Animales difíciles [Fragmento]

Rosa Montero

Madrid, 1951. Este es un fragmento de su próxima novela, la última de la serie Bruna Husky, que será publicada por Seix Barral en 2025.

Nueve años, un mes y doce días.

Consigno: me llamo Bruna Husky y soy tecnohumana.

O eso creo.

De lo que no estoy del todo segura es de si soy Bruna Husky. Pero mi naturaleza tecno es indudable.

Soy un clon humano y fui gestada durante catorce meses en un tanque de cristal y acero. Frías paredes y líquido amniótico artificial, en vez de la cálida, estremecida y viscosa caverna carnal en la que se ha formado la humanidad desde el principio de los tiempos. Madres. Qué extraño, qué extraordinario debe de ser saber que has salido del interior de un animal humano. De sus entrañas sangrientas. Es un conocimiento que a mí, hija de un tanque, me parece casi imposible de asumir. Si hubiera sido ese mi origen, creo que no habría sido capaz de olvidarlo, del mismo modo que ahora no puedo olvidar la cuenta atrás de la fecha de mi muerte —nueve años, un mes y doce días—. Haber salido de ahí sería un pensamiento repetitivo y obsesivo que me haría caer de rodillas, a medias horrorizada y a medias maravillada por el increíble y asqueroso prodigio de la maternidad.

Pero no. Yo nací en un cilindro de heladores vidrios propiedad de la empresa TriTon. Gracias a la habilidosa manipulación de los ingenieros genéticos, nuestro desarrollo está tan acelerado que a los catorce meses hemos alcanzado una edad biológica equivalente a los veinticinco años de un humano normal. Es entonces cuando nos activan, porque fuimos creados, hace algunas décadas, como mano de obra esclava, y esa es la etapa más eficiente y más rentable en un organismo como el nuestro. Por desgracia, a los diez años exactos se produce un fallo celular, un colapso multiorgánico llamado TTT, Tumor Total Tecno, que nos mata en una semana. Por eso sabemos nuestra fecha de caducidad. Por eso voy contando.

Nueve años, un mes y doce días.

Los malditos ingenieros genéticos no son tan inteligentes, después de todo.

O tal vez es que no les interesa encontrar la cura. Porque las revueltas rep nos libraron de la esclavitud, pero seguimos siendo la escoria social. Con todos los derechos sobre el papel pero todas las discriminaciones en la realidad de nuestra corta y miserable vida.

Uf. Acabo de escribir el último párrafo y me siento tentada de borrarlo. ¿Lo borro? ¿No lo borro? ¿Sí? ¿No? La Bruna Husky de antes nunca hubiera dicho algo así, nunca se hubiera puesto tan reivindicativa porque nunca hubiera consentido en verse como víctima. Y ahora parezco una jodida activista del Movimiento Replicante Radical.

Consigno: no me reconozco.

Lo cual no es de extrañar, porque no soy yo. Yo era una tecno de combate y disfruté durante casi siete años del prodigio de ser un animal de cuerpo perfecto. Medía cerca de dos metros y estaba genéticamente adaptada a la lucha. Ahora me miro y no sé a quién veo. Espera, lo voy a hacer. Activo el efecto espejo en el móvil y me contemplo. Qué birria de persona. Para ampliar la pantalla, despego el ordenador de mi muñeca y lo desenrollo y extiendo sobre la mesa. Tengo una altura de ciento sesenta centímetros y peso treinta kilos menos que antes. Aunque sigo haciendo pesas y ejercicios, mis músculos apenas responden. Mira qué cabeza de gorrión. En cuanto me reactivaron en este nuevo cuerpo, me afeité el cráneo y fui a tatuarme la misma línea negra que me recorre entera, atravesando mi cara por encima del ojo izquierdo, bajando por la mejilla, el cuello, el pecho, el abdomen, la pierna, el pie con su planta, para ascender a continuación por detrás hasta unirse en el pelado cuero cabelludo. La antigua Bruna iba así, y quedaba formidable y aterradora. Pero ahora yo, ¿qué aspecto tengo? Frágil y enfermizo. Mi pequeña cabeza resulta aún más diminuta sin cabellos. Y en mi rostro de rasgos finos y nerviosos, la raya oscura parece más una herida que un tatuaje. ¡Y estas manos de araña! Estos deditos largos y ligeros que, al cerrarse, componen un puño lastimoso incapaz de hacerle verdadero daño al enemigo. Sólo me gustan los ojos. Verdes, de un verde luminoso, intenso y llameante, con la distintiva pupila vertical de los tecnohumanos. Sólo me gustan estos ojos elocuentes. Y, en algunas ocasiones, también aprecio lo que mi mente hace.

