De su veloz vuelo

Ernesto Calabuig

Madrid, 1966. Este texto forma parte del libro de relatos Frágiles humanos (Tres Hermanas, 2021).

A Franco Battiato, por Del suo veloce volo

1

No sabe por qué, pero el primer recuerdo que siempre se le presenta de su viejo y querido amigo del colegio le conduce, una y otra vez, a un septiembre tan lejano que se cae a trozos —y casi de vergüenza— de tanto tiempo que ha pasado, un septiembre que se deshace ya entre los dedos como un viejo papel, una de esas fotos que se desintegran si las tocas o las piensas mucho. A cierta edad, ya no está todo ahí tendido, a tu disposición. Se agota el crédito de la memoria y los recuerdos sólo permiten tentativas breves de acercamiento: con permiso previo, salen unos instantes de la vitrina y los sostienes en tus manos enfundadas en guantes, no vayan a quebrarse o a esfumarse. Te dejas llevar, te lanzas entre las brumas del pasado y esperas revelaciones, pero ya atrapas, con suerte, un breve fulgor, un aroma querido, un destello que pronto se apaga. Desde tan lejos, no esperes ya permanencia o precisión en los detalles.

Pero el caso es que evocas al amigo y estás ahí de nuevo, sumergiéndote en la búsqueda, tan desesperada como absurda, de aquel tiempo. Y por fin lo ves: es septiembre, una mañana a la vuelta de las vacaciones, y estáis los dos en una sala descomunal, de techos altísimos, de un colegio de curas. Es la hora de las verdades. Lo sabéis de sobra: no se obró el milagro, nada se conjuró para salvaros. Ni la imaginación infantil más poderosa ni el más largo de los veraneos llegan a ser eternos. Ninguna estrategia consigue postergar o disolver lo inevitable, por mucho que te hayas vuelto desde niño un artista de la negación y del disimulo, todo un creador y un habitante de refugios en tus realidades paralelas. La realidad efectiva se impone. Esa sala descomunal y el eco de la voz franquista, cuartelera y seca del Padre Prefecto, os vuelven diminutos y hacen que las palabras y advertencias que se pronuncian en voz alta estallen como bofetadas, como ásperas arengas de un patio de banderas, como sentencias inapelables. Te imaginas esposado, conducido con otros en rigurosa fila, con la cabeza baja, hacia un lugar que inspira miedo, tal vez golpeado por el anillo de un dedo grueso sacerdotal y campesino en la cabeza. Alguien vino de provincias para hacer justicia, para ensañarse contigo. Consiguen que sientas que eres indigno, pecador, que nada mereces, que sólo te quedará, en el futuro, obedecer, aceptar tu destino y tu castigo, tu condición de ser inútil. No podéis sortear la evidencia: ni tú ni tu amigo vais a recuperar las matemáticas, ni esa otra asignatura que ahora ya ni recuerdas. A los dos os tocará repetir curso. Al menos esa circunstancia une: tenerse el uno al otro. Ser dos, y no un miserable uno, es un pequeño gran consuelo, un menos mal. Como tu padre decía: «¡Menos mal que se ha inventado el menos mal!».

