Los enemigos de la poesía Entrevista con Francisco Hernández / Enna Osorio

«No sé exactamente en qué momento, pero la poesía de Francisco Hernández se ha vuelto un curioso fenómeno en nuestra lírica: su autor cosecha premios y becas, elogios de la crítica, es una presencia constante en revistas, suplementos y diversas editoriales, referencia inevitable de la poesía de las dos últimas décadas. […] Eso lo hace privilegiado pero no excepcional. Lo que sí le envidiarían muchos compañeros de generación y aun poetas mayores es su arraigo entre los lectores». Éstas son las primeras líneas del artículo «Imán para fantasmas, de Francisco Hernández», escrito por José María Espinasa para Letras Libres en abril de 2005. Desde el discurso crítico, Espinasa pretende ser objetivo; no obstante, muestra aversión contra la ilación narrativa que acompaña al desplazamiento lírico del yo en un alter ego de Francisco Hernández. Tampoco aplaude el e«squema» de Moneda de tres caras repetido en Imán para fantasmas: «Cuando el poeta se embelesa con su propia receta hay que prescindir de ella, pero no es fácil, sobre todo cuando, como es el caso, el autor no considera que esté agotada esa vía». ¿Qué opinaría Espinasa ahora si supiera que Hernández está escribiendo una cantata conformada nuevamente por tres personajes que dialogan en torno a la visión y la ceguera?
Para Jorge Esquinca, «Francisco Hernández intenta configurar un mapa espiritual donde se convierte en sus criaturas. Seres distintos con distintas miradas que se resumen en uno solo: el poeta, quien afortunadamente realiza ese viaje y regresa para contárnoslo». Entre el lector y los poemas de Hernández tiene lugar la comunión donde se contempla lo ya visto antes. Y no es que todo se tenga visto o se tenga claro; es que bajo la poderosa imaginación del poeta es posible testificar experiencias que ya habíamos olvidado o que, en definitiva, no queremos recordar. Su poesía evoca dolores y ausencias, tanto de salud como de ánimo. Otras veces descubrimos que lo ajeno a nosotros, de una u otra forma, nos constituye. Lo innegable es que al entrar en la poesía de Francisco Hernández acabamos desenmascarados y más abundantes, con más ojos.
En Tierra de poetas, Esquinca también comenta que los poemas en prosa de Hernández le permitieron divisar un puente para lo que él quería hacer con su propia escritura. Comparto esa experiencia aplicada a toda la obra de Francisco Hernández, puerta abierta a la poesía. Hay poetas que atraen, otros repelen, incluso los llegas a querer o a odiar; para mí, Hernández es consanguíneo. «Los libros que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leer piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras», escribió J. D. Salinger en El guardián entre el centeno. Definitivamente, después de leer Gritar es cosa de mudos, Mar de fondo, Moneda de tres caras, Soledad al cubo, La isla de las breves ausencias, quiero saber más de Francisco Hernández y ser su amiga.
En junio de 2012, la ciudad de Oaxaca alojó nuevamente a Francisco Hernández, quien impartió un taller en el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (iago). Aproveché la estancia del poeta en mi ciudad para solicitarle una entrevista. El jueves 29 del mismo mes, nos encontramos frente al templo de Santo Domingo de Guzmán. El sol arañaba la cantera, pero yo no sudaba por el calor sino debido a los nervios. Francisco, pausado y firme, me comentó que tenía deseos de ir por un café y unos libros a La Jícara. Caminamos hasta el café-librería y lo hallamos cerrado. Sudé más. Le propuse ir al iago para realizar la entrevista, allí le invitaría un café y más tarde podríamos volver por los libros y otro café.
Bajo la enramada cuyo tejido procura Francisco Toledo, empezamos a platicar acerca de la espontaneidad de la poesía, y así, con toda sencillez, Toledo se acercó para saludar a su homónimo.
—¿Y la señora, cómo está?
—La operaron por cuarta vez del ojo izquierdo y hoy por la tarde Leticia volverá con el médico para que le quite los famosos puntos de sutura —explicó Hernández.
Los creadores se despidieron dejando en el aire el deseo de compartir una cena a la brevedad. Allí está un verdadero poeta, señaló Hernández a Toledo cuando el pintor salía del iago; no nada más los poetas somos los que escribimos, están los que pintan, los que hacen escultura, fotografía, música. Poetas que pueden conmover de igual manera que un escrito, son poetas sin palabras. Tras este comentario, Hernández bebió un poco de café y continuamos la charla —que superó mis expectativas. El poeta abrió sus ventanas y la puerta de su casa. 

