Ciudad de México, 1963. Su libro más reciente es Desde el enigma. Antología personal (Doble Fondo XVI, Biblioteca Libanense de Cultura, 2023).
Me encuentro con Juana Castro frente a la Mezquita de Córdoba, ese palacio-templo que me ha quitado el aliento y la voz: bosque de columnas de mármol, jaspe y granito, unidos por arcadas dobles de herradura, agua corriendo y una atmósfera de infinito que une el exterior y el interior. Cuando miro a la poeta, sus ojos negros hondos me conectan de inmediato con su voz poética: «Que se calle el dolor / Que se apaguen los dardos del estío. […] / que me dejen a solas con mis brazos. / […] que se duerma mi niño, / que no quiero ni lágrimas, ni pan / ni golondrinas, / sino un sueño tan grande como el mundo» (Del dolor y las alas, 1982). El dolor de la pérdida convertido en una nana, «La última nana», para su hijo muerto.
Con sonrisa generosa, directa, me habla de su quehacer literario, esa necesidad de ir al manantial de la cultura, a textos primigenios como el Cantar de los cantares. Conquistar una mujer nueva a partir de la metamorfosis de esos mitos, una revisión profunda de los textos grecolatinos, de los bíblicos y de los más antiguos, así como de los arquetipos. La deconstrucción es uno de los intereses que mueven su escritura, conquistar un poema que convierte el canon en un nombrar distinto. Juana Castro (Villanueva de Córdoba, 1945) descentra la voz dominante masculina para lograr focalizar su voz de mujer. El feminismo de Castro se filtra en el anverso de la literatura primigenia, desde ahí nace con la fuerza formal de lo que da inicio porque es origen, y se va transformando en una visión descentrada, sutil, abierta. Es el nacimiento de la mujer en sí y por sí misma, libre, vertedora de magia, naturaleza y esplendores; Ella, la fundadora, la creadora: la diosa libre que origina el mundo. En su poema «Apocalipsis», la poeta crea a esa mujer mundana pero divina. «Ella no es Pomona. Ni, como las Danaides, / una daga dorada oculta entre los senos. / Ella no es Calíope, aunque sea la voz y la belleza. / […] Pero Ella ha nacido. / Como ananás fragante, se levanta / ungida de romero, / como custodia viva, derramando / cuatro copas dulcísimas» (Narcisia, 1986).
El amor es otro eje de la poética de Juana Castro. Y la música. Sus poemas son cantos, hay en ellos un ritmo de queja y un tono de nostalgia —de cante jondo— surgido de influencias orientales y del encuentro con lo árabe y lo judío, que García Lorca logró como forma poética; es un género más antiguo que el flamenco, la expresión de la pena, del dolor frente a la pérdida, a la muerte para exaltar la vida. Castro lo retoma con el giro del amor-desamor, el amor empañado por la violencia masculina: «Amor de amoratarse amor que es amoldar / y amancillar. / […] Amor de amuñecar amor que es amputar / amor de amilanar / y de ambulancia» (La Extranjera, 2006). En el prólogo, Marina Llorente Torres apunta que incluso llega a subvertir el modelo patriarcal, como una tendencia de varios poetas españoles de la última década de los años 90 (por ejemplo Luis Antonio de Villena), a tal grado de plantear el amor del mismo sexo: «Podemos / volar sin las cadenas / que nublaron la cumbre de los héroes, […] / bañadas / en la tibia verdad del unisex(o)» (Cóncava mujer, 1978).
En el libro Los cuerpos oscuros (2005), transita por los túneles del desasosiego (a partir del Alzheimer que padecieron su madre y su padre), en la frontera entre lo cuerdo y lo incoherente, en ese terreno donde no hay memoria y por ende tampoco un pasado ni un futuro. «Los atrancados. Los encerrados vivos. / Oscurecidos, aherrojados en el último cuerpo / de la casa, se consumen y hablan».
