Madrid, 1985. Su libro más reciente es Las maravillas (Anagrama, 2020).
A la fábrica le creció de repente un brazo o una nariz. A Isabel no le extrañó: ella misma había alimentado al edificio con su sangre, algún rasguño en la cadena de montaje o su menstruación en el baño de empleadas; también allí la orina o la mierda, algunas lágrimas, el sudor por la estación o por la fiebre. Si multiplicaba sus residuos por los del resto de trabajadoras con las que coincidió, con las de antes y con las de después, y por los de sus compañeros, y por los de los viajantes y los comerciales que subían al tercer nivel y los ejecutivos que subían al cuarto y los mensajeros que pedían la llave del váter —por favor— al conserje; si lo sumaba todo, qué natural entonces un brazo o una nariz brotándole a la fábrica. Pero las cifras se le resistían, por eso dejó pronto el instituto, así que quizá sus cálculos —una gotita más o menos— fallasen.
Miraba el edificio de la fábrica a lo lejos, también creciendo de repente: en el llano que retomaba la ciudad el ladrillo de la construcción inicial, de un rojo desteñido por la lluvia y el sol los dos niveles bajos —los de las máquinas, la cadena de montaje—; más despierto —por reciente— el de las plantas para administración y dirección, y en metal las naves añadidas para el almacén, los camiones y la entrega de pedidos, el comedor del personal. Casi siempre así, con todo: se parte de algo, y luego más, y luego más, según algo deba resolverse o encauzarse, sin plantearse si servirá o entorpecerá en otro momento. Ahora estaba la fábrica y estaba la ciudad, primero lo segundo: los chamizos antes que las casas, después las casas, después la plaza, algunas calles, la fábrica, algunos edificios, más edificios para que vivieran quienes trabajaban en la fábrica, algunos negocios para cubrir sus necesidades —las de la fábrica, las de quienes trabajaban allí—, la ciudad ya asemejándose a la de Isabel.
Así notó los cambios en la fábrica. Una mañana distinguió un camión sin el tono corporativo de la empresa. Ni el gris sobre blanco del logotipo antiguo, ni el naranja que transmitía frescura: un azul oscurísimo. El camión se acercaba a la fábrica incorporado ya el segundo turno de empleados, cuando el primero —el de la noche— habría recorrido la distancia hacia la ciudad. No aparcó en el lateral de distribución, para entregar o recoger, sino en el contrario: aquel que mostraba el horizonte, rompiendo las montañas, antes la otra ciudad, entre tanto carreteras y tierra ocre. Distinguió también unas figuras que abrieron la caja del camión, y distinguió cómo salían de la caja más figuras, y extraían tubos y placas de metal. Las figuras se organizaron, unas entregaban las piezas a las otras, otras las hundían en la tierra, ajustaban los tubos de amarre al interior del edificio. Levantaron el andamio en pocas horas, desde el suelo hasta el cuarto nivel, antes de que el segundo turno diese paso al tercero.
Isabel había trabajado en ese turno. Nunca en el primero, más incómodo porque te obligaba a vivir del revés, pero mejor pagado. Cobraba poco —lo lamentaba su madre: te pagan muy poco—, pero con su sueldo le bastaba. Entró a la fábrica en el horario de tarde, rodeada de jóvenes como ella; con algunos había compartido litronas en el parque, los sábados, y ahora ocupaban el puesto contiguo, contando o embalando. Quienes tenían hijos preferían la mañana, por las clases. Salvo causa justificada —alguien a quien cuidar, residencia en una ciudad distinta de la ciudad—, la dirección nunca concedía el segundo turno antes de cierta edad. Aunque se lo ofrecieron con los años, por si acaso, no lo necesitó: muchas parejas se conocían en la fábrica, en el comedor o en la nave principal, en los autobuses, pero ella se había concentrado en rendir, alertar sobre una rosca con defectos, cerciorarse de que cada maletín incluía justo lo que anunciaba.
Había vivido la última etapa del montaje manual: al inicio del turno recogía una caja con los metales y otra con las tuercas de plástico. A la mitad —ocho menos algo de la tarde, justo antes de la pausa— debía entregarlas otra vez, ya ensambladas, media cantidad en una y media cantidad en otra, y empezar de nuevo con otras dos cajas, que devolvía antes de terminar, media cantidad en una otra vez, y media cantidad en otra, otra vez. Al principio le costaba armonizar la rapidez en el gesto con la precisión del montaje, el tamaño grande de sus manos con el tamaño pequeño de las piezas, pero aprendió rápido. Hasta que la dirección de la fábrica compró unas máquinas para automatizar esta tarea, y las instaló en lugar de Rosa y Matilde y Ana y María Luisa, en la esquina de sus puestos, y otra mole en lugar de los puestos de otras, y así hasta un cuarto del espacio que ocupaban en la nave. Algunas compañeras aprendieron a manejarlas, y se quedaron como supervisoras. Despidieron a la mayoría: Isabel las veía en algunas tiendas, ellas al otro lado del mostrador; durante los primeros años se obligaba a la conversación —qué tal va todo por allí, y a ti qué tal te va—, con el tiempo ni siquiera. También veía a algunas en el parque: Isabel se fijaba en ellas, silenciosas en el banco, la mirada fija en el edificio de la fábrica, ladrillos y metal, ni brazos ni narices todavía.
