El loco de Lavapiés

Manuel Vilas

Barbastro, Aragón, 1962. Su libro más reciente es Nosotros (Editorial Destino, Premio Nadal 2023).

¿Cuándo se endemonió?

No lo sé, fue poco a poco, y digo endemoniarse por usar una de las palabras que a él tanto le gustaban. Aunque la palabra sería enfermar. Si hubiera estado solo, no sé a quién le hubiera gritado, tampoco sé quién hubiera escuchado sus discursos altisonantes. Yo era su amigo, su único amigo. Los dos habíamos nacido en el mismo pueblo, crecimos juntos, gastamos juntos nuestra juventud. Y nos fuimos a vivir a Madrid, donde él iba a triunfar.

Me acuerdo de cuando mi amigo era joven y me acuerdo de sus sueños de ser escritor. Era un hombre apuesto. Y convencía a la gente, o esa sensación daba. Algún conocido me dijo «tu amigo tiene fe en un mundo que no existe, es un idealista, y esos siempre acaban mal», pero me pareció un cumplido. Nos hicimos inseparables. Nos quedamos solteros. Y al final nos fuimos a vivir juntos. Era yo el que tenía que trabajar de nueve a cinco, en una oficina de correos. Aunque mi trabajo auténtico era cuidarle, estar allí, hablar con él, sustentarlo, darle sentido a sus monólogos, admirarme de lo que decía. Y por supuesto, ir a la compra, cocinar, limpiar la casa, planchar su ropa. Era mi amigo.

Entre mi trabajo en correos (menos mal que no era cartero sino empleado de sucursal) y llevar la casa no me quedaban ni cinco minutos para mí.

La nuestra fue la mejor amistad del mundo, eso me alimentaba. Mi vida tenía sentido por esa amistad, allí había una fortaleza, un centro de gravedad. Siempre juntos por todos los caminos de la tierra y del tiempo. Teníamos los mismos gustos: a los dos nos hacía felices veranear por el interior de España. Caminar senderos y ver pueblos medio vacíos, casas sepultadas en el olvido en donde sin embargo aún se adivinaba un halo de vida invisible, pueblos achicharrados en los veranos, eso nos encantaba.

¿Dos románticos?

Tal vez fuésemos eso, pero éramos jóvenes y la juventud no tiene conciencia de sí misma.

La ira fue apareciendo poco a poco, con el paso del tiempo, porque es un error pensar que el paso del tiempo no hará acto de presencia. Siempre lo hace. Es una ley universal. Casi diría yo que es la única ley universal en cuanto a la condición humana se refiere. La ira surgió de manera rotunda cuando cumplió cincuenta años. Quería a toda costa parecerse a escritores del pasado. Buscaba a aquellos escritores en donde pudiera encontrar consuelo. Encontraba consuelo en Oscar Wilde, en Franz Kafka, y en Federico García Lorca. Yo aguantaba sus infinitos discursos sobre por qué él era como ellos y por qué el mundo no sabía darse cuenta. Ese era su trío heroico, al que encomendarse en los momentos más oscuros. Wilde, el Caballero de la Amargura. Kafka, el Héroe Postrado. Y Lorca, el Niño Asesinado.

Veía en ellos tres grandes torres, tres rascacielos en crecimiento, tres individualidades heroicas que no fueron reconocidas en vida. Yo trataba de contrargumentarle y le decía que esa manera de pensar era antigua, que no ser reconocido en vida no era sino una putada y no una heroicidad, y que todo eso eran patrañas románticas. Y entonces se cabreaba y se encerraba en el cuarto de baño y se preparaba un baño de agua muy caliente como si quisiese arder en una hoguera líquida. Yo creo que en el fondo sabía que todo ese mundo utópico que bullía en su cabeza era una torpe superstición. A lo mejor el agua le ayudaba. Salía tranquilo de esos baños de agua ardiendo. Como con la piel azotada.

