Madrid, 1961. Su último libro de cuentos es Las primaveras de Verónica (Páginas de Espuma, 2018).
No sé si alguna vez lograré sacarme de la cabeza esa habitación de hospital que yo llamaba suite, porque lo había leído en alguna parte, suite de l’existence, no recuerdo dónde, pero lo escribí en mi cuaderno junto a otras palabras. Qué suerte tener aquellos ventanales, las vistas a la plaza inmensa que explotaba en ruidos, vehículos y acontecimientos. Así era incluso de noche. De ella nacían dos avenidas y, mirando, mirando, me parecía que se juntaban en una sola, y a lo lejos divisaba una torre alta de pisos. Yo juraría conocer uno de ellos, como si hubiese vivido allí, aunque por algún motivo pensaba que exigiría mucho esfuerzo recordarlo y prefería perderme en la confusión de personas y coches, luces… Sin embargo, a veces el teléfono interrumpía la actividad visual desorbitada. Sí, a veces sonaba el teléfono y era él, y yo entonces miraba allá, a la torre, a la diminuta ventana y le respondía: casi casi puedo verte, pero no tocarte, olerte… Yo aún sigo aquí, en esta suite de l’existence. ¿Cómo dices?, bromeaba él, ¿la suite de qué? Hacía como que no había comprendido, pero sólo era una pose. ¿Sigues enferma? ¡Qué pregunta idiota! ¡Pues claro que sí! No te enfades. Tampoco es fácil entenderlo.
Una tarde aconteció algo extraordinario. Era domingo. De pronto cesaron los ruidos. Todo paró menos el piar de los pájaros, los juegos de las urracas, el arrullo de las palomas.
Sucedió muy rápido. Mis ojos buscaron esa torre, mis alas tomaron el vuelo, y llegué. Me tumbé a tu lado. Dormías. Dormías y pude acoplarme dentro de ti. Completarme. Completarte. Vivos. Vivos los dos, allá que también era acá, y donde se es uno y otro.