Isabel pasó al área de control de calidad. Cuando salió del despacho del jefe de recursos humanos, después de que se lo comunicaran, pensó en aquellas tardes felices en las que no lograba las cuatro cajas exigidas, sino cinco o incluso seis. Se esforzó más. Un tornillo con mango de estrella y tuerca de mariposa no debía confundirse con un tornillo con mango de estrella y tuerca de pomo. Existían la tuerca de cruz y la tuerca de triángulo, los mangos sueltos; los moleteados de elevación, acero nada más, con la cabeza dentada para facilitar el agarre, aunque no evitasen el daño. A Isabel le tocaba revisar las piezas, la exactitud de los filetes y los fondos, y los sets, organizados según los códigos de color. Las cajas marrones, para su venta individual en la ferretería. Los maletines verdes ofrecían trescientos sesenta tornillos multiusos: distintas medidas y distintos tipos, cabezales y roscas diferentes, con compartimentos y solapas para una organización funcional. Los maletines amarillos, en cambio, contenían la mitad de piezas —ciento ochenta—, con tornillos diversos en su tamaño, cada cual con el taco correspondiente. Estos se promocionaban para uso doméstico, ideales para el recién casado que construye un hogar o el padre sin aficiones declaradas. Los maletines rojos se dirigían a un cliente más específico: un profesional que necesitaba mil ochocientos tornillos de doce clases, con roscas parciales y completas, cajas de extracción individual, o trescientas cuarenta piezas compatibles con el hormigón, en una maleta robusta que soportase los golpes del día a día.
Marrón, y verde, y amarillo, y rojo: los colores de los maletines variaban, pero jamás el nombre de la empresa, el logotipo, la rima casi infantil con la que enumeraban sus productos. Durante medio siglo habían utilizado el dibujo de la cabeza de un tornillo, con su estrella de seis puntas en la huella. Con una tipografía que imitaba la manual, añadían «Almacenes Sotillos», varios puntos mayores de tamaño, y como eslogan «arandelas, tuercas y tornillos». Murió el señor Sotillos —el segundo que Isabel conocía: le habían precedido varios más— y en el nivel de la dirección irrumpieron varios hombres jóvenes, uno que se instaló en el despacho del jefe y otros que aparecían cada cierto tiempo por la fábrica. Los empleados aprendieron a relacionar las visitas con los cambios: los hombres jóvenes aparcaban los coches, subían al cuarto nivel, transcurría una mañana o una tarde, arrancaban. Primero modificaron la imagen de la empresa: la estrella se independizó de la cabeza del tornillo, transformaron los colores —el naranja frente al gris— y el nombre y el lema: «Suministros de la ciudad», ahora, «innovación y calidad». Derribaron un luminoso en el acceso a la fábrica, encargaron nuevos uniformes —monos de color naranja, no muy cómodos, en lugar de la tela basta blanca— y pagaron la nueva señalética, pero a Isabel le costaba no responder —incluso tras el despido— que trabajaba en Almacenes Sotillos.
Las figuras levantaron en pocas horas el andamio, probaron su seguridad. Varias se subieron a la cabina del camión, y otras se encerraron en la caja; marcharon en dirección contraria a la ciudad. Mientras tanto el tercer turno de empleados reemplazó al segundo, y la noche interrumpió —como todos los días— la vigilancia de Isabel; preparó la cena —un poco de queso fresco, algo de embutido, otras noches una tortilla francesa, siempre algo de fruta—, se durmió en el sofá. Despertó temprano. Sin cambiarse el pijama —vestía de calle sólo en las ocasiones evidentes—, retomó su costumbre: se sirvió el primer café, y se sentó a mirar la fábrica. Su madre lamentaba no haber logrado comprar algo en el centro, con una terraza para más macetas, pero a Isabel aquel piso heredado le bastaba: el último bloque antes de que acabase la ciudad, en una elevación que se asomaba al llano, con un balcón en el que cabían su silla y su mesita.
Sonaba el despertador justo en el relevo del primer turno al segundo: la distancia había convertido a sus antiguos compañeros en figuritas, cuerpos mínimos hacia las lanzaderas entre la fábrica y la ciudad, ahora apenas dos autobuses que conectaban con el aparcamiento subterráneo cercano a su edificio, en la buena época una flotilla de vehículos para decenas de empleados, unos hasta su barrio y otros al corazón de la ciudad, para quienes vivían al otro lado. En ese momento en el que miraba Isabel arrancaban algunos de los camiones desde la nave lateral, para repartir la mercancía; en la carretera se cruzaron con una furgoneta de un azul oscurísimo. ¿Qué transportarían? La furgoneta se detuvo en el lateral opuesto a las naves nuevas, abrió sus puertas, bajaron de ella una, dos, tres, cuatro, cinco, seis figuras; supuso Isabel que descargaban materiales, cajas. La furgoneta desapareció, y las figuras subieron al andamio.
