…caballero de la industria, marinero en el Pacífico,
mulero, recolector de naranjas en California,
encantador de serpientes, rata de hotel,
sobrino de Oscar Wilde, leñador en los bosques gigantes,
ex campeón francés de boxeo, nieto del canciller de la reina,
chofer de automóvil en Berlín, ladrón,
etc., etc., etc.
Arthur Cravan
1
Lo tenía tan cerca como a sus dedos que se enredaban, gruesos y tensos, alrededor de la cuerda. Era una línea dibujada por un pulso frágil, alcoholizado, temeroso. Era una línea que dividía lo violento del púrpura. Era la confirmación de que el arte y la vida eran lo mismo, de que el arte sí existía, no como tal, sino como destino y como esperanza. Era todo, como siempre lo había pensado, era simplemente eterno. Era…
Mina, gritó; pronto, muy pronto.
Un viento frío, que empezó a soplar por el poniente, pudo haber sido la respuesta. Al menos así lo pensó, mientras seguía levando el ancla. A lo lejos, los muelles abandonados se miraban como pequeños pueblecitos muy oscuros. A lo lejos todo era igual, una abstracción, una nada igual que aquellas exposiciones donde los pintores trataban de encontrar un hilo negro que sólo podía estar bajo la ropa interior de sus madres. Por eso no valía la pena voltear hacia la costa. La respuesta estaba al frente, como siempre. El agua fría y salobre, junto con la fuerza que creaba al levantar aquel peso, hizo que sus manos tomaran un color entre violeta y rojo, igual que el cielo, igual que el mar, pero sin horizonte, sin frontera. Una sutil transformación.
Y todo parecía ser entonces una variación de algo anterior, sólo pensado. Todo parecía ser lo mismo sin o con un detalle que lo hacía diferente. Y no sólo era en los colores y las formas, también en los volúmenes y en los recuerdos, en el dolor y el cansancio después del sexo. Sonrió y lanzó sus dos ojos al mar, lejos, esperando el glup, glup, esperando verlos desaparecer bajo el agua y poder entonces encontrarse con aquel otro paisaje que nunca había observado.
Un hombre fino y sutil no suele ser más que un idiota. ¿Cuándo había dicho eso? No lo recordaba, pero en ese momento la frase llenó todos los huecos de su cabeza, y no como una aparición, así, de pronto, sino como un manuscrito que empezó a escribirse en una máquina ruidosa, grabando su cerebro, haciéndole daño y dejando marcada cada letra, para siempre, en el hipotálamo. Luego vino el primer trueno y la oscuridad inmediata que trajo para sí a la camisa roja, de quien había conocido a los quince años frente a la casa de Madame Louvec, en el barrio de las subidas y las bajadas, de los bohemios y las putas, y putas putas, del que nunca recordaba el nombre porque le daba asco. No del puto, sino del barrio. Un hermoso espécimen aquel que se confundió con el rayo que estrelló el violeta y lo dejó convertido en un bellísimo revoltijo de color gris panzón de tormenta y nada más. Mediría quizá sesenta centímetros menos que él, había perdido treinta por año. Cabello rubio, facciones toscas y ojos azules, realmente marinos. Y eso era en realidad lo que se reflejaba en ese momento, y no porque los ojos se parecieran al mar, sino porque el recuerdo del color de esos ojos se confundía con el recuerdo del color de ese mar ahora ya ni siquiera violeta, sino color tinta china.
Lo había seguido calle abajo, gozando de aquellas nalgas que se movían de arriba para abajo; parte del engranaje que comenzaba en el cuello bajaba por la espalda y, cruzando las hermosas protuberancias, continuaba hasta la punta del dedo gordo del pie. Lo que más le llamó la atención de aquel personaje había sido lo exacto que era, lo contundente, lo rotundo. El muchacho no dejaba de caminar, pero sí volteaba a cada momento a mirar aquella enorme presencia que lo seguía con descaro. Hasta que llegó a la esquina y lo retó sacando una navaja del bolsillo. Sí, los ojos brillaban como el rayo que ahora sólo gruñía a lo lejos. Se le había quedado mirando y la navaja había caído al suelo después de recibir los labios sin ningún miedo ni esperanza, después de haber estrujado la espalda y haberse perdido bajo aquel estirado abdomen como tambor africano.
