Barcelona, Cataluña, 1966. Este relato forma parte de Esta espera que lo envenena todo, que será publicado en 2025 por Editorial Base.
Como cada catorce de febrero, Sven abrió la puerta al comercial de Joyería Santa Clara. Un hombre enclenque, con un bigote afilado. No era el mismo de los últimos años y el cambio le disgustó. Su antecesor —le explicó el hombre— se había jubilado y ahora disfrutaba de un retiro dorado cerca de Las Dalias. Sven pidió perdón por el desaliño de la casa y le hizo pasar a la cocina. Estaba hirviendo agua para hacerse un té. El hombre rehusó su invitación. Tenía más casas que visitar, argumentó. Enseguida extendió su muestrario sobre la mesa con pericia de prestidigitador. Sven echó un vistazo y eligió un colgante de oro con el símbolo del infinito, un ocho horizontal que encajaba con su ideal de amor.
—Buena elección. Es una verdadera pieza de orfebrería. Oro de dieciocho kilates.
—Ya veo.
El vendedor le dijo que esa temporada se habían puesto de moda los colgantes alegóricos.
—Ya sabe, el árbol de la vida, el trisquel celta… Pero este que ha elegido es perfecto para la ocasión. Así es como tendría que ser siempre el amor: eterno —dijo el comercial. Movía los brazos teatralmente al hablar. Luego se mordió el labio superior, como si temiera haber sonado demasiado cursi.
Sven asintió. Le dejó hablar, con su monserga de vendedor.
—A su mujer le gustará mucho. ¿No está en casa? Quizás se lo querría probar.
—Es una sorpresa.
Torció la boca, pero no sintió que dijera nada inconveniente.
El comercial se pasó la mano por el pelo engominado.
—Oh, por supuesto, claro está —dijo.
Luego revisó la ficha de cliente de Sven y enumeró las joyas escogidas en ocasiones anteriores. Un anillo de oro con una enaltecida corona de circonitas; una pulsera con el signo zodiacal de su mujer; un par de pendientes de plata en forma de corazón… Era, sin dudarlo, dijo, el mejor cliente de la joyería.
—Los jóvenes de hoy no saben apreciar la belleza de estas piezas.
Luego confesó que el negocio no iba muy bien últimamente y su sonrisa se ensombreció.
—Suerte que aún queda gente detallista como usted. Su mujer debe de estar muy contenta.
Sven contestó que sí. Para qué iba a llevarle la contraria, pensó.
—Se lo puedo poner en una cajita de regalo. Las llevo en el maletín.
Sven lo agradeció. Pensó en su mujer. Imaginó aquel símbolo de amor eterno rozando su escote. Luego miró al vendedor y le pareció ver el brillo del dinero en sus ojos de charlatán.
—Voy a buscar la cartera —dijo.
Cuando volvió, el comercial había engalanado la cajita del colgante con un artístico lazo, un remate de raso que ennoblecía el regalo. Sven pagó el precio estipulado y lo acompañó a la puerta. Luego se despidió hasta el año siguiente con un apretón de manos. Regresó a la cocina. El agua para el té se había enfriado y tuvo que calentarla de nuevo. La tetera acababa de pitar cuando sonó el teléfono.
— ¿Cómo estás, papá?
Su hija lo llamaba puntualmente cada San Valentín. Como si acudiera al rescate.
— Bien. Se acaba de marchar el joyero.
A ella, la mascarada anual de su padre no le parecía saludable. A su edad…
—¿Otra vez, papá?
—No hago daño a nadie.
—Te lo haces a ti mismo.
—¿Has hablado con ella? ¿Te ha preguntado por mí?
La hija de Sven suspiró y lo dijo otra vez, como el año anterior, y el anterior del anterior. Y el anterior del anterior del anterior.
—Ella no va a volver, papá.
Sven quiso cambiar de tema y preguntó por sus nietos. Desde que su yerno los había abandonado le insistía en que se fueran a vivir con él. Ella dijo que algún día. Luego le mandó muchos besos de parte de los niños y colgó.
Se tomó el té. Enjuagó la taza y entró en el comedor. Descorrió las cortinas y miró por la ventana. En el parque, alguien había adornado los árboles con globos en forma de corazón. Cogió de nuevo el teléfono y marcó el número de su mujer. Ahora vivía en otra ciudad, con un constructor.
—¿Sí? —su voz sonó rasgada, como si se acabara de levantar.
Sven no contestó, pero su respiración lo delataba.
—¿Eres tú otra vez? —dijo ella. Luego colgó.
Sven cogió la cajita del colgante y la levantó hacia la luz. Luego se acercó al mueble del televisor y abrió el cajón de arriba. Varias cajas con el logo de Santa Clara se arrebujaban entre informes médicos, servilletas y manteles. Abrió el estuche que contenía la pulsera. Un poso de verdín se entreveraba con el dorado de la pieza. Lo soltó, sobrecogido, como si se sorprendiera. Después abrió la caja del anillo, luego la de los pendientes… Parecían todos sacados del fondo del mar. Arqueología para náufragos. No eran más que baratijas, pero no se sintió estafado en absoluto. El óxido —pensó— también se hallaba en la sustancia del amor y él no era sino un viejo testarudo y reumático. Ella, a su manera, también lo quería todavía. Estaba convencido de ello. Metió la caja del colgante con todas las demás. Cerró el cajón con tiento. Pensó en qué joya escogería al año siguiente, para no repetir. Miró por la ventana. Fuera, en el parque, un globo se soltó de su atadura y salió volando. Si entornaba los ojos, parecía un borbotón de sangre emborronando el cielo. Luego, de pronto, aquel corazón de plástico explotó.