Mario Heredia crea collage con partituras centenarias

Víctor Ortiz Partida

Puerto de Veracruz, 1970. Su libro más reciente es Hacia días felices simples rastros  (Mano Santa, 2020).

Sobre La Valse, la serie que presenta en Luvina, Mario Heredia recuerda lo escrito para el catálogo de la exposición: «Traté de interpretar un vals sin instrumento musical, sin voz, sin sonido, para ser exacto. Utilicé viejas partituras, postales, retratos de familia, estampillas, hilo y tinta. Dejé que mi sentido del equilibrio y mi habilidad para armar rompecabezas hicieran su trabajo. Fue la repetición, sólo eso, y dejar libres la obra de Ravel, el olor de la tinta y el sabor del viejo pegamento. Quise crear la visión de un movimiento perpetuo y decadente. Fallé, pero quedé satisfecho».

La muestra se montó en la Galería La 133, en San Antonio Tlayacapan, Jalisco, junto con la obra plástica de los poetas Jorge Esquinca y Francisco Magaña. La exposición se llamó Convergencias-resurgencias

Mario Heredia es poeta, narrador y artista plástico. Nació en Orizaba, Veracruz, en 1961, y radica en Guadalajara desde hace treinta y seis años, donde imparte talleres de narrativa y novela en la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM). 

Es autor de libros de poesía, cuento y novela. Entre sus publicaciones más recientes están el poemario Carbón Marino (Mantis Editores, 2022) e Hijo de tigre (Grijalbo, 2022), que fue ganador del Premio de Novela Histórica Claustro de Sor Juana / Grijalbo. 

Su última novela, La necesidad de las cosas de allá (Atípica Editorial, 2023), forma parte del proyecto Trilogía de Orizaba, que recibió la beca del Sistema Nacional de Creadores de Arte durante el período 2019-2022.

Su obra también ha recibido premios como el Concurso Nacional de Cuento Edmundo Valadés, el Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez, el Premio Internacional de Novela Sergio Galindo y el Premio Internacional de Narrativa Ignacio Manuel Altamirano. 

Como artista plástico se considera autodidacta, aunque tomó clases de pintura con Carlos Castillo y con Ulises González. Ha participado en exposiciones colectivas en Guadalajara (Alianza Francesa), en San Antonio Tlayacapan (Galería MC y Galería La 133) y en el Colegio Nacional, en la Ciudad de México, con la exposición Correspondencias: diálogos entre la letra y la imagen

Bosques ha sido su única exposición individual. Jorge Esquinca escribió sobre ella: «Bosques presentidos. A través de ellos, entre los ramajes umbríos, anduvo Mario Heredia con un tizón humeante. Cada uno de sus cuadros es la huella y el talismán de su aventura». 

En diciembre de 2021, por su trayectoria obtuvo el reconocimiento de ciudadano distinguido por parte del Cabildo de Orizaba. 

Para las piezas que forman la serie La Valse, Mario Heredia usó la técnica del collage. «Utilicé todo lo que estuvo a mi alcance. Primero partituras antiguas que una tía me regaló, y que pertenecieron a una pianista muy famosa de principios del siglo XX. Ella me regaló las partituras porque yo tocaba el piano, pero como dejé de tocarlo, pensé en utilizar, para estas obras, algunos de los libros, no todos, porque también hay joyas. Son partituras que tienen más de cien años. También utilicé grapas, hilo, postales antiguas, recortes de revistas, retratos de mi familia, fotografías compradas en los bazares. Siento que la tinta es lo que da el ritmo y la unidad a cada una de las piezas».

¿En qué año comenzaste a crear esta serie?

Comencé en 2017, cuando montamos la exposición en San Antonio, pero no he dejado de crear estas obras. Pienso que me detendré cuando ya no haya más partituras en esa caja mágica. Para este número de Luvina estuve tratando de conseguir todas las obras que había hecho, pero me fue imposible porque algunas no sé dónde quedaron. 

¿Dentro de tu trayectoria en las artes plásticas qué representa La Valse?

Una gran alegría, quedé muy satisfecho con lo que logré, me atrevo a decir que rescaté retazos de mi memoria por medio de retazos de cosas que encontré por ahí. Siento que podría ser como una autobiografía hecha de símbolos. Además, tuve la oportunidad de que se presentara en una exposición con dos grandes poetas, amigos míos, y con una bola de poetas que leyeron sus poemas en el quiosco del pueblo.

¿Cuándo incursionaste en las artes plásticas?

