Ciudad de México, 1956. Autor de La música de acá. Crónicas de la Guadalajara que suena (Universidad de Guadalajara, 2018).
El primer año de vida no aparece en la memoria, así que no conservas ningún recuerdo de la primera casa en la que viviste. Aun así, sabes cosas: era un departamento en la capitalina colonia Roma, en la calle de Puebla. Ignoras el número exterior, no sabes en qué piso se ubicaba, tus padres contaban que «cerca del Centro Asturiano de Orizaba y Puebla», así que intuyes que estaría en algún sitio entre Insurgentes Sur y Cuauhtémoc. Fue su primer departamento y ahí vivieron desde su boda en 1954 hasta la mudanza, más o menos un año después de que tú, el primogénito, nacieras en octubre de 1956.
Como todos tus hermanos y primos naciste en el Sanatorio Español, en la avenida Ejército Nacional, lugar del que se hablaba con frecuencia en la familia porque ahí también se atendían tus abuelos y tus tíos. Había en aquello una especie de orgullo gachupín por el origen familiar: un abuelo andaluz, otro asturiano, una abuela santanderina. La única mexicana era tu abuela materna que nació en Tabasco, así que tres cuartas partes de tu sangre provienen del viejo mundo. ¿Qué significado puede tener eso? Hay pistas en tu aspecto físico: cabello rubio, piel blanca. No heredaste los ojos azulísimos de tu abuelo asturiano pero sí la estatura más bien baja del andaluz. Acaso cierto gusto por el flamenco pero no así por la fiesta taurina. Lo demás se tendría que descifrar en el diván del psicoanalista.
Lo que también sabes de aquel primer año de vida, porque te lo contaron, es que tembló: el 28 de julio de 1957 era domingo y a las 2:43 de la mañana se sintió un feroz sacudimiento que sacó a la gente de la cama. Se fue la luz en buena parte de la ciudad, muchos salieron asustados y en calzones o piyamas a las calles oscuras y tiempo después regresaron a sus habitaciones a tratar, inútilmente, espantadísimos, de conciliar de nuevo el sueño. Aunque los temblores son habituales en la Ciudad de México, nadie recordaba uno así de violento.
Tus padres te contaban que, a tus escasos nueve meses, dormías en una cuna con rueditas que con el movimiento telúrico recorría de un lado al otro, velozmente, la habitación. Te sacaron —¿él, ella? — de la cuna y trataron de ponerte a salvo debajo del marco de alguna puerta, como se acostumbraba en aquel tiempo. No les pasó nada ni a ti ni a tus padres ni al edificio, pero las crónicas de aquel terremoto del 57 relatan, entre otras cosas, que la Victoria Alada que coronaba la columna celebratoria de la Independencia —El Ángel, como se le conocía ya desde entonces— cayó desde sus casi cuarenta metros de altura y quedó, obviamente, destrozada con todo y sus siete toneladas de peso, su actitud de vuelo, alas abiertas, corona de laurel y cadena con tres eslabones rotos que simbolizaban la anhelada libertad.
También hubo derrumbes varios, personas atrapadas en los escombros, se habla oficialmente de setecientos muertos y dos mil quinientos heridos a consecuencia de los 7.8 grados de magnitud del sismo. Se dañaron edificios en la Roma, la Hipódromo, la Del Valle, la San Rafael, la Morelos y el Multifamiliar Juárez. Luego la alada figura habría de ser restaurada para la reinauguración del Ángel el 16 de septiembre del año siguiente, 1958.
La escultura conmemorativa que con el tiempo se volvió el sitio de reunión para celebraciones cívicas, deportivas, políticas y sociales había sido inaugurada el 16 de septiembre de 1910 por el presidente Porfirio Díaz. El proyecto, émulo de las columnas escultóricas de Berlín, París y Nueva York, lo coordinó Antonio Rivas Mercado (el famoso ingeniero, padre de Antonieta: mecenas, artista, escritora, traductora, activista que se suicidó de un balazo en el interior de la parisina iglesia de Notre Dame en 1931), la obra civil se encargó a Roberto Gayol y las esculturas a Enrique Alciati. Se habla de un costo de dos millones 150 mil pesos de aquellos.
