Recreo

Patricia Esteban Erlés

Zaragoza, Aragón, 1972. Su libro más reciente es Las madres negras (Galaxia Gutenberg, 2023), novela ganadora del Premio Dos Passos en 2017.

Mi hermano se murió de un balonazo, en el patio del recreo de los curas. Se quedó quieto en medio del campo y todos acudimos a ver si al menos se había hecho sangre o algo. La pelota seguía rodando después del golpe, pero nadie corrió a buscarla. Al principio mi hermano no se había muerto bien, se le movían un poco las orejas y también le temblaba la boca. «Levanta», le ordenamos cuando vimos que la muerte era un poco lo mismo todo el tiempo. «Levanta», porque ya queríamos ir tras la pelota roja que acababa de detenerse junto a la portería. Pero mi hermano nada, allí muerto desde hacía rato, con las mismas zapatillas que yo y mi pelo castaño, mi hermano con sus gafitas diminutas algo torcidas y esos ojos obstinadamente cerrados que alguien parecía haberle dibujado a toda prisa detrás de los cristales. «Levanta», y mi hermano repitiendo la muerte como cuando le gustaba una canción y la ponía mil veces en el viejo tocadiscos de mamá, hasta que las estrofas crujían y se rompían y la voz de aquella negra parecía la voz de una esclava en un campo de algodón, cansada de tanto decir lo mismo. Mi hermano allí, empeñado en seguir muerto cuando quedaban cinco minutos, eso calculamos, para volver a clase. Lo odiamos mucho, a mi hermano, yo el primero, porque tampoco había sido para tanto y se le estaba poniendo una cara satisfecha de protagonista, la misma que cuando se lo sabía todo, le preguntaran los curas lo que le preguntaran. Lo dejamos allí, en el centro mismo del patio, como si fuera el corazón parado del recreo, con mi pelo castaño y mis mismas zapatillas. Alguien que se sentaba cerca de la ventana dijo en clase que vio cómo el jardinero se acercó a él con un saco de esos donde solía guardar las hojas viejas que caían de los árboles. Sólo sé que salimos y el patio estaba desierto. Me fui a casa solo. Mi madre abrió la puerta, vestida de negro. Comí en silencio la sopa que me sirvió y me imaginé que mi hermano había ido a parar a un lecho de hojas blandas, del mismo tono amarillo rabioso que ven tus ojos cerrados cuando alguien te estampa en la cara un balonazo.

La niña mártir

La niña mártir deseaba caerles bien a las chicas de su clase. Ellas trazaron un círculo de tiza en el suelo y le dijeron que ese era el infierno, que debía entrar allí y quedarse quieta aunque las llamas la abrasaran si de verdad quería formar parte de su banda. El demonio te afeitará la cabeza y aun así sentirás que te tira de las trenzas por toda la eternidad, advirtió la capitana. No verás más a tus padres, y ellos recibirán una carta de azufre que les dirá dónde estás, ¿vale? La niña mártir aceptó temblorosa aquel trato porque no quería seguir sentándose sola en clase ni jugar con los caracoles del patio un día tras otro. Sus merceditas de charol atravesaron el óvalo de tiza y ella se dejó caer, sin preocuparse por si se manchaba mucho la falda. Cerró los ojos al apoyar la oreja en el suelo, casi aliviada porque le pareció que el fuego se acercaba con un crujido suave, como un gato amarillo que sólo quisiera ser acariciado.

Génesis

Dios se apresuró a llorar la muerte del diablo antes que nadie, como un viudo triste que cabeceara, maldiciendo su lentitud de reflejos. Se volvió transparente por momentos, podía vérsele asomado a las ciudades, escudriñando las ventanas de las casas con su ojo de cordero degollado. Lloraba con los aspavientos ridículos de un borracho, se tiraba de las crines de plata llamando a gritos a su hermano, rogando que le dijera dónde estaba ahora, para poder seguirlo, porque sin él no iba a volver a ser blanco y bueno y grande. Una mañana Dios se había muerto, de verdad y el cielo amaneció seco y gris, como una cama de hotel. Nos habíamos quedado solos. Hubo desconcierto y algunos suicidios. Duró poco. Alguien fue a buscar el muñeco de su hija y nos lo mostró al resto. Uno de los viejos ahogó un gemido de alivio. Fue el primero en santiguarse.

Plaga

Una noche, una plaga de zapatos asoló la ciudad. Eran, se veía de lejos, zapatos de muerto, estrenados en un entierro, nuevos, inútiles, asalvajados. Los veíamos surgir de las alcantarillas, en manadas imposibles. Botitas infantiles de charol, zapatos negros de viajante, zapatillas de ballet de un blanco ruso y estepario. Una niña pequeña corría feliz, detrás de ellos. Le había parecido ver, en la estampida, uno de los botines de novia que habían sido de su madre.

Monstruos de compañía

1

El monstruo todavía nos tiene miedo. A ti y a mí, que damos sorbos cuidadosos a las tazas y nos lavamos los dientes después de cada comida, aunque algunas veces tú dejas resbalar la loza rosada de mi abuela o yo imagino que te haces trizas mientras contemplas al hombre del espejo. El pobre monstruo no se deja ver ni se alimenta de día, cuando sabe que tú estás tejiendo un puzzle sobre la mesa de la sala, un puzzle al que siempre le falta una pieza que yo mastico a oscuras en el cuarto de los trastos. Sólo vive de noche, nuestro pequeño monstruo inservible, que se tragó todo el pavor, que sabe que los gritos son negros y el silencio, un dolor que trepa como una mala hierba por las paredes de nuestra casa.

