Nueva York, 1968. Uno de sus libros más recientes es Prepossessing Henry James: The Strange Freedom (Routledge, 2023).
Las Palmas, 1939. Consuelo Burell enseña literatura en el Instituto. Lee con sus alumnos fragmentos de Ortega, de Juan Chabás, novelas de Azorín, Baroja y Gabriel Miró. Las del narrador valenciano atraen especialmente a una de sus alumnas, de nombre Carmen Laforet. La adolescente devora Las cerezas del cementerio (1910). Subraya a lápiz la respuesta de Félix a la esposa del naviero: «¡Oh, sí! Soy muy nervioso. Siempre creo que va a sucederme algo grande y… no me sucede nada; siempre estoy contento, y contento y todo… yo no sé qué tengo que siento el latido de mi corazón en toda mi carne y… lloraría». Y repite, mirando por la ventana: «Siempre creo que va a sucederme algo grande y… no me sucede nada» (362). Consuelo Burell es íntima amiga de Carmen, hija de Américo Castro. A principios de la década de los treinta, ambas han asistido juntas a los cursos de la Universidad de verano de Santander, donde tuvieron la ocasión de escuchar las lecciones de Xavier Zubiri, a quien Carmen conoce desde diciembre de 1930, cuando lo escuchó dar una conferencia en Berlín sobre «Pascal y el pensamiento español del siglo XVI». «Rien de si inconcevable», escribía el pensador francés, «que de dire que la matière se connaît soi-même». Y al marco de esa nada (rien) inconcebible lo llamaron marxismo, y a ese modo que la materia tiene de (des)conocerse la llamaron ideología. Pero, por mucho Cervantes que leyera, Zubiri estaba en otra guerra, en otra materia, otras ideas y otros ismos. Años después, cuando Carmen Laforet huye literalmente a Barcelona para iniciar una nueva vida, su profesora le ruega a Carmen Castro que cuide de su antigua alumna, «una muchacha de talento». Zubiri y su esposa están en Barcelona por razones sobrevenidas: la secularización del filósofo para poder contraer matrimonio, y otros recelos posiblemente provocados por su europeísmo tendencialmente liberal, movieron al régimen a sacarlo del espacio académico madrileño. La Facultad de Letras de Barcelona se le impone como el destino forzado de un exiliado interior. Carmen Castro cumple perfectamente con su deber. Lo cuentan Ana Caballé e Israel Rolón-Barada:
Los días de Carmen [Laforet] transcurrían de una forma muy aleatoria, y entre varios espacios: las mañanas en la universidad, en compañía de Linka, Ana María Estelrich, Néstor Luján, Julio Garcés, Asenchi Madinabeitia, Antonio Vilanova… Algunas veces entrando en clase y otras quedándose en el bar, en el patio, en la biblioteca o saliendo a explorar los alrededores. Las tardes en la acogedora casa de Carmen Castro, entre libros y el imán intelectual ejercido por Zubiri. (120)
La imagen del imán intelectual tiene su encanto, pero más gravitación ejercen esos libros desparramados en la acogedora casa, libros que no estaban, con seguridad, escritos por Zubiri, pues su primer libro publicado es Naturaleza, Historia y Dios (1944), y Laforet se marcha de Barcelona a Madrid en 1942. Pero habría folios con anotaciones, apuntes de curso, retazos de escritura prestos a ser interpelados. Entre esos libros podían figurar algunos volúmenes enviados por su discípulo Julián Marías: seguramente su tesis doctoral, La filosofía del Padre Gratry. La restauración de la Metafísica en el problema de Dios y de la persona, dirigida por el propio Zubiri, pero defendida en Madrid con la sonada ausencia de su director, quizás la Historia de la filosofía (1941), a la que Zubiri contribuye con un relativamente desganado prólogo, probablemente el libro sobre Miguel de Unamuno (1943). ¡Hay que ver cuánto escribe este Marías! En este último libro pudo leer Zubiri, con la mirada de Laforet saltando sobre sus hombros:
Se trata, pues, del problema del hombre, de la persona humana, y de su perduración. Y quien plantea esta cuestión es la muerte: se trata de saber qué es morir, si es aniquilarse o no, si morir es una cosa que le pasa al hombre para entrar en la vida perdurable, o si es que deja de ser, que no le pasa nada. (25)