«Las coplas a barlovento / van y vienen todo el día…». ¿Qué es escribir a barlovento?
A sotavento cualquiera puede ir, impulsado; pero ir contra el viento y hacer de esto algo natural descubre al verdadero poeta. Al escribir uno va contra lo tradicional, contra ciertas circunstancias y prohibiciones. Mi padre me decía que debía ser un hombre de éxito, que con la escritura iba a terminar como el tío Florencio, que hizo versos, fue alcohólico y murió afuera de la casa de una mujer casada. Continué escribiendo a pesar de mi padre y conocí a mi amigo Guillermo Fernández
—quien desgraciadamente fue asesinado hace un par de meses—; él me preguntó cómo pretendía escribir si mi poesía era átona. En ese momento grave, sin el verdadero escritor dentro de mí, habría abandonado la poesía; pero una terquedad me impulsó a seguir: ¡me digan lo que me digan, voy a seguir escribiendo!

¿Eres adicto a la poesía?
No sé si es una adicción; lo que sí tengo claro después de tantos años es que la poesía en mí es una forma de ser, más aún cuando hay un tema elegido. Es mi forma de vida, ya no puedo dejarla. Casi todo lo que hago, miro, oigo y toco, se vuelve una posibilidad de escritura.

El año pasado me mostraste el poema «Caballo paterno», de tu libro hasta hoy inédito I’m Your Horse. Antes de leerlo dijiste: «No sé por qué mi padre siempre se me aparece y mi madre no; será porque él ya está muerto». ¿Puedes compartir algo al respecto?
Mi madre aparece empequeñecida. Al morir mi padre, ella crece. Así lo registré en «Para sobrellevar el desconsuelo» y en «El patio y la surada».
      Con mi papá la relación no fue sencilla. A los doce años de edad escribí un cuento sobre Superman y se lo mostré. Él lo rompió, me dijo que leyera otras cosas y me entregó un gran libro: Historia de la literatura hispanoamericana, de Anderson Imbert. ¡Qué contradicción! Mi padre me conectó con las lecturas donde descubrí a los poetas que me marcaron, pero cuando empecé a escribir poesía, se molestó. Todas las dudas que me despertó la relación con él se fueron filtrando dentro de mí; a pesar de eso, me inventé alas para salir de la barranca y escribir.
      Patricio Redondo, refugiado de la Guerra Civil española, fue mi maestro en la primaria. Él educó a sus alumnos con el oficio de la escritura como algo natural. Todos los lunes no hacíamos otra cosa que escribir lo más interesante de nuestro fin de semana. Yo sentía que nada de lo que me pasaba era interesante, por eso inventaba aventuras o procuraba contar de forma atractiva mis días comunes. Al finalizar el ciclo escolar, los textos mejor logrados de cada alumno se imprimían y se armaba una antología. Esto era estimulante y, a la par, de lo más normal.
      Hace tiempo, asistí en mi pueblo al aniversario luctuoso de este profesor y leí el texto que escribí en su memoria. Algunas personas lloraron, el aplauso fue grande. Me aparté, salí al balcón del Palacio Municipal, doblé el papelito y me lo guardé. ¿Qué pasó, por qué esa respuesta? Entonces, mi papá se me acercó muy contento para abrazarme. ¿No que no?

«Qué abrazo tan oscuro era tu abrazo…». Con este verso abres el poema «Doce versos a la sombra de mi padre». ¿Te incomodan los abrazos?
No, creo que en un principio me incomodaron los de mi padre. Eran abrazos sin palabras. En el festejo de Año Nuevo él estrechaba a todos, felicitándolos. A mí se me acercaba, me abrazaba fuerte y no decía palabra alguna. Hoy entiendo que era una manera de expresar lo mucho que me quería, tanto que no podía decírmelo. Esto me intimidaba, por eso está ahí siempre.

En el taller que recientemente impartiste en el iago comentaste el ensayo «Contra los poetas», de Witold Gombrowicz, cuya tesis es que «el mundo de la poesía versificada es un mundo ficticio y falseado». ¿Cuál es tu postura?
En la actualidad es difícil abordar las formas tradicionales de la poesía y salir ileso. Sin embargo, creo que es necesario practicarlas para, después de nadar en esas aguas, lanzarse al verso libre con cierta confianza. Esto ayuda porque enseña a valorar la materia con la que trabaja el escritor: las palabras. No se trata sólo de detestar los versitos rimados, sino de decir: Ya los escribí y por eso los detesto.

