música y en el cuidado de sus hijos, unos años más tarde. Era 1977, un año marcado por la oscuridad de la dictadura militar en Argentina, nos contaba. Mi padre nunca dejó de estar devastado. Sólo silencio desde entonces. Mi padre siempre miraba la estatua de caoba con devastación, algo que si bien antes simbolizaba una amistad vibrante, se convirtió en un recordatorio doloroso de pérdida y ausencia. La música que una vez les unió sólo pasó a ser un eco distante prolongado en el tiempo. Y, sin embargo, seguimos dejando pequeñas huellas, abandonamos pequeños estímulos que hacen un poco más pequeños el silencio y la distancia. Tal vez por eso guardamos, acumulamos, rescatamos esos pequeños momentos de contigüidad que nos construyen y que recortan esa distancia de ese yo que es un tú a través de las fotos, los recuerdos, las pequeñas marcas en que apelamos a una intimidad que está presente, que nos construye, aunque arrebatada y sin contornos más allá de un nombre propio o de un gesto suspendido en el continuo de la naturaleza. «Todo lo que hice fue mirar fuera / no hay paisaje / sólo este fémur doblándose hasta el suelo / a punto de colapsar / ni tú ni yo seremos siquiera / ese cadáver», dice Carla Nyman.
Cuando recuerdo el cuerpo muerto de mi padre, a veces me pregunto si podré demostrar su existencia más allá de este hilo de imágenes, palabras, gestos, carne. Este timbre en mi voz que le replica. Su historia que es mi historia y que es al mismo tiempo un minúsculo punto en un panel como líneas paralelas condenadas al desencuentro.
El corazón de mi padre latió una vez
en un diminuto
periodo de la
historia.
Tu corazón, en el momento
en el que haces presentes estas palabras, está latiendo.
Me pregunto por la sincronía entre sístole y diástole,
por su correspondencia,
por el sonido que podrían hacer al unísono todos los órganos en
[movimiento,
todos
nuestros órganos en movimiento,
también los de los muertos,
si el mundo se callara
de forma abrupta,
de repente,
sería la humanidad como una gran tormenta de lluvia.
Como un estallido de truenos y relámpagos, todos
a la vez:
el estruendo,
el acorde
semejante
de todos los músculos que bombean la sangre en dos direcciones:
el golpe seco de
la sístole,
el golpe seco de
la diástole,
como si fuera una de las notas de «Erbarme dich, mein Gott» de
[La pasión según San Mateo
de Johan Sebastian Bach,
o uno de los acordes del primer movimiento, «Langsam und
[schmachtend», de Tristán e Isolda,
de Richard Wagner,
al unísono:
algo que pueda parecerse a la unanimidad.
Que se parezca a la unanimidad.
Un gran acorde.
Como cuando en ocasiones, al dormir con mis padres siendo una niña, acercaba el oído hasta su pecho para oír ese lento tic tac tic tac tic tac tic que me confirmaba su cercanía en el pecho, en el lecho.
Como cuando cogía la mano de mi hermano Ramón al salir del colegio.
Como cuando jugaba en el patio con mis amigas y todas saltábamos a
[la comba y una y dos daban
vueltas y todas a la vez.
Como cuando la mano y el bolígrafo y el ojo en el papel son uno. Pero
[también son otra
persona.
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