Cuando Marías, pocos meses antes, redactaba en Madrid estas frases, sintió la necesidad de concederles un broche existencialista —no olvidemos que L’être et le néant, de Sartre, se publica también en 1943: «Porque esto es lo angustioso e intolerable, como vio muy bien Unamuno: que no pase nada». Marías respira aliviado, y mira por la ventana de su casa en la Calle Covarrubias, a ver qué pasa, a ver lo que pasa, a contemplar, como traduciría Juan de Mairena, los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa. Pasar, acontecer. Qué diferencia de verbo. O no exactamente, pues lo cierto es que vislumbra la delgada silueta de Camilo José Cela, el joven escritor que le ayudó, parece, pocos años antes, a salir de la cárcel. Pasa Cela, pero no con un pan bajo el hombro, como decía Vallejo, sino con una copia de su novela La familia de Pascual Duarte, que fue como un pan infinito para él, recién salido de las horneadas prensas. Camilo se detiene, busca un fragmento particularmente lírico, que le emociona y refuerza:
Yo respiro mi aire, que entra y sale de la celda porque con él no va nada, ese mismo aire que a lo mejor respira mañana o cualquier día el mulero que pasa… Yo veo la mariposa toda de colores que revolea torpe sobre los girasoles, que entra por la celda, da dos vueltas y sale, porque con ella no va nada, y que acabará posándose tal vez sobre la almohada del director… Yo cojo con la gorra el ratón que comía lo que yo ya dejara, lo miro, lo dejo —porque con él no va nada— y veo cómo escapa con su pasito suave a guarecerse en su agujero, ese agujero desde el que sale para comer el rancho del forastero, del que está tan sólo una temporada en la celda de la que ha de salir para el infierno las más de las veces…
No le sucede nada. No le pasa nada. No va nada. Camilo, en Madrid, no es consciente de que Julián lo observa desde la ventana. Xavier, en Barcelona, sabe que Carmen lee por encima de su hombro. Pocos meses después, ya en Madrid, casi al final de un manuscrito trabajosamente mecanografiado, la joven teclea:
Bajé las escaleras, despacio. Sentía una viva emoción. Recordaba la terrible esperanza, el anhelo de vida con que las había subido por primera vez. Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la calle de Aribau no me llevaba nada.
Todavía no está segura de cómo titulará su novela. Pero ya va teniendo una idea.
En una conferencia con notas de carácter autobiográfico dictada en 1971, Julián Marías evoca la publicación, treinta años antes, de su Historia de la filosofía:
El año 1941 empezó lo que podemos llamar mi vida adulta; de escritor propiamente público. Conviene recordar que aquel libro mío fue el primer libro nuevo de la posguerra, el primer libro que no fuera de un autor ya mayor y consagrado, el primer libro de un autor que aparecía en el escenario español después de la guerra. He recordado que se publicó en enero de 1941. El segundo libro notorio fue La familia de Pascual Duarte, una novela de Camilo José Cela, en diciembre de 1942. En 1943 publiqué Miguel de Unamuno. A fines del 44 publicó Zubiri su primer libro: Naturaleza, Historia, Dios. El año 45, si no recuerdo mal, apareció Nada, de Carmen Laforet. Es decir, la vida intelectual española empezaba tímidamente a dar sus primeros pasos de convaleciente. (Ser español, 20)
Este párrafo es impactante e insólito. Son cinco años (1941-1945) y cinco textos (Historia de la filosofía, La familia de Pascual Duarte, Miguel de Unamuno; Naturaleza, Historia, Dios y Nada). Cinco. Ni uno más ni uno menos. Y son un concepto muy determinado, el de vida intelectual española, y una metáfora compleja, la de los primeros pasos de convaleciente, pues por un lado contrapone a la vida la amenaza de una enfermedad supuestamente superada, o en vías de curación, y por otro sugiere que el modo de dicha vida es un itinerario de pasos, un caminar, habilitado por unos pasos primeros u originarios. Se me antoja urgente comprender este párrafo, desentrañar tanto su (ideo)lógica raciovitalista y organicista (vida adulta, vida intelectual, convaleciente), como la (odo)lógica que vincula un arco temporal hecho de pasos a una lista cerrada de títulos. Urgente interrogar un trozo mediato (mediado) de un pasado, el nuestro, aparentemente