Los días transcurrían así desde el despido: una mañana los hombres jóvenes aparcaron, subieron al cuarto nivel, deshicieron el camino; así se lo contaron en el cambio de turno varias compañeras que lloraban, esperando subirse al autobús del que bajaban las del tercero. A Isabel la llamaron poco antes de las doce de la noche, mientras se cercioraba de que el maletín rojo de mil ochocientos tornillos guardaba —sí o no— doce clases. Escuchó su nombre y ya no recordaba el ascensor, el encuentro con el responsable de recursos humanos —planta tercera— o la salida de la fábrica: sí el maletín rojo, pendiente de validar sobre su puesto. Le agradecieron sus décadas de compromiso con la empresa, extendieron la carta de despido —tenía que firmarla, le advirtieron; crema el anverso, y el reverso azul oscurísimo— y le explicaron que al finiquito añadirían las vacaciones acumuladas, que no necesitaban que volviese. A las cuarenta y ocho horas recibió una transferencia con el concepto «Nómina ponderada», por el trabajo de aquel mes, y otra con el concepto «Fin de relación laboral». En la primera semana durmió muchas horas, paseó muchas otras; a la segunda acudió a la oficina de empleo, recibió algunos consejos para actualizar su currículo. Durante meses se apuntó a cursos para aprender nuevos oficios, a bolsas de empleo. Como nadie respondía, empezó a salir al balcón.
Antes de la nariz o el brazo, antes del andamio y las figuras, Isabel había oído ya sobre los cambios en la empresa. En la fila del supermercado, en la puerta del centro de salud, alguien sabía siempre: despedidos como ella, que mantenían relación con alguien que aún seguía, e incluso empleados todavía. Menuda escabechina. Han instalado máquinas en los puestos que ocupabais. Han contratado a gente de la otra ciudad. Todo es naranja: las paredes de la nave, hasta las servilletas en el comedor. Fermín, que se había jubilado pero cuya hija trabajaba en el segundo turno, le contó que habían instalado una zona de ocio dentro de la nave, en otra de las esquinas, quizá en las mesas de Isabel y sus compañeras. Como en Estados Unidos, explicó: si se cansan echan un billar o un futbolín, han instalado una mesa de ping-pong, un sofá y un cuadro con los rascacielos de Nueva York que ocupa casi toda la pared. También organizan excursiones: mi hija no se apunta, por la niña, pero algunos domingos los llevan a la montaña, a dispararse con bolas de pintura.
Otras mañanas se aburría y encendía el televisor, pero Isabel atendía a las figuras, que desde el nivel más alto del andamio colocaban medio cilindro de plástico naranja primero adosado al edificio de la fábrica —el brazo, la nariz—, luego otro medio cilindro de plástico translúcido, que acoplaban para completar la geometría. Las figuras se movían con eficiencia: tomaban unas piezas, otras, las elevaban con poleas primero al nivel superior, más tarde al tercero, conforme avanzaban desmontaban el andamio. A mitad de la construcción, ya con los cilindros y el andamio a la altura de las salas de los empleados, dos coches aparcaron. Bajaron varios de los hombres jóvenes, admiraron la coreografía: en la lejanía, Isabel miraba a los hombres que miraban a las figuras trabajar. Casi habían terminado su labor.
No un brazo, no una nariz. A la fábrica le había crecido un tobogán.
Un gran tobogán en espiral, del nivel cuarto a la tierra de la calle. Antes del cambio al tercer turno, tres de las figuras accedieron a la fábrica; las otras permanecieron en torno a la boca. Pocos minutos después, las figuras —una, dos, tres— reaparecieron, tobogán abajo: conforme las escupía, las demás la recibían con júbilo; Isabel veía los aplausos. Mientras las figuras probaban la resistencia, los hombres abandonaron el edificio de la fábrica. Notó una calma tirante mientras las figuras recogían la base del andamio, y en el camión del día anterior lo guardaban todo, incluso a sí mismas.
Isabel apoyó los brazos en la baranda, como si esos centímetros ganados le permitiesen afinar la vista. Algo iba a ocurrir. Cuando le tocaba revisar un maletín, presentía que faltaban varios tornillos, y faltaban, o que se habían colado los tacos que no eran, y era así. Esperó horas en el balconcito, mirando la fábrica, mirando el cambio del segundo al tercer turno, fijándose en que uno de los autobuses no había regresado a la ciudad, olvidándose del hambre. Una figura se deslizó por el tobogán: vestía el nuevo mono naranja para los empleados. Cuando aterrizó, le costó ponerse en pie: Isabel pensó que por el impacto, pero la figura se llevó las manos no al cuerpo, sino al rostro. Se tapaba las lágrimas. Otra figura más con el mono naranja: la primera la recibió, y se abrazaron. Se mostraron ambas un folio azul oscurísimo. Más tarde otra, y otra, y otra, hasta doce figuras vestidas de naranja, despedidas por el tobogán.