Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966. Uno de sus libros más recientes es Ábaco de granizo (Ediciones ERA, 2022).
Hace algunos años escribí unos párrafos sobre Nocturno corazón de los insectos (2011) de Ana Corvera, libro que ramifica desde mi lectura algunos elementos de Palabras que el micelio repite en mi cabeza (2024). Para empezar, en ambos está la conciencia de que un poema, como los sabían los hacedores de pirámides, necesita para su construcción de una realidad visible y de otra oculta. La realidad de los vivos y la realidad de los muertos. Dos crecimientos que se corresponden, uno hacia luz y otro hacia la sombra. El mundo recorrido en el sueño y el que se transita en la vigilia. La lucidez y el instinto. Pero también, en ambos libros, la poeta elige como lugar de su escritura los márgenes, lo no prestigioso cultural y literariamente: los insectos y los hongos respectivamente como metáforas y símbolos que proyectan una infinidad de correspondencias con la condición humana, sus dogmas y tabúes, sus abismos y desatinos.
Entre las figuras de la literatura mexicana, José Juan Tablada —ese curioso irredento—, se interesó a profundidad por la micología, el universo de los hongos, en particular de los hongos comestibles en México, asunto que lo llevaría a escribir con rigor de naturalista, además de ilustrar con bellas acuarelas, un meticuloso estudio publicado de manera póstuma por el FCE en 1983. La palabra micelio, que aparece en el título de Corvera, proyecta en la mayoría de los poemas luces y sombras respecto de su significado. Según la botánica, un hongo es la totalidad de una planta, mientras que una seta es solamente el aparato reproductor del hongo y la parte visible del mismo. En tanto la parte oculta que se encuentra bajo tierra es el micelio. Las funciones de esa red de raicillas sirven a la autora para irrigar de sentidos y significados ese jardín que es el cerebro humano, esa otra trama de raíces que absorbe nutrientes y venenos de lo oculto como de lo visible.
«Quiero saber por qué nadie me habló de los hongos parásitos sin hojas ni brazos / diseminados en el lugar azul / donde mis padres se alejaron / y la abuela empezó a olvidarse / de nosotros».
Palabras que el micelio repite en mi cabeza es un libro escrito desde la herida que no desde el lamento. Una revisión del pasado bajo la premisa de ubicar desencuentros, pérdidas, extravíos o desprendimientos; aunque también la poeta zacatecana, en esa inmersión apremiante como restauradora, se topará, cara a cara con el lenguaje de la poesía, espacio del exorcismo y la resurrección, ritual de la palabra que se extenúa en su decir y en su no decir para dar con un sentido más esencial.
«Yo, una niña sin sílabas / para gritar aquello / que se esconde adentro / afuera del jardín».
También, en este volumen, la palabra jardín se desmantela de sus significados positivos y luminosos. El lugar del quiebre mítico, la fábula del jardín paradisíaco se traslada al hogar, libre de su rancio romanticismo; es en la vida familiar, en la crianza, en la pérdida de la inocencia donde el instinto de sobrevivencia rompe cualquier idealismo. Es un campo minado. Una encrucijada. Es el jardín de Leopardi amenazado por la muerte, incluso en la belleza plena de un rosal en su mejor momento, cubierto a tope de flores de colores encendidos. Esa imagen idealizada del césped y los parterres podados, la fuente y las aves cantarinas, aparece en las páginas de presente volumen como señales funestas, advertencia de pérdidas y rupturas, en fin, lecciones de tinieblas que nos ponen a prueba y nos preparan para la herida final.
«Un jardín /se rompe a partir / de la separación / de dos almohadas».
El amor, la atracción física, la idea de futuro conyugal de nuestros padres casi siempre es un sobrentendido, capítulos que damos por escrito. De ese cuento rosa o de ese tabú, venimos, en esa tierra fértil se plantaron nuestras esporas, en esas tensiones y sentimientos exaltados nos alimentamos y crecimos. Nuestros signos vitales se conectan con esas raíces y con esa memoria. Heredamos de uno o de otro, el color de la piel o el de ojos, la propensión hacia ciertas enfermedades del cuerpo y del alma. Somos hijos de una fatalidad que dispuso varios de nuestros puntos de partida. La disponibilidad a la renuncia de tales derivas es prueba de vida permanente. Los poemas de Ana Corvera no rehúyen dicha toman de conciencia. Se reconocen en esos aluviones arrastrados por el deseo y en esos detritus surgidos del dolor. Saldos de la tormenta, y de la mañana posterior al naufragio, las imágenes del libro son afirmaciones y renuncias potenciadas por la incandescencia verbal, libre de florituras y sentimentalismo. Un libro de serenas y necesarias confrontaciones:
«El padre de mi padre no era igual al padre de mi madre». […] De él tengo la piel oscura para resistir los extravíos en el desierto. Ojos negros a los que ya no cabe mancha alguna ».
Palabras que el micelio repite en mi cabeza, de Ana Corvera. Espina Dorsal, 2024.