inmediato, y de este modo entronizar la mediación literaria y filosófica como mecanismo determinante en la configuración ideológica de nuestra realidad social. Cinco años, decíamos, y cinco libros. Tanto el cómputo como el elenco final podrían parecer aleatorios. ¿Por qué no incluye, por ejemplo, El contenido del corazón (1941) de Luis Rosales, un poeta sólo cuatro años mayor que Marías? Quizás, en la lógica del párrafo, porque no era «el primer libro de un autor que aparecía en el escenario español después de la guerra» (cursiva añadida). Rosales ya había publicado antes. ¿O por qué no estirar el segmento temporal con el fin de incluir, por ejemplo, La sombra del ciprés es alargada (1947) de Miguel Delibes? Porque, suponemos, convenía darle un contorno nítido a este apresurado inventario, y cerrar en algún sitio. ¿Qué mejor terminum ad quem que Nada? Cabe, en efecto, objetar desde diversos ángulos a un párrafo cuya cerrada simetría nos insolenta y estimula a partes iguales. Vaya por delante, en cualquier caso, que cualquier intento de explicar este párrafo habría no tanto de quitar textos como de proporcionar contextos. Por dos razones esenciales. La primera es la calidad indiscutible de los cinco libros allí mencionados. La segunda es la profunda credibilidad que inspira todo lo que afirma su autor. Julián Marías no fue un intelectual dado ni a la inexactitud ni al farol. De ahí, entre otras cosas, la incomodidad que su presencia y opinión despertaron siempre en el mundo cultural español, tan dado, con todos los respetos, a estridencias de charanga y pandereta: si el establishment franquista no supo callarlo, la intelligentsia progresista no quiso saberlo. De ahí, también, la magnitud e injusticia de nuestro olvido —de nuestro olvido, es decir, de su imponderable obra. Por ello mismo, si Marías dice que su Historia de la filosofía fue «el primer libro nuevo de la posguerra», lo cual es mucho decir, y si repite, sin aparente embarazo, la lisonjera frase «el primer libro» dos veces más, algo de verdad puede haber en ello. Pues lo dice una persona que jamás se concibió a sí mismo como primero en jerarquía alguna o princeps de nada, una persona que convirtió, en gran medida, toda su trayectoria profesional y vital en la defensa de unos primeros que eran siempre otros: Ortega y Zubiri, sobre todo, y algo más lejos, como padre último de tanto, como inquietísimo motor inmóvil, don Miguel de Unamuno, con permiso de Cervantes.
No se precisa, en cualquier caso, un desmedido acto de fe para convenir, con Marías, que esos cinco títulos pudieron efectivamente ostentar una posición de privilegio en la constitución del nuevo campo cultural que se abría en España inmediatamente después de la guerra civil. Lo que cabe discutir es, por un lado, la naturaleza precisa del papel que jugaron en dicha constitución y, por otro, el sentido de la relación que estos textos establecieron entre sí, si es que dicha relación efectivamente existió. Marías deja caer los títulos, uno tras otro, como nombres de herederos en un acta notarial, con cierta rigidez administrativa, incluso desgana—nótese el «si no recuerdo mal» que precede a la fecha de publicación de Nada—. Pero lo cierto es que al final los enlaza bajo la función compartida de ser «los primeros pasos de convaleciente» que «la vida intelectual española» daba «tímidamente» tras la guerra. Es relevante que un filósofo profesional sugiera de manera tan espontánea la homologación transitoria de los ensayos filosóficos escritos por él mismo, por su maestro Zubiri, y dos novelas bajo la etiqueta compartida de «pasos» de una vida intelectual, la categoría que Zubiri pone a circular en el primero de sus ensayos de Naturaleza, Historia, Dios. Sorprende en gran medida porque Zubiri, en 1944, no era precisamente un joven convaleciente aferrado a un andador: tenía cuarenta y seis años y dos tesis doctorales (aún inéditas) a sus espaldas. La imagen de la convalecencia resultaba mucho más acertada en el caso de Cela, quien conoció, en el mismo año (1931) en el que nace Thomas Bernhard, los rigores de un sanatorio para tuberculosos. Por otro lado: ¿Fueron Cela y Laforet dos