Caracas, Venezuela, 1970. Este texto forma parte del libro Objetos frágiles (Páginas de Espuma, 2017).
Si de visita con dos amigos en el jardín de un lujoso chalet, nada más romper la primavera, el anfitrión nos invita a apreciar el aroma de un rosal que ha cultivado él mismo, lo primero que me viene a la cabeza es que el mar pronto inundará aquella casa. Una ocurrencia extravagante hasta para un insensato como yo. Pero si por accidente, poco después, vuelvo la cara hacia la tapia que delimita el jardín al fondo de la propiedad, resulta que mis ojos tropiezan con algo más raro aún: el casco de un velero sin velas repleto hasta la borda de camelias rojas.
Además del colorido de semejante imagen, me llega un hedor como a pescado o salitre. Ni mi amiga ni su compañero parecen notar nada. Tampoco nuestro anfitrión. En cambio yo sospecho que el rasguño que me sala el paladar proviene de ese barco, quizá empeñado en revivir sus tiempos remotos de bravo artilugio marino. Naturalmente, me parece justo. Condenado a sufrir otro verano más el sopor de un burdo adorno doméstico, su única estiba es la cama de tierra para macetas donde nuestro anfitrión ha plantado camelias rojas y hasta ridículos capullos de jazmín. Es bien seguro que el velero recuerda su vida anterior, cuando bogaba a muchos nudos entre brumas de mares únicamente poblados por el eco frío de las leyendas, cuando su vela mayor se abultaba de cara al oleaje del temporal o las cuadernas del casco frenaban el aletazo de los monstruos en altamar, y los callos en los dedos del timonel, y los torsos de bronce que cada tarde se gritaban blasfemias encaramados a la arboladura como gaviotas hediondas.
Después de un buen rato bajo el sol, mis amigos siguen al anfitrión olisqueando de mala gana unos claveles. En cambio yo finjo acariciar los pétalos de unos arriates que huyen hacia el fondo de la parcela. Es así como arribo por fin a la zona de la tapia donde está el velero. No me choca lo que descubro. Una capa de moluscos viscosos, inexplicable en el aséptico huerto de un chalet burgués, recubre el casco como para confirmar mi impresión de venganza marina.
Escarbando con las manos la tierra donde se asienta la embarcación, sorprendo un leve hundimiento de la proa en el terreno del jardín. Se diría que el peso de esas malditas camelias ha desfondado al barco, que se va a pique. Un poco más allá reparo en un ancla picada de moho que se recuesta en la tapia como si fuera un rastrillo. Ahora no me quedan demasiadas dudas. De repente mis piernas quieren temblar; empiezo a marearme, y eso que ya hacía casi media hora que había perdido de vista ese rasguño salobre en el paladar, ese olor a pescado.
Con tanto clavel y tanto perfume de rosal, no creo que nuestro anfitrión descubra a tiempo la inclinación a estribor, casi imperceptible, que una de estas noches veraniegas terminará por volcar el velero: un capitán imprudente. Por eso lo más natural es que zozobre, que al fin su proa fije rumbo hacia las profundidades oscuras de la tierra igual que en cualquier naufragio, aunque ya ningún torso bañado en sudor gruña blasfemias mientras achica el agua.
Tal vez ese caluroso amanecer, nuestro anfitrión oiga desde su chalet los gritos de auxilio de los desgraciados que se ahogan. Y les vuelva la espalda arrebujado en sus sábanas limpias, como ocurrirá en más de una travesía a ultramar. Llegado el otoño, incluso puede que las costillas del casco se astillen y algunos tablones manchados de humus descollen sobre el césped. Entonces el velero quedará sepultado para siempre, feliz de alcanzar el prestigio de los barcos hundidos, soñando que custodia tesoros podridos de camelias muertas que sólo conseguirán exhumar —tras meses de faena— buzos futuros.
Aún sigo agachado junto al velero cuando oigo que mi amiga grita mi nombre. Me siento como un criminal, así que sudo para devolver a la zanja el montoncito de barro, apisono un poco la tierra y me sacudo las palmas en el pantalón. Nada más divisarles cerca del templete del jardín, camino hacia una criada uniformada que recibe instrucciones del anfitrión. A estas alturas las caras de mis pobres amigos son la viva imagen del hastío y de la sed. Menos mal que el dueño nos invita a sentarnos alrededor de una mesa. La criada vuelve al templete con una bandeja de plata y sus manos nos sirven limonada en unos vasos muy pulcros. Casi me atraganto cuando el anfitrión nos cuenta que este verano piensa aprovechar un bote que ya no usa para plantar los costosos lirios que ha mandado a traer de Guernesey. El compañero de mi amiga cruza conmigo una mirada a punto de mofa. Igual que un necio, de pronto tengo ganas de advertir al anfitrión sobre el motín que se avecina, pero al minuto siguiente me siento asqueado de mí, como puede que se sientan los profanadores de tumbas.
Mientras tanto, el velero sin velas persevera en su fingido sopor, en esa postura sumisa tan natural para cualquier maceta, como un siervo agradecido de llevar su carga de camelias rojas, presto a recibir el perfume mimado de los lirios exóticos. Y sin embargo yo sé que no es así. Me lo dice este rasguño salado en el paladar, el ancla vigilante, la asquerosa capa de moluscos, tan fuera de lugar. Y sobre todo la sospechosa inclinación a estribor. Igual que un marinero curtido en toda clase de peligros, lo que en realidad el velero espera es el momento de su venganza, porque después de tantas travesías seguramente sabe que el tiempo está de su lado, mucho más que del nuestro.