Gombrowicz señala que la prosa es la forma rica y natural en la que el hombre se expresa, mientras el lenguaje poético empobrece la naturaleza humana cuando los poetas eliminan del habla todo elemento apoético y «empiezan a cantar y de hombres se convierten en bardos y vates, consagrándose única y exclusivamente al canto». A la poesía le es íntima la música. Tu poesía suena. ¿Qué opinas sobre las objeciones de Gombrowicz?
Le pedí a Pura López Colomé que me compartiera su opinión acerca de los enemigos de la poesía. Me habló de la música como algo fundamental, de lo sonoro en la composición, en la estructura del texto poético. Su escrito me remitió inevitablemente a Antonio Machado, pues el poeta debe contar y cantar.
      En mis últimos libros cuento historias que, de ser novelista o cuentista, hubiera escrito así, en prosa. Pero no sólo he pretendido narrar, también he buscado provocar reacciones, conmover. Por eso he contado historias dotándolas de musicalidad y algo más. Es ahí donde entra la diferencia entre el narrador y el poeta. Lograrlo no es fácil.
      Ahora, cuando escribo no pretendo cantar para conseguir un texto que suene bonito. La impostura se nota. En ocasiones uno encuentra textos huecos cuya lectura no afecta. Eso no es poesía. La poesía tiene que provocar una reacción.

¿Qué te dejan los ensayos de Gombrowicz contra la falsa poesía?
Me gustan, así como otros libros de él que leí hace tiempo. Me quedo con la siguiente advertencia: Cuidado, no te puedes creer una divinidad por el hecho de escribir poesía. Deja a un lado la solemnidad, ve todo lo que puedas y escribe. No creas, en ningún momento, que estás haciendo algo excepcional. Es como en el amor, en esto de la escritura uno siempre acaba de empezar, y está bien, para que no te la creas.

¿Qué piensas de la poesía pura, ésta que de tan pura se vuelve críptica, hermética?
Tengo un amigo poeta que de otros dos poetas, cuyos nombres no mencionaré, dice: Éste no me gusta porque no se le entiende nada; el otro tampoco me agrada porque se le entiende todo. En la poesía no puedes caer ni en la abstracción ni en la obviedad.

Fernando Pessoa dijo: «La literatura, como el arte en general, es la demostración de que la vida no basta». La poesía es nómada,
    nos hace atravesar el espíritu humano. ¿Cómo sales de ti y devienes otros?
Escribí las coplas de Mardonio Sinta en secreto. Para publicarlas, pensé en inventar un nombre y su biografía, no me pareció prudente divulgarlas con mi nombre. Los de Veracruz me pedirían que volviera para contagiarme su música. Varias personas me han contado sus encuentros con el coplero de ¿Quién me quita lo cantado?; hubo quien hasta me mostró una fotografía de Mardonio. Esta forma de escribir alude a la imaginación, lo que puedes crear en otros.
    No sé si a Pessoa le sucedió lo mismo —toda proporción guardada. Recurrir a heterónimos es calzarse los zapatos de otro cuando los propios incomodan.
      Actualmente, escribo un libro sobre la ceguera y la mirada. Leticia, mi esposa, sufre el mal de Graves. Ella me regaló la primera línea cuando estaba peinándose a tientas frente al espejo. «Me estoy peinando con mis recuerdos», dijo. Decidí escribir a partir de este comentario. Llevo treinta y cinco páginas. Es una cantata a la que le he soltado la rienda para que fluya. Hay un coro con tres voces, la mujer que está perdiendo la vista, el médico Robert Graves y el poeta Robert Graves, quien era alcohólico.
    A lo largo de la semana he observado a un ciego que toca su acordeón. Ya escribí acerca de él y su música. Me pregunté si habrá visto alguna vez y qué imagen se habrá formado de la extranjera que platicó con él un rato, por qué sonreía el ciego… Todo empieza a involucrarme y acabo por escribir. Y qué tal si esto lo ve el doctor Graves mientras descansa en el porche de su casa y reflexiona y escribe. Entonces ya no soy quien habla, es el médico el que piensa y debo usar sus términos. Robert Graves, el poeta, está en su casa de Deià, preocupado por lo que debe imprimir. Así abro las ventanas y construyo una especie de alud muy rico que me entusiasma para escribir un texto, donde busco la música del ciego, lo que impulsó al doctor a reflexionar y la angustia del poeta Robert Graves.

¿Qué piensas de los poetas que esperan a que la musa los visite?
Pues qué bueno que tienen el tiempo y la paciencia para esperar. Para mí, la poesía está ahí, pretextos sobran. Palabras más, palabras menos fue el resultado de un ejercicio que me propuso Leticia cuando me quejé de no poder escribir. Ella me regaló una palabra cada día. Yo me puse a escribir: Palabra vestido. Palabra iglú. Palabra sexo.

Maestro, antes de ir por otro café, comparte un evento entrañable.
Cuando fui al funeral de mi amigo Eliseo Diego me conmovió mucho verlo en su ataúd, impecablemente vestido, elegantísimo con su blazer y corbata dorada. ¡Eliseo, estás respirando!, le dije con las gastadas palabras de siempre, con las mismas que uso para escribir.
      Ahora, toma esas palabras y crea algo que me sorprenda, que humedezca mis ojos y me erice los vellos de la barba. Con las gastadas palabras de siempre dame un nuevo mundo. Es allí donde está la diferencia.

 

 

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