2

La niña fantasma vaga por los cuartos pisándose la sábana. Tiene cara de sueño y está despeinada, como si regresara de una larga siesta de domingo. Nadie se atreve a sentir miedo en su presencia. Cuando se acerca todos sonreímos como debe sonreírsele siempre a un bebé y tememos en secreto que se golpee al pasar, con la esquina de algún mueble.

3

El niño llora en la habitación del fondo, esa que nunca llegamos a pintar porque los tonos pastel que probamos en la pared cada primavera quedaban demasiado felices y se nos quitaron las ganas. El niño llora y tú dices «ya voy yo», porque a veces se nos olvida que para cuando llegues se habrá callado, se lo habrá tragado un silencio de aguas profundas y verdosas. Sólo nos queda esperar. Dentro de un momento lo oiremos llorar de nuevo, en el piso de arriba, o al descolgar el teléfono.

4

Siempre amé al hombre elefante. Le escribía cartas en blanco y negro y sufría porque nadie entendía su cara de nube. Nadie más que yo cerraba los ojos y sabía ver en el atormentado cráneo de Joseph Merrick un mapa, un paisaje de acantilado inglés oculto tras la niebla. Nunca contestó pero yo le escribía a cada ciudad y soñaba que los sobres llegaban a su carromato verde hoja. Joseph Merrick, Circo Insólito, barraca número 13, su mano de animal rasgando el papel, su mano de caballero alisando el pliego perfumado, leyéndome a la luz de una vela, a la vuelta de la función nocturna. Joseph Merrick lloraría salvajemente sobre mis letras heridas, avergonzado de aquel horroroso llanto de mamut, vestido aún con su traje príncipe de Gales y sentado sobre la paja seca de su jaula.

5

Violet y Daisy Hilton nacieron del breve encuentro contra una tapia de su madre con un hombre a quien nunca llegó a verle el rostro. Se fue sin ellas del hospital donde dio a luz, dejando un rastro de placenta en el colchón. La partera Mary Hilton se las quedó porque olfateó el negocio. Eran un monstruo hermoso, dos caras infantiles que sonreían a la vez y se giraban si alguien les hablaba, como dos flores buscando el sol. Les gustaba la gente. Seguían sonriendo en el circo, sentadas en su silla doble, con sus enormes lazos del mismo color que el vestido que llevaban puesto. Las miraban en las barracas y en teatros. Ellas saludaban con una graciosa reverencia y se sentaban. Eso era todo. La gente las miraba. A Daisy le daban mucha pena los elefantes de ojos enloquecidos en las jaulas, el león que languidecía humillado tras los barrotes, como un rey prisionero. Ganaron mucho dinero, Mary la partera y luego su hija. Daisy se enamoró de un relojero americano. Les costó mucho encontrar un cura que quisiera casarlos. Violet cerró los ojos la noche de bodas. El relojero se marchó al poco tiempo, estrujando entre las manos su sombrero hongo. Invirtieron todo su dinero en una película que casi nadie fue a ver porque para entonces ya las había mirado todo el mundo. Luego vendieron perritos calientes y revisaron envases para una fábrica, en el pequeño remolque al que tuvieron que irse a vivir. Allí enfermaron de la gripe de Hong Kong. Nadie las atendió. Daisy, cierra los ojos, le pedía Violet a su hermana, a la que siempre trató como si fuera la menor de las dos. Vámonos ya.

Retorno

Por pura fatalidad los gemelos Jenks nacieron muertos, con los cordones umbilicales enrollados al cuello.

Las abuelas de los niños se apresuraron a vaciar cajones llenos de ropa diminuta y a desmantelar las cunas. No había tiempo que perder y lloraban sin dejar de arrancar cortinas recién colgadas, mientras se asomaban a la ventana y lanzaban al cubo de la basura osos de felpa y chupetes precintados.

Todo el vecindario escuchó a la madre aullar noches enteras cuando volvió del hospital. Algunas veces el padre salía a hacer la compra y empujaba sonámbulo un carro vacío por los pasillos del súper. Cruzaba las calles con los ojos cerrados porque veía a sus hijos de piel azul en todas partes. Se preguntaba si uno podría estar siempre así, muriéndose por dentro, ahogándose a solas en un río tan negro.

Pero un día los gemelos Jenks decidieron dejar de estar muertos. El padre se había marchado hacía algún tiempo y la madre vagaba por la casa, llenando la bañera de agua, colgando corbatas de las lámparas, asomándose tanto al alféizar que hasta la muerte se compadecía de ella por más veces que la buscara.

Sólo ella los vio venir por el jardín desierto. Sus hijos trotaban simétricos en dirección a la casa, tan rubios como rubia había sido la abuela Jenks. Sabían reírse como dos niños vivos, vivos de verdad y la madre sintió un orgullo repentino. Pensó que estaban muy altos para su edad y que eran, sin duda, los chicos más guapos del barrio. Adivinó de pronto el nombre de los dos, su postre favorito y el cuento que solía contarles todas las noches. Amó de inmediato, con todo su corazón, las benditas muescas que habían trazado diez mil carreras de triciclos rojo en el flamante suelo roble del pasillo. Supo entonces que no había tiempo que perder. Por puro instinto la madre tiró de las mangas de la rebeca gris para cubrir del todo sus muñecas vendadas y sin pensarlo más salió a abrirles la puerta, antes de que ellos llamaran.

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