Esa colonia Roma donde habitaste por primera vez aunque no te acuerdes tiene una historia peculiar ligada al siglo XX en la Ciudad de México: la fundó un señor llamado Edward Walter Orrin, descendiente de cirqueros. El Circo Orrin fue fundado cerca de 1800 por una familia inglesa que llegó a Nueva York y luego a Sudamérica. Hacia fines del siglo XIX se establecieron en México, primero en uno de los extremos del Zócalo, a un costado de la Catedral Metropolitana, después en la Plaza de Santo Domingo hasta que finalmente construyeron su propio edificio en la antigua Plaza Villamil —donde años más tarde estuvo el famoso Teatro Blanquita—: una edificación de estilo art nouveau, con luz eléctrica y capacidad para más de dos mil personas, donde llegaron a ser la atracción más popular en la capital del país. Ahí actuaba el payaso inglés Richard Bell, adorado por el pueblo nacional, lo mismo que una tropa de malabaristas, gimnastas, trapecistas y domadores. En 1906 el circo fue cerrado, pues Walter Orrin prefirió dedicarse al lucrativo negocio de los bienes raíces y, asociado con los empresarios Pedro Lascurain y Cassius Lamm, ideó la colonia Roma.
Se dice que los nombres de sus calles fueron tomados de los estados y ciudades de México que recorrió aquel famoso circo por el país y el nombre mismo de la colonia viene de la ciudad italiana que se considera la capital mundial del circo, y donde está el célebre Circo Romano, aunque hay otra versión: el terreno donde se edificó originalmente incluía los potreros de Romita, un pueblo ubicado en la Calzada de la Piedad, y de ahí se tomó el nombre para la colonia. ¿Cuál será la versión buena?
Quién iba a pensar que la colonia inmortalizada por una película como la de Alfonso Cuarón y por novelas como Las batallas en el desierto o El vampiro de la colonia Roma, años después carísima, gentrificada, llena de restaurantes y tiendas trendy, tenía un origen medio circense.
Pero si bien aquel sismo provocó daños importantes a la Roma, lo que ocurrió veintiocho años después, en 1985, cuando un nuevo terremoto destruyó buena parte de la colonia, fue incomparablemente más grave. Y tú, veintiocho años después, pensaste en la Roma cuando a seiscientos kilómetros de distancia levantabas de su cuna a tu hija de nueve meses —¡anda, igual que tú en 1957! —, la tomaste en tus brazos y enfilaste velozmente hacia el piso de abajo, al patio, al exterior, a un lugar menos riesgoso. No confiabas lo suficiente en la casa donde vivías: nunca había tenido que soportar un movimiento telúrico como aquel que, aunque breve, fue violento. Todo crujía, bailaba, se mecía acaso como tu cuna de bebé deslizándose de un lugar a otro en aquel departamento de la Roma. Ya en el patio y aunque tu corazón latía desbocado, vino la calma y luego la incertidumbre. Llamadas telefónicas para saber si el resto de la familia estaba bien, encender la tele y comprobar que aquello, a seiscientos kilómetros de distancia, había sido un tremendo cataclismo: escombros, cuerpos atrapados debajo, conductores de televisión leyendo listas interminables de personas que buscaban personas, la imposibilidad de comunicarse al Distrito Federal —así se llamaba aún entonces— para saber de los tuyos. Horas, días sin noticias hasta que quién sabe cómo alguien lograba una llamada tranquilizadora: todos bien, los tuyos; porque otros, nada bien: el desastre era absoluto, las escenas de pesadilla, grandes edificios que se habían derrumbado como en demolición levantando nubes gigantescas de polvo, gente aterrada en las calles habiéndolo perdido todo. Y sí, la Roma, aquella colonia fundada hacía poco más de ochenta años, en estado lamentable. Llegarían más noticias después, las comunicaciones medio restablecidas en una época en la que se dependía del teléfono fijo, se sabría de la inmensa solidaridad de los capitalinos quienes, armados de cucharas, palas o a mano limpia salían en tropel a las calles y buscaba en los escombros alguna señal de vida, alguien a quien rescatar. La esperanza en medio del desastre.
Pero volvamos a tu primer año de vida, aquel tembloroso 1957. ¿Acaso tu hiperquinesia —se te dificulta desde niño quedarte quieto, sin mover constantemente los ojos, los pies y manos, la cabeza de un lado a otro— pudiera deberse al vaivén de la cuna aquella madrugada? Después de todo, dicen que infancia es destino.