intelectuales? ¿Quisieron serlo? Quizás más inquietante aún resulta la posibilidad, también abierta, de formular una pregunta alternativa: ¿Fueron el ubicuo Cela y la huidiza Laforet dos novelistas, o fueron acaso los autores, respectivamente, de una novela memorable, y en el caso de Cela, de una novela transgresora seguida de otros dos textos memorables—Viaje a la Alcarria y San Camilo 1936—mucho después? Y ya puestos a especular, podríamos asimismo preguntarnos si, bajo el amparo del nombre de Unamuno, a quien Marías dedica su libro de 1943, no se alza acaso una nube de indefinición genérica (¿novela?, ¿nivola?, ¿niebla?) o lo que sea el genus que las especies La familia de Pascual Duarte, Nada y La Tía Tula comparten o tienen en común. ¿Fue Unamuno un novelista? ¿Podría hacerse un relato crítico de la narrativa española del siglo XX desde Unamuno, y no, como dicta el sentido común, desde Tirano Banderas; o como dicta el capricho, desde Baroja? Pues ¿no es acaso eso lo que implícita y perversamente sugiere Marías, al colocar su estudio sobre el pensador vasco en posición de precedencia genealógica sobre esos dos textos relativamente imposibles e impensables que fueron La familia de Pascual Duarte y Nada, relatos de interrupción genealógica, inasumibles por familia alguna, impermeables, por mucho que Marías se esmere, a la asignación generacional, relatos no de generación sino de muerte, de tierra, y humo, y polvo, y sombra, y nada? ¿No desdibuja acaso esa asignación genealógica la estrechísima vinculación que esas dos novelas ostentan con otras líneas de descendencia (Galdós, Miró, Baroja) no por más previsibles menos ignoradas por la crítica? Pues se trata, insisto, de determinar la naturaleza de esa relación entre ensayos filosóficos y novelas, fuera del esquema escolar de la historia de las mentalidades, la impregnación generacional, el aire o espíritu de los tiempos, un esquema que casi siempre prescribe la influencia unidireccional del texto filosófico en el texto literario.
En su prólogo a la edición inglesa de Naturaleza, Historia, Dios, redactado en 1980, Zubiri retoma la distinción entre las cuatro cualidades del tiempo —mensura, edad, duración, acontecer— que él mismo elabora en uno de los ensayos del libro, para tratar de explicar la singularidad del lapso de años 1932-1944 en el cual redactó los textos que lo componen. Este lapso, afirma, «tiene una doble significación. Una concierne a cada uno de los estudios tomado por sí mismo. Otra concierne a la totalidad de aquellos». La primera significación exige nuestra atención al hecho de que cada uno de los ensayos «tiene su fecha precisa y es refiriéndose a ella como debe ser leído». Esta datación precisa de cada ensayo importa porque en la historia, la de entonces, y la que dista entre aquella y 1980, «han acontecido», afirma Zubiri, «muchas cosas». Ningún lector atento de Heidegger, y Zubiri lo fue en grado sumo, emplearía ese verbo (acontecer) de manera inocente. Y es precisamente esta filiación espiritualista —ontoapocalíptica— del concepto de Ereignis (acontecimiento) lo que desactiva el potencial materialista que anima las alusiones iniciales de Zubiri a la necesaria datación histórica de los textos. Exigir la atribución de todo texto a su momento histórico, la vinculación de todo texto con la hora de su composición, constituye una prioridad en cualquier investigación materialista de un determinado campo textual. La razón es que Marx sugirió que toda formalización cultural (jurídica, política, religiosa, literaria) que emerge en el ámbito de la superestructura ha de explicarse en relación con las condiciones de la base socioeconómica —las relaciones y modos de producción que rigen el campo de la infraestructura. Dado que estos modos y relaciones son susceptibles de alteración en el curso temporal de la historia, sus efectos supraestructurales están condenados al estigma de su fecha: llevan su momento histórico tatuado como epígrafe imborrable. Aunque las ideologías tienen una estructura funcional, no poseen, como recordaba Althusser, una historia propia. Pero no por ello dejan de ser históricas. Las ideologías son, en rigor, omnihistóricas