Con los boletines azules en la mano, salís del centro escolar a través de pasillos excesivos, forrados en un mármol reluciente donde predominan las vetas marrones, que se agigantan como galerías vaticanas o prisiones del Conde de Montecristo. Después de todo, este colegio fue durante la guerra la Cárcel de Porlier. Desde lo alto de una escalera, una limpiadora que debe de estar poniendo todo a punto para los inicios de curso, os mira al pasar y os saluda. Hay solidaridad, comprensión, tal vez compasión, en su mirada. Seguramente también tiene hijos. Una vez fuera, camináis despacio por Conde de Peñalver, por Padilla, por Hermanos Miralles —que en poco tiempo volverá a llamarse Díaz Porlier—, por General Pardiñas… Os desplazáis sin sentido, donde las piernas lleven, sin rumbo fijo, sentís ya el destierro, la expulsión del paraíso, el enfado de Dios. Y, de vuelta a Conde de Peñalver, os demoráis ante el gran escaparate de Deportes Cóndor, con sus relucientes e inalcanzables balones de baloncesto marca Mikasa naranjas, amarillos o de franjas, tricolores, con los trofeos y las sólidas botas de fútbol negras de rayas blancas, las rodilleras elásticas marrón claro y los relucientes guantes de portero y de boxeo… Decidís, sin decirlo, retrasar el regreso a vuestras casas y el momento de comunicar las malas noticias. Os queda esa pequeña, desesperada baza en la manga. Lo que no se formula, de algún modo, todavía no ocurre. Ese es vuestro reducido poder, congelar, postergar lo que tenga que ser. Frente a la gran luna del Bazar Horta os quedáis los dos un rato callados, deseando en secreto juguetes con los que se supone que ya no podéis jugar. Unos Madelmanes y Geypermanes y Big Jims, entre tanquetas, combaten ataviados con uniformes ingleses y alemanes. Alguno, incomprensiblemente, va en traje de buzo, de karateka o de policía montado del Canadá. Un tren eléctrico circula por una larga vía entre ferroviarios, camionetas y estaciones, ante la mirada impasible de varias muñecas Nancy. Por algún lado llegará la aviación. Os toca empezar a ser mayores, apartar los deseos infantiles. Tu amigo saca incluso un cigarrillo algo aplastado del bolsillo trasero del pantalón, que tal vez le robó a su padre o a un hermano mayor. No sabías que fumara. Tiene el valor de ponérselo entre los labios y pedirle fuego a un señor que pasa, que le enciende el pitillo al tiempo que le recrimina: «Chaval, no seas tonto, que el tabaco es una porquería y luego no hay manera de dejarlo». Este día habláis los dos como nunca antes lo habíais hecho, atropellando las frases, quitándoos la palabra. Te reconforta el calor de su cercanía y de su confianza en este momento tan aciago. Nunca antes habíais conversado tan largo ni intercambiado tantas palabras. Esbozáis decenas de versiones y excusas para presentar en las respectivas casas. Tampoco con anterioridad te habías fijado en lo guapo que era tu amigo, en sus ojos tan azules de largas pestañas, su nariz recta y pequeña, equilibrada y perfecta, su flequillo castaño, tan fino y de reflejos claros, que juega con el aire. Eres mucho más alto y mucho más fuerte que él. Su belleza, en cambio, parece femenina. Sientes que te gusta estar con él, escuchar cómo ríe y cómo habla, su voz algo áspera, su acento gallego y una manera muy particular de pronunciar las eses. Piensas que, después de todo, no será tan duro repetir curso si permanecéis juntos y puedes verlo y estar a su lado cada día. A tus tareas absurdas, a la indefinición esencial de tus proyectos vitales, incorporas la de adorarlo y protegerlo de cualquier daño o amenaza que asome por el horizonte. Seguro que no lo necesita ni le hace falta, pero ahí estarás, puede jurarlo, si se da el caso. La vida sigue pareciéndote un túnel oscuro, suspender y fallarte tanto a ti mismo y a quienes te quieren se parece a perder en una acera el reloj Thermidor que te regalaron por la Comunión, o a caer en el pozo o en la casilla de la cárcel del juego de la oca. Pero a la vez piensas ahora que no todo está perdido: tu amigo se te ha aparecido, desde el fondo de esta oscuridad húmeda de mazmorra, como una pequeña luz o una mano tendida con la que no contabas. Tenéis sólo trece años, pero hacéis bien el papel de quienes se sienten curtidos en mil batallas. En vuestras casas —acordáis por fin— aguantaréis firmes la merecida bronca, los reproches, los castigos, soportaréis la alternancia de voces y acusaciones. Cosas como: «Es increíble que nos hagas esto… No tienes vergüenza ni la conoces. No se puede hacer vida de ti… Tus padres trabajando y sacrificándose por ti todo el santo día de Dios, llevándote de vacaciones con todos los caprichos y mira, este es el pago que tú nos das… Vas a estar castigado y bien castigado, que lo sepas. Esto va a tener consecuencias. No vas a irte de rositas». ¿Quién sabe ya las palabras que realmente se dijeron en aquel lejanísimo septiembre, o lo que pensaban en el fondo aquellos adultos de estos seres tan confusos e insignificantes?

2

Sin embargo, os volvisteis con el tiempo, a lo largo de los cursos, buenos estudiantes y buenos deportistas. Erais los mejores en vuestro equipo de balonmano. Jugabais los torneos de la liga de interclases como si os fuera la vida en ello, y en el último curso de bachillerato también destacasteis en el campeonato municipal que organizaba el Ayuntamiento de Madrid. Gracias al padre de un miembro del equipo, que era militar, os patrocinaba una tienda de deportes, Armería-Deportes Gol, y lucíais esas tres palabras sobre el pecho, en una camiseta de un bonito azul intenso. Llegasteis a la final. Segundo puesto. Tu amigo tenía una lesión crónica en el tobillo, fruto de tantos esguinces. Tenía que calentar más que los otros. En los primeros minutos de las competiciones, jugaba casi andando, pero, una vez entraba en calor, se volvía el más rápido, el más astuto y el más ágil. Os asociabais bien. Os pasabais mucho el balón y tú, por alto, te volvías la pesadilla de los porteros. ¡Que alguien pare a ese tío, coño! —gritaba desesperado algún contrario, harto de tu corpulencia, de lo alto que te elevabas y de tu facilidad goleadora—. En los campos donde no había redes, cada gol era una explosión contra los muros o contra la chapa metálica verde del fondo del colegio. Todavía hoy, habiendo pasado los cincuenta, cierra los ojos y es capaz de escuchar aquel estruendo en su cabeza. A veces pasaba algún despistado por allí, en los recreos, y no salía muy bien parado.