Las editoriales importantes rechazaron sistemáticamente la que iba a ser, al fin, su novela de la madurez. Veía en esos rechazos la mano del mal, como si sus desgracias las ocasionara una voluntad maligna, un ser cuya misión era confundirle y derrotarle. Un ser cuyo objetivo era impedir que su palabra arraigara, creciera y se esparciera por el mundo. Parecía un apóstol, pero él decía que la literatura era un apostolado laico. Se había encadenado a una novela como otros se encadenan a una profesión, o a una empresa, o a un trabajo, a cualquier cosa que hiciera soportable el transcurso de las horas. El rechazo de su novela por un montón de editores no era el rechazo de un libro, era como la venida de El Anticristo sobre el mundo. Que ningún editor quisiera editar su novela (la mayoría la rechazaba por defectos en la trama y en el estilo, todo eso que siempre es subjetivo) confirmaba el apogeo de la mentira y el mal en el mundo y le sumían en un profundo estado de desolación.

Pero la desolación era pasiva. Luego, comenzó la ira. Y contra mí. Todo iba contra mí. Yo tenía que arreglarle el mundo, para que se sintiera cómodo, para que su fracaso no fuera evidente, visible. Era incapaz de organizar una casa. Yo la organizaba. Le planchaba las camisas. Fregaba los platos, quitaba la grasa de las sartenes, la miserable grasa de aquellas carnes fritas que comíamos, porque nunca tuvimos lavavajillas. Conmigo fue de una injusticia atroz, pero se absolvía de la culpa porque aún era más infinitamente atroz consigo mismo.

Para qué vienen estos seres a este mundo, me pregunto ahora. Yo creo que la mayoría de la gente no causa tanto dolor y tanto sufrimiento. Hay unos cuantos que sí, que lo hacen, que nunca están contentos, que nunca saben disfrutar de nada.

En una ocasión, fuimos a la presentación de la novela de un conocido, publicada por la editorial que le había rechazado su gran obra. Al final del acto, hubo un turno de palabra. Pidió hablar. Comenzó a hablar de él, de su magistral novela inédita. Explicó el argumento de su novela, de cómo ese argumento era de carácter alegórico. Le rogaron que se callara. Siguió hablando y explicando su manera de ver el mundo. Volvieron a rogarle ya ofensivamente que dejara hablar al escritor protagonista. Volvió a negarse. Le abuchearon. Insistió en seguir hablando. Salí abochornado, pero era mi amigo.

—Esta cumbre de la soledad es inhóspita y triste —dijo mi amigo, llorando, ya en la calle, al lado del guardia de seguridad que nos había acompañado hasta la salida.

—Es la misma soledad que la de Don Quijote, o incluso que la de Jesucristo —agregó.

¿Lo decía en serio?

¿Era consciente de su burdo ridículo?

Fue corriendo su fama por los mentideros literarios de Madrid. Un conocido me lo dijo, «llaman a tu amigo el Loco de Lavapiés». Lo llamaban «el Loco de Lavapiés», es verdad, pues allí vivíamos, en el barrio de Lavapiés, allí teníamos nuestro piso de cincuenta metros cuadrados, en cuya minúscula cocina yo fregaba las sartenes. Nunca quedaban limpias aquellas malditas sartenes.

Mi amigo fue el protagonista de docenas de chistes literarios, de anécdotas chuscas. Se reían de él. España es un lugar donde la gente gusta reírse de los demás, sobre todo de aquellos que no tienen a nadie que los defienda, o de aquellos que no tienen defensa posible.

Mi amigo no tenía defensa posible.

Hay gente indefendible, y yo fui a enamorarme de un indefendible.

Ante su enfermedad la gente podría haber optado por un piadoso silencio.

No, no fue así.

Ante su indefensión la gente levantó una torre de chistes, humillaciones, vejaciones y desprestigio, porque les salía gratis.

Contacté con un pequeño editor, un tiburón. Le pagué para que aceptara editar la novela de mi amigo. Le hice jurar que todo se haría sin que mi amigo llegara a saber nunca nada de esto. Pagué bien. Era un aprovechado, un editor de quinta fila, o de ninguna fila, más bien. Cogió el cheque. Podría haber comprado un lavavajillas con aquel dinero, y haber comprado una colección de sartenes antiadherentes, y más cosas.