La poesía de Juana Castro conecta los temas de la vida personal e íntima con la colectividad. Si bien es una característica de la verdadera literatura, crear una solidaridad activa —como señala Gilles Deleuze— la poesía crea, al mismo tiempo, una comunidad potencial que se expresa con otra conciencia y una sensibilidad nueva. En este punto se une con el trabajo poético de María Victoria Atencia (Málaga, 1931). Las formas escritas que surgen de la convergencia de las culturas musulmana y judía —las lenguas mozárabes— como las jarchas, escritas en árabe y hebreo, permiten en estas escritoras un español que atraviesa su lengua hacia giros inesperados pero sobrios y deja de ser una poesía extranjera del lenguaje nativo. Las dos abren una mirada única, venida del cuerpo, de sus cambios, de los sentires de los órganos y venas, hechas un corpus orgánico en el poema. Por otra parte, incorporan sus voces a la poesía española para hacerse escuchar, abriendo el camino en el canon literario para las poetas más jóvenes como Olvido García Valdés, quien ahora es una referencia esencial de la poesía hispanoamericana.
Para esta escritora, la poesía de María Victoria Atencia se nutre de la carencia y es el sellado del yo. Poesía mística, busca lo sagrado enfrentando la fugacidad. Madre de cuatro hijos y piloto aviador, en su poesía se percibe el contraste entre lo aéreo y la tierra: «El pájaro que vuela sabe de un dios menor que sabe / —aunque a tientas— de un vuelo / que se proyecta a punta de lápiz en las cartas / frente a la infinitud de una noche o su número. // El pájaro solitario y caudal. Quien a solas se alza / San Juan no lo ha advertido / a solas / desabridamente cae». Lo ambiguo como búsqueda de lo permanente y eterno, aunque en su poesía todo queda abierto, en estado de horizonte: «La levedad de un élitro / vuela hacia su nada» (El hueco, 2003).
Después de quince años de silencio, en 1976 publica Marta & María, personajes bíblicos, la primera ocupada en las labores domésticas; la segunda, en el amado: «Eres todo mi ocio: qué importa que mi hermana y los demás murmuren / si en mi defensa sales, ya que solo amor cuenta». Dentro de este mundo cerrado de la casa y los objetos menores, Atencia trabaja un yo traslaticio: «Estoy en un sitio y en seis a la vez».
Siendo parte de la generación de los 50 con Antonio Gamoneda, José Ángel Valente, Claudio Rodríguez, Antonio Gil de Biedma, José Caballero Bonald, entre otros autores que escribieron su obra después de la guerra civil, posee en su poesía un interés por pasar de lo íntimo a lo social. A lo largo de sus libros Arte y parte (1961), Cañada de los Ingleses (1961), Los sueños (1976), El mundo de M. V. (1978), El coleccionista (1979), Compás binario (1979), Paulina o el libro de las aguas (1984), Trances de Nuestra Señora (1986), De la llama en que arde (1988), La pared contigua (1989), La intrusa (1992), El puente (1992), Las contemplaciones (1997), A orillas del Ems (1997), El hueco (2003), De pérdidas y adioses (2005), se destaca una poesía filosófica con preocupaciones éticas, la necesidad de reflexionar sobre su propio quehacer literario, así como de cuidar el verso perfecto, con un ritmo que viene de una doble raíz: ira y amor y, según la autora, es un alarido reprimido, resuelto en imagen y música.
Con sencillez declara «ni siquiera sé que es un poema, aunque los descubro en San Juan, en Hopkins, en Rilke. Yo misma los intento escribir desde hace mucho, y lo hago ilusionadamente». Sobre el poema «he dicho siempre que se trata de una labor compartida; yo salgo a buscarlo y él viene a mi encuentro al margen de cualquier razón: irrazonablemente» (Alejandro Duque Amusco, Cómo se hace un poema, 2002).
En 2020, publicó Semilla del Antiguo Testamento, dedicado a las víctimas de la pandemia. Y al año siguiente presentó Certeza de la luz (2021) en la sede de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo en Málaga, obra homenaje con motivo de su noventa cumpleaños. Quisiera volverla a encontrar en Guadalajara como en aquel noviembre de 2006, con su sonrisa elegante y su belleza, en armonía con sus palabras sabias.