Habían vivido tres meses en un sótano oscuro y maloliente, entre cajas de vino vacías, alfombras putrefactas y ratas gordas y golosas. Habían vivido para el placer de buscar comida y de buscarse entre ellos. Pero nunca se encontraron. Hasta que él se dio cuenta, o más bien quiso aceptar que los hombres no eran lo que él buscaba; aunque tuvieran buenas nalgas y buenos labios, los hombres no podrían ser más que rivales, amigos y curas. Eran ellas, las que lo miraban en la calle con sus mascadas enredadas en el cuello, los pechos glaucos, las de piernas largas y blancas, fláccidas sobre la cama cuales bibelots quebrados, muñecas japonesas articuladas y sucias, rostros rescatados por el maquillaje, moribundas caminatas por el hilo de la madrugada, olor a mar y sueños de plancton.
Un error navegar hacia la tormenta. La mierda, gritó en francés. Él sabía que no lo era. Él sabía a lo que podía arriesgarse y a lo que no. Nunca pensaba en francés —pero sí decía maldiciones—, tampoco en español o en catalán, siempre en inglés, en aquel inglés tieso y viejo aprendido en su infancia muy temprana, que le hacía cosquillas en la garganta igual que los cigarros Las Ramblas. A los niños debe educarlos una aldea entera. ¿Quién pudo haber dicho aquella basura? ¿Por qué lo recordaba ahora? La infancia no existía, era la ilusión del hombre maduro y moribundo.
La primera gota cayó sobre su cuello, y después de un minuto, se dejaron venir todas las demás. Cientos de gotas que empezaron a rebotar sobre el barquito, sobre el mar, sobre sus hombros. Pronto estaremos juntos, eso era un hecho. Sólo había que tomar hacia el sur, hacia el sur hasta cruzar el Ecuador y seguir descendiendo hasta llegar a aquel enorme río del que siempre había estado enamorado.
Una aldea, sí, una aldea debería haberme educado. Una aldea africana donde no existe la acumulación ni el vicio, donde no existe más que el placer de la carne y del diente. Nadie aprende canciones, nadie sabe lo que es un piano, un libro. Todo placer se da igual que la savia de las ramas, gotea sobre las cabezas rapadas, las perfora y las llena de felicidad. Qué sencillo, qué inagotable, qué tranquilidad, Mina, mi querida Mina que me estarás esperando bajo un enorme jacarandá, sentada en una silla muy cómoda, recargando tu codo en la mesa, mientras tu mano va llenando los espacios que tu mente deja vacíos. Y a cada minuto levantas la cabeza y tu vista se va hasta allá lejos, hasta esta misma línea que hoy mis dedos pueden tocar igual que a la cuerda del ancla.
Que por fin estaba arriba. Hora de izar las velas. La tormenta comenzaba. Es una estupidez, pero es, después de todo, su estupidez, sus ansias de verla, de comprar el automóvil que se habían prometido y estacionarlo en la Avenida Corrientes y ahí, en esa esquina de gran tráfico, poner en la ventanilla trasera una maceta.
Después del muchacho había vivido con una docena de mujeres. Diferentes edades, cinturas, alientos, humores. Una mujer china le había pegado la gonorrea, otra le había presentado a Picasso y las otras sólo gemían y se pedorreaban bajo aquel enorme corpachón. París se lo había ido comiendo poco a poco, sin darse cuenta. Y él se había ido comiendo a París como un gran gourmet, como lo que era, un dandi, sobrino del gran Wilde, loca infeliz pero de genio. Degustó solo a algunos poetas, a algunos pintores, y comenzó con su trabajo de encontrar la felicidad en el pecho de una paloma.
Entonces una gaviota cruzó el cielo hacia la costa, eran ella y él los únicos seres vivos que aún se mantenían sobre la superficie de las aguas. El ave se detuvo un momento sobre el mástil y volteó a mirarlo, nerviosa, luego retomó su vuelo y se perdió entre la bruma. Y al verla irse, por un momento, Arthur se sintió solo, como pocas veces, como nunca.
2
Bajó del tren y fue directamente a los muelles. Todo flotaba, todo era nubes hasta que llegó el sol. Entonces, poco a poco se fue abriendo aquella esfera y surgió un azul sucio y esperanzador. Anduvo mirando detenidamente todas las embarcaciones. Podrían ser cáscaras, basura de frutas multicolores que flotaran cerca de la orilla en algún puerto del Mediterráneo. Pero no, no eran cáscaras ni era Marsella, era Veracruz y eran las embarcaciones perfectamente alineadas que lo esperaban para que escogiera la que más conviniera a sus intereses. El calor hacía que el cuello de la camisa se le clavara en el pescuezo y le irritara la piel. Se acercó a un barco de poco calado, pudo leer María del Mar. Se veía viejo, pero resistente. Se puso en cuclillas y lo contempló por un largo rato. Sacó un cigarro y lo encendió, luego una libreta y un lápiz y empezó a dibujarlo. Lo dibujaba tanto con el lápiz como con el humo y, como iba surgiendo aquella embarcación, aparecía el rostro de cada uno de los marineros a quienes, con diferentes argucias, había conquistado, ya fuera con las cartas, con el puño o con sus labios. Y después de esos rostros cubiertos de tosquedad, aparecía el de Mina, y su cuerpo cubierto de lino blanco, recostado en una hamaca, en un jardín al sur de Buenos Aires, refrescándose con un pequeño abanico de alas de mariposa y observando el horizonte erizado de ombúes y jacarandás que detenían a su vista urgida de volar al mar.