Le engañé como pude, para que aceptara enviar su manuscrito a esa editorial. Lo hizo. Yo mismo redacté la carta de contestación, donde se aceptaba la publicación del manuscrito de manera entusiasta. Sabía lo que tenía que decir de su novela. La había leído diez veces. Se la había corregido mil veces. Y conocía a la perfección lo que mi amigo deseaba se dijese de su tocho, porque no era un manuscrito de doscientas páginas sino de mil. Un horror de novela, una novela espantosa, que sin embargo yo amaba, porque era una obra suya, una obra de mi amigo.

Comenzó a romper los pocos platos que teníamos cuando no aparecía su nombre en los artículos que se escribían sobre literatura española actual. Se refugiaba leyendo noches enteras a Dostoievski, a Cervantes y a Dante, o eso decía. Creo que nuca pasaba de la quinta página. De la quinta página de Crimen y castigo, de la sexta página del Quijote, de la primera página de la Divina comedia.

Él no madrugaba. Comenzó a beber. No le interesaba el sexo, no le interesaba la política, no le interesaba la historia. Sólo quería que sus visiones se encarnaran. A mí sólo me quería para explicarme cómo eran sus visiones.

Le llegó la carta del editor. Ese día fue una fiesta. Por fin alguien reconocía su talento en los términos con los que él deseaba ser reconocido. Quería ver al editor. Organicé la comida. Tuve que pagarle un extra al editor para que se aprendiera las frases que tenía que decir sobre la novela de mi amigo. —Usted quiere mucho a ese hombre —dijo el editor. Podría haber comprado cortinas con aquel dinero, nunca tuvimos cortinas.

La locura es algo desagradable. La locura es social. Si el loco estuviera solo en el mundo la locura no existiría. La locura existe para que los cuerdos sufran ante su contemplación especialmente en alguien a quien se ama. Se publicó la novela. Tuve que inventarme una rueda de prensa. Rehipotequé el piso de Lavapiés. No me dieron mucho. Nunca se enteró de que éramos pobres, de que vivíamos de mi sueldo de funcionario de correos, un sueldo de mil seiscientos euros al mes y de unos ahorros de treinta mil euros que me dejaron mis padres, después de una vida de penurias, una vida austera y sacrificada.

Ningún periodista de prestigio quiso venir a la rueda de prensa, como es natural. Pagué a tres actores sin trabajo, para que hicieran de periodistas. Uno del periódico El País, otro de El Mundo y otro de ABC. Eran actores profesionales y lo hicieron bien. Mi amigo estaba contento pero protestó al observar que televisión española no había mandado ningún reportero a la rueda de prensa.

Cuando vio que no salían las entrevistas en los periódicos, comenzó a defecar por el pasillo de nuestro piso de Lavapiés, a salir desnudo a la calle, a pegarle a los vecinos, que eran pobres emigrantes africanos o latinoamericanos, más indefensos aún que nosotros, a saltar por las escaleras, porque la casa no tenía ascensor.

Tuve que pedir la excedencia en correos, mi amigo me necesitaba las veinticuatro horas del día. Y comenzamos a devorar los ahorros de mis padres, porque los padres de mi amigo no le dejaron nada y su hermana menor se sintió siempre avergonzada de él en nuestro pueblo.

Cuando íbamos de librerías montaba escándalos. Conseguí que algunos libreros de Madrid tuvieran su novela en depósito. Pero se negaban a exponerla. Así que tuve que pagar también por eso. Nos estábamos arruinando. Un librero, a quien había pagado mil euros porque tuviera la novela de mi amigo en exposición durante una semana, incumplió el trato. Podría haber comprado una televisión nueva con aquellos mil euros, porque nunca tuvimos televisión.

Mi amigo tuvo un ataque de ira en esa librería. Fue al expositor donde estaban las novedades, y mudó su rostro. Agarró un libro de un gran escritor español, lo subió por encima de su cabeza, y dijo «este es el libro del escritor más feo de España. Y además, es miope. En esta vida se puede ser de todo, menos feo y gafapastas» y arrojó el volumen contra la cabeza del librero, y le dio en un ojo, que se le inflamó como un tomate. El librero gritaba pidiendo auxilio. Siguió arrojando libros por los aires. Fulminó toda la narrativa estadounidense actual. La arrojó contra las paredes. De repente, se desabrochó su bragueta y se puso a orinar con buen tiento sobre la nueva narrativa española. Aún le quedó combustible para la francesa y la alemana y la rusa.