en la medida precisa en que dependen del fragor material, históricamente fechado, de las relaciones de producción y la lucha de clases. ¿Alude Zubiri a esta servidumbre, a la dependencia que los textos ideológicamente producidos establecen con los tiempos ineluctables de infraestructura socioeconómica? No lo creo. En el fondo, a Zubiri poco le importa la datación diferenciada, e históricamente cualificada y cualificable (recordemos que 1931 significa más que 1932, o que existe un antes y un después de 1936) de los diversos ensayos que componen su libro. Le interesa mucho más destacar el arco espiritual que los enlaza. En cierto sentido, el filósofo vasco está dejando de hacer dos cosas. Primero, está omitiendo la relación estrecha que existe entre cada uno de los textos escritos entre 1932 y 1944 y el horizonte de ideologías disponibles para un escritor español en esas fechas. En segundo lugar, está dejando de mencionar el acontecimiento más relevante que se registró en la sociedad española en ese lapso de tiempo: la guerra civil.
Zubiri procede a esa omisión, a ese borramiento de la historicidad material, mediante un sofisticado mecanismo de análisis conceptual del tiempo como momento de las cosas, como realidad cualificada como «unidad estructural», como temporeidad, que exige la distinción entre las nociones de mensura, edad, duración y acontecer. Las dos últimas nociones son las que importan:
La duración es anterior a su presunta numerabilidad; su mensura es extrínseca, porque la duración en sí misma no es adecuadamente aprehensible en números. Cuando las cosas temporales son los hombres en la integridad de su vida, entonces surge una cualidad temporal nueva. La vida del hombre en esta su totalidad tiene un momento esencial constitutivo: es proyecto. Pues bien, el proyecto cualifica el tiempo como acontecer […] El acontecer puede ser biográfico, social, histórico. Cuando los proyectos humanos dentro de un lapso de tiempo responden a lo que pudiéramos llamar una inspiración común, entonces el tiempo del acontecer tiene un matiz temporal propio: es etapa (que puede a su vez ser biográfica, social o histórica). Etapa es el acontecer cualificado por una inspiración común. Ahora se ve que no es lo mismo lapso de tiempo que etapa. La etapa es una cualidad de un lapso de aconteceres. El cambio de inspiración común es el inicio de una nueva etapa. (12-13)
Es perfectamente legítimo proceder a la autoexplicación de una etapa biográfica mediante criterios de inspiración. Y perfectamente imperfecto. No olvidemos la densidad cultural (idealista, expresionista, espiritualista, organicista) de un concepto cuya ubicuidad contemporánea lo acredita como ideologema: un anuncio actual de una marca de electrodoméstico de cocina y limpieza del hogar reza «tu aspiración, nuestra inspiración». Quiero decir que Zubiri blande el escudo espiritualista del proyecto raciovitalista con el fin de evitar tener que dar cuenta y cuento de sus condiciones reales de existencia entre 1932 y 1944, condiciones que pertenecen al plexo infraestructural de la convulsa sociedad española en esas mismas fechas. Zubiri se defiende de la vida real con (el concepto orteguiano de) la vida. Y de los tiempos reales de su vida con (el concepto heideggeriano de) el acontecimiento temporal. Mediante representaciones imaginarias (la vida, el acontecimiento, el proyecto, la etapa, la inspiración) desfigura su relación con sus condiciones materiales de existencia. La estrategia es, pues, impecablemente ideológica. Y mediante esta estrategia ideológica se exime de tener que incorporar la ideología como herramienta analítica. En otras palabras: lo más ideológico del prólogo de Zubiri (escrito en 1980) es el modo en el que pretende esquivar, tanto en dicho prólogo como en los ensayos que lo componen, la noción de ideología para explicar la naturaleza singular de unos tiempos biográficos. Y lo más histórico de estos ensayos —su tatuaje de realidad— radica en su borramiento de la historicidad material como presupuesto necesario de toda hermenéutica filosófica —que es lo que en el fondo hace Zubiri, por mucho que proclame un reinicio metafísico.