Dobló el papel y apagó el cigarro con el tacón de la bota. A lo lejos la tarde caía pesada con un manto transparente, luchaba por someter a aquella bola incandescente que no dejaba que la desapareciera dentro de las aguas. Algunas embarcaciones se acercaban al muelle y de ellas brincaban muchachos gritones y prietos, descalzos y descamisados, que dejaban tirada su sombra sobre las antiguas piedras y corrían al primer estanquillo a pedir una cerveza y a medir sus hombrías. Geometría perfecta de la pobreza igual a sombra más color y aroma pestilente. No geografía, no. Geometría perfecta de la miseria que es propiedad exclusiva de los hombres.
Pronto, Mina, pronto estaremos juntos, murmuró y se quitó la camisa, se quitó las botas, los calcetines y se remangó los pantalones. Se acercó a ayudar a esos hombres a bajar las redes. Ellos lo miraron recelosos. Él se acercaba y ellos se alejaban. Desconocimiento, como en el amor, como en el encuentro del cangrejo con el croissant sobre el periódico. Eso fue al principio, pero luego dejaron que aquel güero hermoso, de tamaño descomunal, jalara con sus enormes brazos las redes cual si fueran hilos de costura. Y entonces vino el prodigio. Eso era domesticar los colores. Pescar era domesticar los colores, saberlos combinar en las texturas y los tonos del pargo, del bagre, del cangrejo, de la jaiba, de la sierra, del guachinango, del mero, de la anguila y del robalo. Pobres imbéciles, después de Cézanne no hubo más pintores. Pero ¿a qué venía eso? No estaba en París ni en Nueva York, quienes podían escucharlo eran sólo manos rudas y torsos requemados, no eran Duchamp o Eliot, el imbécil era él, tratando de rescatar un pasado maltrecho y morboso, y mal pegarlo en este su presente vital. Allá voy, mi amor, ten paciencia.
Una noche, después de esperar a Mina toda la tarde en el departamento de Louis Cheval, y después de haberle dicho a su anfitrión que era la mierda más grande que había conocido, había salido de aquel lugar y caminado por la Séptima tratando de ganar aire: iba apretando los puños, bufando. La rectitud de las calles, la altura de los edificios, lo hacían enfurecerse más. Necesitaba ir al gimnasio a descargar. O un hombre, quien fuera, para mirarlo feo y desatar la tormenta. Entonces la vio, recargada en la pared, rodeada de humo, descarada y vulgar. Era la personificación de la mísera humanidad, una negra desnutrida como un palo de escoba. El cliché de la puta de todas las ciudades del mundo. Había apretado los puños con más fuerza y su rostro se le había encendido a tal grado que pensó que estallaría. Caminó hacia ella. La sonrisa de la muchacha hizo que una bola amarga le llegara a la garganta y lo hiciera escupir un gargajo verde. Por dos dólares aceptó y caminaron en silencio hasta encontrar el lugar adecuado. En un callejón oscuro y apestoso a orines había hecho que la muchacha se hincara y recibiera todo su enojo. No tardó más de un minuto y luego, la levantó y le dio un golpe, no tan fuerte, no tan débil, con la medida exacta que sólo saben calcular los reyes del boxeo, que hizo que el cuerpo de la joven cayera en un grito sobre un bote de basura. La fealdad había sido destruida, quedaba lo grotesco. Después regresó a casa de Cheval, tocó la puerta. Mina lo esperaba, se tiró a sus pies y le pidió perdón, llorando sin parar.
Mina lo había perdonado, Mina era el único ángel que había logrado sobrevivir en la tierra. Mina lo volvería a perdonar, estaba en el sur y él tenía que llegar a ella. Los pescadores le habían regalado un par de pescados y él había decidido llevarlos a un lugar a que se los preparan. Pero antes preguntó por el dueño del María del Mar. Lo puede encontrar mañana, quizá. Mientras daba grandes bocados, había empezado a escribir un poema sobre la diferencia de los iguales. Dos pescados, uno en la parte derecha del plato, otro en la izquierda. Iguales, pero diferentes, espejos que en vez de parecerse al encontrarse, muestran sus diferencias. Quizá sólo en el recuerdo quedaría la igualdad de un par de bestias, de un par de manos, de un par de copas de vino, de un par de ojos.