Ahora soy un rep de cálculo.

Consigno: sé cosas que ni siquiera sabía que sé. Lo mismo que antes se activaba en mí una prodigiosa y fría lucidez ante el combate, ahora de mi dotación genética de fábrica emergen conocimientos absurdos en los momentos más inadecuados. Por ejemplo, ahora mismo resulta que lo sé todo sobre el Batallón Sagrado Tebano, una legendaria fuerza griega de élite creada en torno al año 378 a.C. Estaba compuesta por ciento cincuenta parejas de amantes, todos ellos varones, que luchaban espalda contra espalda y que jamás se rendían y ni cedían al miedo o al desaliento porque defendían la vida de sus amados. Comandados por el general Pelópidas, en 371 a.C. derrotaron a los temibles espartanos en la batalla de Leuctra, acabando con su dominio. Se mantuvieron invictos durante   cuarenta años, hasta que Filipo II de Macedonia y su hijo Alejandro Magno   los exterminaron en la batalla de Queronea. Eso fue en 338 a.C. Como no se dieron por vencidos, murieron todos. Los trescientos. 

¿Y a qué viene ahora todo esto? Lo ignoro. Los múltiples y variopintos conocimientos de mi personalidad de rep de cálculo a veces se activan de manera oportuna, pero en general surgen así, sin más, como regalos de palabras en la oscuridad. Quiero decir que sustituyen muy pobremente a mis dotes de antaño. Aunque, ahora que lo pienso, creo que el hecho de haber recordado una historia de guerreros formidables mientras me lamento de la pérdida de mi capacidad de combate no es algo casual. Quizá mi mente actual intenta congraciarse con quien fui. Quizá es un mero esfuerzo adaptativo.

Consigno: dentro de mí soy muchos. A veces me parecen demasiados.

Soy un experimento. Un criminal inoculó mi anterior cuerpo de Bruna con un veneno hemotóxico fulminante, y la única salida para evitar la muerte consistió en forzar un proyecto experimental de trasvase de memorias en el que estaba colaborando mi amigo el viejo archivero Yiannis. Mis recuerdos, junto con toda mi información racional, emocional y sensorial, fueron descargados en bases de silicio que a continuación se implantaron en un tecnohumano nuevecito. En esta birria de cálculo que soy. Pero por lo menos puse el contador a cero.

Nueve años, un mes y doce días.

Soy única en el mundo. Una solitaria rareza. Aunque ya era rara de antes. Ser diferente es mi destino. La antigua Bruna tenía una memoria artificial mucho más extensa y verdadera que la de los otros tecnohumanos; mi poco recomendable memorista, Pablo Nopal, me implantó ilegalmente su propio pasado. Todo eso sigue estando aquí, dentro de esta cabeza alborotada. Así que ahora soy un triple monstruo: por ser rep, por tener una memoria demasiado humana, por habitar un cuerpo prestado.

Y aquí estoy lamentándome de nuevo. Chapoteo en la asquerosa auto-  conmiseración de esta nueva vida. Qué blandos son los replicantes de cálculo, maldita sea.

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