Retomemos la frase central, la más escandalosamente orteguiana, del párrafo anterior: «La vida del hombre en esta su totalidad tiene un momento esencial constitutivo: es proyecto». Y hagámoslo con nuestras dos novelas en mente, La familia de Pascual Duarte y Nada. ¿Qué resultado obtenemos de esta operación intertextual? Sencillamente, la perplejidad. En su Historia de la filosofía, Marías argumenta que:
Marx, que subrayó con acierto e indiscutible genialidad la importancia del factor económico en la historia, pretendió fundarla íntegramente en él y considerar todo lo demás, mediante una construcción arbitraria e insostenible, como una superestructura de la economía. La cultura, la religión, la filosofía y la vida entera del hombre se explicarían por la componente económica—real, pero parcial y, aunque imprescindible, secundaria—de ella. (330-331)
Paralelamente, y a modo de ilustración irónica de esta tesis, Marías incluye el prólogo (1942) de Ortega a los Veinte años de caza mayor del Conde de Yebes en su entrada sobre su maestro, un texto que no es sino la versión elegante (supraestructural) del informe infernal de Cela. En el fondo, el denominador común de las novelas de Cela y Laforet no es otro que la imposibilidad radical del proyecto de la vida, la inviabilidad constitutiva de la vida como proyecto. Y esa imposibilidad, a las alturas de los cuarenta, tiene mucho que ver con el sometimiento a una cronología de posguerra que, inevitablemente, historiza la nada. El denominador común no es otro, pues, que la sustitución del proyecto por el deyecto—el Geworfenheit heideggeriano que los reclutas de Recuento (1973), la novela de Luis Goytisolo, inconscientemente vislumbran en el estiércol petrificado de los suelos. En El árbol de la ciencia (1911), en el curso de una de las largas conversaciones entre Andrés y su tío, este se sorprende de que el joven estudiante no tenga pensado «visitar» en su condición de médico:
—¿Y entonces qué plan tienes?
—¿Plan personal? Ninguno.
—Demonio. ¿Tan pobre estás de proyectos?
—Sí, tengo uno; vivir con el máximum de independencia. En España en general no se paga el trabajo, sino la sumisión. Yo quisiera vivir del trabajo, no del favor.
—Es difícil. ¿Y como plan filosófico? ¿Sigues en tus buceamientos? (124)
Es esta falta de proyecto y proyectos lo que sella el destino de Andrés. Y el de sus dos remisos legatarios, Pascual y Andrea. ¿Plan personal? Ninguno. En ellos (jóvenes de la posguerra) la negación se cronifica, y así el anacronismo cultural de toda nada pierde su aspiración eterna, sagrada, mística —de Zambrano a Maillard, de Valente a Mujica. Todo el que desde entonces— la guerra civil— ha pretendido, mediante raros buceamientos, borrarle a esa nada su tatuaje de tiempo, se condena al fracaso. Seguimos en cierto modo anclados en ese tiempo de lo que no es. Anclados, pero no sometidos. Sólo se somete quien aspira, ilusoriamente, a liberar «la vida entera del hombre».
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Pío Baroja, El árbol de la ciencia (Alianza, 1968).
Ana Caballé e Israel Rolón-Barada, Carmen Laforet: Una mujer en fuga (RBA, 2010).
Camilo José Cela, La familia de Pascual Duarte (Destino, 2002).
Carmen Laforet, Nada, en Novelas (Planeta, 1970).
Julián Marías, Historia de la filosofía. En Obras I. (Revista de Occidente, 1958).
_______________Miguel de Unamuno (Espasa-Calpe, 1960).
_______________Ser español (Planeta, 1987).
Gabriel Miró, Las cerezas del cementerio, en Obras escogidas (Aguilar, 1950).
Xavier Zubiri, Naturaleza, Historia, Dios (Alianza, 1994).