Colima, 2006. Estudiante de la Preparatoria Regional de Santa Anita. Ganadora del XIII Concurso Literario Luvina Joven, en la categoría ensayo.
Me gusta imaginar al niño de Mixcoac paseando por los vastos jardines de construcciones porfiristas, donde es normal ver salamandras sobre tierra mojada y subirse a los árboles para observar en la lejanía una pirámide prehispánica, que en unas cuadras más se convertirá en un rascacielos.
Octavio Paz significa para mí una sublevación contra las restricciones del mundo. Aún recuerdo que mi primer acercamiento a su obra fue, como el de la mayoría, El laberinto de la soledad; para ese entonces yo tenía trece años y no entendía quiénes eran los pachucos ni por qué le daba tantas vueltas a la expresión «rajarse». Así que, reconociendo la complejidad beligerante e ultrajando el alcance de mis capacidades estaba dispuesta a soslayar mi curiosidad hacia el único premio Nobel de literatura mexicano pero, por suerte, en mi época el internet ya obedecía la sinestesia y se empezaba a hablar de que el teléfono nos escuchaba. Fue mi página de Facebook la que me recomendó una versión más digerible (con fondos ornamentados de paisajes y sitios serenos), fragmentos de su poesía. Yo de poesía reconocía las rimas asonantes y consonantes de los ejemplos en que tuve que identificarlas junto con el número de estrofas. No, dicho género literario no era algo que exaltara mis terminaciones nerviosas más allá de una lectura académica.
El primer fragmento que leyó mi alter ego preadolescente fue por fortuna (o por un trabajo loable de la matemática algorítmica), Bajo tu clara sombra, una lectura voraz con designios de provocar a través de imágenes sibaríticas una transformación de los sentidos más remotos:
Un cuerpo, un cuerpo solo, un solo cuerpo
un cuerpo como día derramado
y noche devorada;
la luz de unos cabellos
que no apaciguan nunca
la sombra de mi tacto;
una garganta, un vientre que amanece
como el mar que se enciende
cuando toca la frente de la aurora;
Aquel descubrimiento me abrió las puertas a «El Aleph» de Borges, pues este es un infinito, punto de todos los puntos, que nos permite ver el universo desde cualquier ángulo; el aleph deja grietas en la lógica y nos conduce a una irrealidad secreta, pero que insospechablemente existe. Esta es la intención del universo dicotómico de Paz, pues su trayectoria abarca las preocupaciones sobre la historia de Occidente así como de Oriente de una manera sinfónica y brillante ya que todos los tópicos se yerguen desde el conocimiento: no hay erotismo, no hay amor en su obra sin erudición.
En una imagen cortaziana, se menciona una aptitud instantánea que te permite salirte de ti para que, desde otro plano, te conviertas en alguien que se está mirando; a esto lo llamó paravisiones. Las palabras de Paz gozan de esta característica, pues se comunican entre ellas para responder a la circularidad tan prístina en sus escritos que bien podría sintetizarse en «Piedra de sol».
Escrito en 1957, con 584 versos endecasílabos que corresponden a los quinientos ochenta y cuatro días del calendario azteca, «Piedra de sol» es la eternidad de un instante incandescente, una disonancia, una particularidad del macrocosmos, la liberación de energía al saltar de un orbital a otro:
Un sauce de cristal, un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea, un árbol bien plantado mas danzante, un caminar de río que se curva, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre:
Estos versos abren y cierran la lectura, dejándonos claro que ahí podría encontrarse el orbe y el eterno retorno de Nietzsche que nos condena a extinguir el mundo para volverlo a crear infinitamente. En su nota, Paz dice «el fin de un ciclo y el principio de otro».
Paz poetiza con la enumeración, casi nunca es de forma ordenada. Al contrario, enumera un conjunto de oposiciones que se complementen al unirse sin necesidad de las conjunciones, por lo que logra una galería de imágenes espectaculares que nunca se mueven de su sitio. Enumerar sin avanzar, sin llegar a un lugar específico más que el propio fin de devolverse las palabras:
Soy hombre: duro poco y es enorme la noche. Pero miro hacia arriba: las estrellas escriben. Sin entender comprendo: también soy escritura y en este mismo instante alguien me deletrea.[1]
Sin duda la experiencia del surrealismo fue alentada por sus encuentros con André Breton, hombre de cultura cuyo apodo era «el padre del surrealismo». Llegaron a tener una ferviente amistad a pesar de que Breton era dieciocho años mayor que Paz. De Breton se cuenta que tenía una copia de ¿Águila o sol?, libro que admiraba por su «exploración de mundos y submundos, eternos e internos, mexicanos y universales» y que por supuesto estaba inspirado en otros autores como el joven Rimbaud, Baudelaire, Apollinaire con sus caligramas y Sade. Sobre este último autor el poeta mexicano escribiría «El prisionero», una especie de jaula en donde el escritor está privado de su libertad en su propio castillo, porque su obra al ser expedita y gozar de todo el libertinaje lo condena a un rechazo social.
¿qué quieren decir todos esos fragmentos gigantescos,
esa manada de icebergs que zarpan de tu pluma y en alta mar enfilan
hacia costas sin nombre,
esos delicados instrumentos de cirugía para extirpar el chancro de
Dios […]
De la tradición moderna europea, Paz hace uso del coloquialismo, y como Whitman, escribe sobre los valores de la sociedad, el regreso del amor, lo espiritual, la libertad. Bien se observa este paroxismo en La estación violenta, un diario sobre las sensaciones del derrumbamiento del mundo físico pero sobre todo humano después de la Segunda Guerra Mundial:
Abajo, entre los hoyos, se arrastra un rebaño de hombres. (Bípedos domésticos, su carne —a pesar de recientes interdicciones religiosas— es muy gustada por las clases ricas. Hasta hace poco el vulgo los consideraba animales impuros)[2]
Dentro de Paz, hay una vivacidad que aprende, por lo que me es imposible hablar más desde el profesionalismo que desde la afición que he compartido a manera de sala de exposición de poemas que, considero, son referenciales o al menos funcionan como catalizador para facilitar la comprensión de los pilares en su obra. «Puerta al alba» es una de sus últimas poesías que paradójicamente se rompe a sí misma al decir: «al alba busca su nombre en lo naciente».
¡Oh!, querido lector, con devoción lo invito a tomar las palabras de Octavio Paz y darles la vuelta, cogerlas del rabo (chillen, putas), azotarlas… desplumarlas, destriparlas. Hacer lo que el poeta: que se traguen todas sus palabras.[3]
Referencias
Octavio Paz. Las palabras y los días (Fondo de Cultura Económica, 2014).
Alberto Ruy Sánchez. Una introducción a Octavio Paz (Fondo de Cultura Económica, 2013).
Enrico Mario Santí. Luz espejeante: Octavio Paz ante la crítica (Ediciones ERA, 2009).
[1] Poema titulado «Hermandad», dedicado a Claudio Ptolomeo.
[2] Fragmento del poema titulado «Himno entre ruinas», incluido en La estación violenta (1956).
[3] Fragmentos del poema «Las palabras».
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