Acabamos en comisaría.

Conseguí al fin que lo viera un médico. Era un psiquiatra, un chico joven, que estaba empezando. Tuve que decirle a mi amigo que se trataba de un escritor en ciernes, de un discípulo, de un fan suyo, que quería que le aconsejara. Sólo así logré que el joven psiquiatra lo visitara. Otra vez tuve que tirar de los pocos ahorros que nos quedaban.

Le suministraba la medicación prescrita por el médico sin que él lo supiera.

Al poco tiempo de tomar esta medicación, advertí cambios en mi amigo. Por ejemplo, el primer cambio fue cuando imaginó en voz alta la ceremonia de entrega del Premio Nobel. Es allí cuando me quedé perplejo. Pues en la entrega de su Premio Nobel no salía el rey de Suecia. Mi amigo decía que quien le entregaba el Premio Nobel era Bruce Springsteen.

Ya no defecaba por el pasillo. Ahora le gustaba ponerse camisetas negras, gafas negras y una cazadora de cuero negro que compramos en una tienda de ropa usada. En vez de asaltar a los vecinos, les cantaba canciones de los Beatles con su inglés macarrónico. En el invierno me confesó que su vocación de escritor había sido un error, que ahora se daba cuenta, perfecta cuenta. Eso coincidió con que decorara el cuarto donde escribía con pósteres de Elvis Presley, Bob Dylan y el Che Guevara, que había comprado en la tienda del chino Chuan, muy cerca de nuestra casa, en una oferta de tres por uno.

Y en estos momentos está allí, tumbado en la cama de matrimonio, porque desde hace unos años dormimos juntos, ya no escondemos nada, hasta en nuestro pueblo lo saben, para mayor vergüenza de la hermana pequeña de mi amigo, y allí está, escuchando música de los Beatles, mientras sostiene en una mano el vinilo de Abbey Road, que compró cuando era adolescente, y me dice que en realidad él tenía que haber sido el John Lennon del siglo XXI. Y es verdad que mi marido se parece a John Lennon, pues al final aprovechamos la llegada y aprobación de la Ley y nos casamos. Los dos son altos, delgados y barbudos.

Todos nos parecemos a alguien que triunfó.

Y yo quiero ayudarle. Y le digo que cuando se ponga bueno montaremos una banda de rock and roll.

Que lo vamos a pasar muy bien.

Él me mira lejanamente y cada día que pasa recuerda menos cosas. Y ya sólo cabe esperar que se marche para siempre de este horrible mundo, en el que jamás, absolutamente jamás, pero es que jamás de los jamases, se cumplió ni uno solo de sus deseos.

Ni uno solo de sus sueños se encarnó.

Le doy un beso en la boca.

Nadie sufrió tanto como mi amor, mi gran amor de siempre, mi gran amor de adolescencia, mi primer y único amor.

Y ahora que ya no se acuerda de nada, ahora que ya está muerto, pues ni siquiera le fue concedido el éxito frecuente de envejecer, la gente ha empezado a leer con devoción su novela. Pero él no lo sabrá nunca. Y hay allí una forma de belleza que me duele y me deslumbra todos los días.

Nos quisimos tanto que casi somos o fuimos un solo hombre.

La energía que gastamos los vivos en comprender a los muertos sigue siendo esplendorosa, grande, inútil. Esa energía es perpetua, lleva más de cincuenta mil años con nosotros.

La energía que estoy gastando en comprenderle es toda la energía que me queda. Todos los días intento comprender qué fue su vida, y así al paso tal vez encuentre también mi vida, que se confunde con la suya.

He solicitado el reingreso en el cuerpo de correos, pero como no tengo puntos, he perdido la plaza de Madrid.

Me dan una plaza en Albacete.

Mañana tomo posesión de la misma, ahora intentaré dormir en este hotel Europa de Albacete, un hotel a buen precio, en donde me alojaré hasta que encuentre piso aquí. Me meto en la cama y juro que nunca pensé que acabaría mis días en Albacete. No me puedo dormir, enciendo la luz, me levanto de la cama, contemplo la habitación, y escribo en un cuaderno: ¿Cuándo se endemonió? No lo sé, fue poco a poco.

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