Guadalajara, Jalisco, 1965. Es crítico de cine y profesor en el ITESO, colaborador de la revista Magis.
Víctor Erice (Vizcaya, España, 1940) ha filmado cuatro largometrajes: El espíritu de la colmena (1973), El sur (1983), El sol del membrillo (1992) y Cerrar los ojos (2023). Asimismo, ha realizado un puñado de cortometrajes, algunos de los cuales forman parte de películas corales: entre otros, el que aportó a Centro histórico (2012), que incluye además las propuestas de Pedro Costa y Manoel de Oliveira y que hace un homenaje a la ciudad portuguesa de Gimarães; o Ana tres minutos, que forma parte de 3.11 Sense of Home (2011), conformado por veinte cortos que giran alrededor del sismo que sacudió a Japón en marzo de 2011. Erice ha filmado poco, pero en su cine es posible rastrear observaciones y apuntes a partir de los cuales cabría reconocer una concepción personal de España.
Su ópera prima, El espíritu de la colmena, surge de un guion que escribió con el crítico Ángel Fernández Santos y ubica la acción en un pueblito de Castilla en 1940. Acompaña a dos hermanas, Isabel y Ana, cuya imaginación se dispara después de haber visto la película Frankenstein (1931), el clásico de James Whale. Ana, que tiene ocho años, vive en la inquietud por la suerte del «monstruo». Isabel le dice que este vive porque «en el cine todo es mentira, es un truco» y además lo ha visto vivo, en un paraje cercano al pueblo. No obstante, Ana vive una experiencia en la que la fantasía es brutalmente desmentida por la realidad, la cual le deja un hondo desasosiego. Erice acompaña la rutina de una familia pudiente que habita un viejo caserón que no goza de las conveniencias del progreso. En el padre (Fernando Fernán Gómez) conviven la curiosidad científica —a la que anima a sus hijas— y la reflexión filosófica; la madre parece más atenta de los que no están. En muy raros momentos hay manifestaciones cariñosas. En su trato aparece cierta rusticidad, un rasgo al que ha sido muy atento el cine español que ubica la acción en el medio rural. Su gente parece absorbida por el deber, lo cual es particularmente observable en la servidumbre (la distribución del trabajo parece no evolucionar: es la misma que en tiempos pretéritos y la misma que podemos ver hoy). El espíritu de la colmena suele interpretarse como una crítica al estado de ánimo que dejó la guerra civil y que es característico de la vida en tiempos de Franco; exhibe el «triste espanto» (como comenta el padre) y muestra los sinsabores de la pérdida de la inocencia.
En El sur —que Erice estrenó diez años después de su primer largo y cuyo guion escribió con Adelaida García Morales— los afectos están todo el tiempo presentes. A ello contribuye de buena manera el punto de vista: la cinta es relatada desde la perspectiva de Estrella, a la que acompañamos en dos momentos de su vida: a los ocho y quince años. Ella es hija única y vive con sus padres en la Gaviota, una casona ubicada en las afueras de una ciudad del norte de España. De su padre ella tiene una imagen fascinante —es un ser cálido que acompaña y revela, sorprende—, como sucede en etapas tempranas del ser humano: comenta, entre otras cosas, que él puede hacer cosas difíciles de explicar para los demás. El amor filial se manifiesta en acercamientos, abrazos y risas constantes, en actividades realizadas en común. Pero en algún momento Estrella comienza a descubrir que el padre reverenciado guarda secretos que se ubican en el sur. La imaginación y la fantasía van llenando el misterio que habita en ese punto cardinal, y que está ligado al pasado del padre, quien se desplazó por allá para tomar distancia con su propio padre. La película concluye cuando ella se apresta a realizar el anhelado viaje al sur, del cual no veremos nada —aunque estaban previstos en el guion original algunos pasajes por aquellas latitudes—, porque el productor dio por terminada la filmación argumentando «cuestiones de criterio». Al final, esto resulta provechoso, pues corresponde a los que estamos de este lado de la pantalla llenar ese sugerente vacío.