Junto a las canchas del colegio —un suelo de cemento pintado de gris verdoso, que a menudo resbalaba por la inevitable arenilla del campo de fútbol cercano— había una fuente de agua con varios chorros verticales que, al pulsar, salía siempre fresca. Una tarde, tras un partido en el que su amigo, en una mala caída, se había hecho arañazos bastante profundos al aterrizar con las manos, tuvo que ayudarle a accionar el pulsador, pues él apenas era capaz. Después, incluso le sujetó la mano derecha para limpiarla bien e inspeccionar a fondo las heridas. Cumplía, después de todo, con su silenciosa misión, su antigua promesa de protegerlo. Aún no sabe qué ocurrió, porque ni siquiera creía en la lectura de manos, pero sintió de golpe un escalofrío: algo que se parecía al vértigo y a la caída insalvable, irremediable, de un frágil y valioso objeto de cristal. No le dijo nada al amigo, pero, al mirar la palma de su mano, fue muy consciente de haber intuido, dolorosamente, su destino, de haberse asomado y haber leído su final.

3

No recuerda si se despidieron al terminar el bachillerato para continuar estudios en lugares diferentes. Pasaron los años. Perdió de vista al amigo. Hizo el servicio militar, su carrera universitaria, se casó, alternó trabajos, tuvo un hijo y una hija. Mucho tiempo después, en una cena de reencuentro de viejos alumnos, de esas en las que apenas se reconocen de tanto tiempo que ha pasado,  un antiguo compañero de clase hacía en voz alta repaso de los ausentes y les contó que aquel viejo compañero, «hace muchos, pero muchos años», se había hecho monitor de vuelo sin motor, piloto de ultraligeros, y que un día, no se supo por qué, perdió altura, bajó «más de la cuenta» y murió al estrellarse en un aeródromo de Toledo. Podéis buscar en internet. Ahí está todo —dijo, con la misma eficacia con la que de niño resolvía ecuaciones matemáticas o ejercía de implacable delegado.

En internet se referían a él como un piloto experimentado. No fue en Toledo, como se había comentado en la reunión de exalumnos, sino en una cañada segoviana. La prensa de provincias elegía hermosas palabras como aeronauta. «El aeronauta se elevó de forma correcta, pero por causas desconocidas se soltó del cable que lo propulsaba y se precipitó a tierra».

En las crónicas se especulaba con que tal vez hubiese sufrido algún tipo de desmayo o pérdida de conciencia, pero esa información no casaba bien con lo que se afirmaba unas líneas más abajo: «algunas fuentes indican que el piloto evitó daños mayores, pues podría haber impactado con diversas personas que se encontraban en la zona». Los periodistas citaban también algunos testimonios, como el de un tal Teodoro, pastor de ovejas, que, desde la distancia, «sintió un ruido» y vio caer el aparato «dando volteretas sobre sí mismo». Se recogían también las palabras de un carpintero de la zona y del capataz y el guarda de una finca próxima. Estos sostenían, en cambio, la tesis de una caída «en picado». Aquel viejo amigo —descubre ahora— no llegó a conocer el siglo XXI, ni siquiera fue más allá de los veinticinco años.

4

Y así sucede siempre: cada vez que piensa en él, regresa al colegio, a aquel día antiquísimo, arcaico, tan viejo y oxidado que es ya irreal e indemostrable, casi una cuestión de fe. Vuelve a esa mañana de septiembre en la que estaban los dos tan atemorizados y tan perdidos en la vida y estrenaban su condición de repetidores, con una mezcla de culpa y de pecado que les quemaba en el pecho y que derrumbaba su ánimo. Todo parecía entonces haber acabado para ellos, o encontrarse seria y solemnemente en juego. Como si se abriera un abismo bajo sus pies, una fractura difícil de reparar. Al recordar aquello, regresa también a aquel paseo errático en el que hablaban y hablaban y se detenían ante los escaparates, contemplando objetos hermosos para tratar de distraer y mitigar la horrible sensación de fracaso. Y se le aparece de nuevo el detalle claro de la leve cojera del amigo en los primeros minutos de cada partido de balonmano, y su melena corta, su belleza tan delicada, femenina, espiritual y frágil. Revive también su deseo absurdo de estar con él y protegerlo. Su mirada, su voz rasposa con acento gallego, y aquel momento tras un partido en que, tratando de curar su mano herida, anticipó confusa y terriblemente su final, su fragilidad, su carácter efímero, su caída.

No queda mucho más, por desgracia, en la memoria. Tan sólo la sensación de que aquel tiempo fue poco más que una filigrana irrepetible, un salto hermoso, un delicado trazo en el aire, un calor en el alma, un veloz y hermoso vuelo.

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