Desde niño me gustó dibujar, de adolescente tomé clases de pintura con el pintor Carlos Castillo Álvarez, quien había estudiado en San Carlos, y luego regresó a vivir a Orizaba para realizar algunos murales. Él me enseñó mucha técnica, luego me dediqué a experimentar. Recuerdo las clases que tomábamos con él; éramos tres alumnos y nos recibía en el piso de arriba de una carnicería. Como el piso era de madera, a veces la pintura que chorreábamos en el suelo se filtraba y manchaba la carne que estaba colgada abajo. Entonces el carnicero subía muy enojado blandiendo el cuchillo a gritarnos que dejáramos de hacer eso. De ahí nació mi novela La santa imagen de Lucía Méndez, que trata de un pintor de santos.

Sobre eso de la experimentación, recuerdo que hice unos cuadros que pintaba con acuarela y tinta y luego planchaba (por cierto, eché a perder la plancha). Eran extrañas figuras que, después de enmarcarlas, pasado un tiempo, desaparecían. Por varios años guardé esos cuadros vacíos, para recordarme lo efímero que es todo en este mundo. 

Luego tomé clases aquí en Guadalajara con el pintor cubano Ulises González, quien me mostró lo que era la libertad al pintar. Con él estuve varios años yendo todos los lunes a su taller. Él me enseñó, entre muchas cosas, a saber detenerme a tiempo y no arruinar una obra. Y a no tomar tan en serio la pintura. Después me he dedicado a experimentar con diferentes materiales, a echar a perder óleos, acrílicos, tintas, acuarelas. Y de pronto surge algo que me cautiva. Nunca pensé vender un cuadro, yo los pintaba para decorar las paredes de mi departamento, porque odiaba las reproducciones. Entonces me decía, prefiero una obra mala pero original a una copia de una obra maestra. Pero con pocas pinturas y collages que he vendido, he ganado más dinero que con todo lo que he publicado. 

¿Cómo ha sido la convivencia de las artes plásticas con la literatura?

Buena, quizá porque las he mantenido alejadas una de otra, como al esposo y al amante. Los procesos son completamente distintos. La literatura la tomo con más rigor, tengo que romperme la cabeza pensando en la estructura, el personaje, el ritmo, etc. Hago y deshago, una y otra vez, y lo gozo. Con las artes plásticas soy más libre, no pienso, dejo a mis manos que hagan todo el trabajo. Mis ojos me dicen sí, hasta ahí, y mi corazón palpita más rápido. Entonces sé que el trabajo está terminado. Quizá en donde se unen las dos es en mi interés por estar experimentando.

En las artes plásticas ¿cuál ha sido tu mayor logro?

Quizá el mayor fue ser invitado al Colegio Nacional a presentar mi obra junto con otros escritores que también han incursionado en las artes plásticas. La exposición se llamó Correspondencias: diálogos entre la letra y la imagen. Fue muy gozoso, aunque me sentí un poco asustado al ver mis cuadros tan cerca de la obra de Fernando del Paso, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Xavier Villaurrutia, José Emilio Pacheco, entre muchos otros.

En este momento ¿cuál sería tu definición de arte?

Santo Tomás de Aquino dice que el arte es el recto camino de la razón; tomando la misma idea, yo diría: el arte es el arduo camino que nos aleja de la locura. Y, a veces, nos vuelve mejores seres humanos. Y siguiendo con Santo Tomás, en uno de sus principios dice: «no puede ser bello aquello que tiene deficiencias. Lo que está deteriorado, o incompleto, es de por sí feo». Para mí sería lo contrario: en lo más simple y «feo» podemos encontrar más fácilmente el arte. No sé si esto que hoy se expone en Luvina pueda ser un buen ejemplo. 

¿Qué camino seguirás dentro de las artes plásticas?

No lo sé, siempre he creído que el destino ha ido marcando mi camino y, como soy muy flojo y miedoso para pensar en el futuro, mejor dejo que se me vayan presentando las oportunidades: un cartón viejo que recojo en la calle, unas hojas, un pedazo de espejo, una fotografía rota. O bien, que tenga la mala idea de meterme en una tienda de artículos para pintores y me endrogue con todo lo que sé que compraré para seguir experimentando.

Autorretrato, 2017
Collage
64 × 50 cm
Muchachos, 2017
Collage (detalle)
42 × 78 cm
Detectives, 2017
Collage
59 × 42 cm
Huerfanitos, 2017
Collage
64 × 50 cm
La Asunción, 2017
Collage
72 × 51 cm
La Concorde, 2017
Collage
64 × 50 cm
Sinfonía, 2017
Collage
50 × 70 cm
Papito, 2017
Collage
37 × 64 cm
Violoncelos, 2017
Collage
50 × 70 cm
Monelle, 2017
Collage
50 × 70 cm
Hada, 2017
Collage
70 × 50 cm

Fotos de obra: Antonio Uruñuela

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