El sol del membrillo (1992) es un «experimento» maravilloso. El registro, de corte documental, no parte de ningún texto previo y consiste en acompañar el proceso de trabajo del pintor Antonio López. Este, que es toda una celebridad, es considerado un artista hiperrealista, pero para Erice es más conveniente utilizar el término nuevo realismo para ubicar su obra (como comenta en una extensa entrevista que concedió a Tomás Pérez Turrent y que publicó la revista Dicine en noviembre de 1992). López es un pintor metódico y preciso que busca plasmar en la tela y al óleo el asunto que aparece en el título: la luz del sol que se hace presente en un árbol de membrillos que está en el jardín de su estudio. Entonces lo vemos en acción, haciendo una serie de preparativos rigurosos que, adelantamos, le permiten tener una perspectiva certera para dar el mayor realismo a su obra: llena de marcas el terreno (e incluso algunas frutas), toma distancia del caballete, dibuja líneas en la tela, mezcla las pinturas y comienza a hacer algunos trazos. El trabajo es lento, aún más porque la luz es cambiante: inicia en el otoño y termina en el invierno de 1990. Para acabarla, el clima («el tiempo», como dice López) no ayuda, pues la lluvia aparece en más de una ocasión. El resultado ambicionado, así, se aleja conforme pasan los días. La película se construye en la sala de edición, en la que Erice arma microhistorias que involucran a las visitas del pintor y a un grupo de albañiles polacos. Y si la pintura de López no llega a buen puerto, el proceso ofrece aristas prodigiosas para la reflexión sobre el proceso creativo, sobre el arte o, más bien, las artes, porque en elocuentes planos hacia el final de la película el cine cobra relevancia al lograr concretar lo que en la pintura es sugerencia, esbozo, anhelo: no sólo porque al fin se materializa la ambición de capturar el sol en el fruto, la luz en la piel del membrillo, sino porque se da cuenta del tiempo, se consigue «dar densidad al tiempo», lo cual es una de las constantes del cineasta.
Treinta años después Erice vuelve a filmar un largometraje: Cerrar los ojos (2023), que estrena fuera de concurso en el Festival de Cannes. La historia parte de la desaparición de un actor español, quien es una celebridad y está en medio de un rodaje. La policía hace las pesquisas de rigor, pero aun sin encontrar el cuerpo del susodicho concluyen que ha muerto en un accidente en un acantilado. Muchos años después el caso vuelve a cobrar interés. Erice da protagonismo en la cinta al realizador que dirigía la película en cuyo rodaje desaparece el actor. Además de una relación laboral, ambos eran amigos. El asunto sirve al realizador en pantalla y a Erice para hacer una sensible reflexión sobre el peso de las ausencias y, por supuesto, para hacer un homenaje en primera persona y por duplicado al cine, a sus alcances memoriosos y su capacidad para recoger lo inefable.
Si bien es cierto que Erice no ha manifestado que sus ambiciones artísticas tengan propósitos que cabría ubicar en la antropología o la etnología (el realizador no se ha planteado el objetivo de hacer un perfil del país y sus habitantes), me resulta difícil no intentar trazar un «mapa de España» por medio de sus películas. Así, en la «España según Erice» nos encontramos la convivencia de una diversidad de paisajes y humanidades. En sus películas van cobrando relevancia algunos rasgos y características que habitan en lo que cabría denominar la España profunda, una forma de encarar la vida y la muerte, elementos que alcanzan para perfilar un «carácter español». Es valiosa y gana actualidad la apuesta por observar las afinidades perceptibles en un grupo humano, en los habitantes de un país, particularmente en estos tiempos, en los que se buscan resaltar las diferencias y las singularidades en las identidades, a menudo de manera violenta. Aquí no hay melodrama, hay una aceptación con rasgos de estoicismo de las vicisitudes que ofrece el paso por este mundo, una profunda tozudez con matices rústicos. Se percibe la carencia de algo que se puede insinuar con vaguedad (un misterio; aquí cobra sentido aquello de lo inefable), que tal vez se tuvo y que se perdió (como la inocencia, tema presente en mayor o menor medida en toda su filmografía), una actitud que tiene algo de nostalgia y melancolía. Pero no hay engaño, no hay la voluntad de refugiarse en otra realidad (ahora que están tan de moda los multiversos), hay aceptación y ánimo por seguir tirando. Un rasgo de estilo es el ritmo lento (¿la percepción del tiempo será también una particularidad que define el carácter nacional?), pertinente para hacer descripciones con alcances profundos; hay además una voluntad realista, algo que Erice comenta en la mencionada entrevista de Dicine: «Hace falta tener fe en la realidad», una máxima de Roberto Rossellini. En la conversación de marras, el cineasta habla del cine que le interesa, al cual ubica fuera de los parámetros industriales, y en el que cabría inscribir su obra: un cine que posee algo, «un sentimiento, una fuerza, una autenticidad».