Durmió sobre una cama estrecha de la que sobresalían sus pies. A cada vuelta que daba su cuerpo, el rechinido lo hacía salir del sueño, por unos segundos, y cambiar la pesadilla del pescado hambriento que blandiendo un cuchillo lo perseguía por la mesa brillante del comedor de su tío Oscar, por su llegada al muelle de Mar del Plata, donde una Mina desnuda y con enorme collar de perlas, una Mina parecida a la Venus de Botticelli, pero en blanco y negro, lo esperaba con el agua a las rodillas, comiendo un emparedado de rosbif. André de mierda, gritó entre sueños; cómo te atreves a entrometerte en mi vida.
Al otro día encontró al dueño del barco, cerró el trato en menos de una hora y se preparó para aquel largo viaje al sur. Esa tarde, después de comprar lo necesario, se sentó en una mesa de los portales y escribió seis cartas.
La primera fue para Mina, la segunda para el tío Oscar, la tercera para Marcel Duchamp, la cuarta para Francis Picabia, la quinta para su madre y la sexta para Francisco Villa. Las metió dentro de su bolsa y se olvidó de ellas.
Durmió en el barco, no soñó. Se fue quedando dormido con la imagen de la mano de Mina convertida en un astro que se disipa dentro de una bolsa de terciopelo, de las que usan los magos en los barrios pobres de París, mudando todo en oscuridad.
3
Hacía más de un mes que había decidido hacer el viaje. Se paró en el andén y lo miró venir silbando y vomitando humo. El tren era un juguete, igual que la gente que lo esperaba para subirse. Juguetes con los que podían divertirse sólo algunos elegidos. Asomado en el andén pudo saludar a un Dios que trataba de esconderse entre las nubes, pero que él bien conocía. Siempre había mantenido buenas relaciones con él, mejor que con los hombres y las mujeres. Dios era su espejo, solamente. La gente no lo entendía, pensaban que era un ególatra, pero no, no era eso. Un vanidoso, pero no, no era eso. Un mentiroso, tampoco. Un monstruo, eso le gustaba más, aunque no del todo. Él simplemente se sabía quién era y punto, y nada más. Él se sabía noble, genio, deportista y seductor. Un asesino de egos, ah, y un gran poeta enamorado; y ahora más que nunca, ahora en el que deben estar siempre los verdaderos artistas. Ahora, momento, instante, por lo que todos deben canjear su vida.
Mientras esperaba que arrancara el tren, se puso a observar su maleta, pequeña y vieja, que descansaba en la rejilla sobre su cabeza. Era misteriosa, era estética y a la vez era todo lo contrario, era el nuevo arte, un zepelín donde podían volar ciento veinte borrachos cantando Dios salve al Rey, mientras, enamorados como adolescentes, miraban por las ventanas los picos de los edificios neoyorquinos. Y la gente viéndolos desde la Quinta, con dolor de cuello, igual que como él miraba su maleta flotar por todo el vagón, de un lado a otro, café balón de soccer, de cuando entrenaba cerca de Londres, mustio y vengativo, enamorado de cada uno de sus compañeros por diferentes razones, válidas todas, claro está. Si tuviera una de esas cámaras fotográficas… Sentía el dinero en su bolsillo, cómo no sentirlo, billete tras billete, si era todo lo que tenía, otra vez, como siempre. No volvería a México sin ella. Podría haber tomado el tren a Salina Cruz, pero hasta allá no llegaban trenes ni cartas de amor, sólo hasta Tuxtepec y luego en camión o carreta. Y ¿para qué?, ¿sólo porque muchos iban a inventar años después que el barco lo tomaría en Salina Cruz con rumbo a Chile? Después de todo, hubiera sido hermoso cruzar el Estrecho de Magallanes y navegar por el Mar de Drake, tragando a los ciclópeos glaciares, amamantando focas, leones marinos, elefantes, albatros. Navegar entre tantos barcos naufragados, entre tantos muertos resignados a no morir.
Y recordó que eso ya se lo había contado a una mujer que se había encontrado en la Rue Saint-Germain, sentada en el suelo, cargando a un niño. Era invierno y Arthur se acercó a aquel bulto cubierto de fina nieve que se mecía muy lentamente. ¿Está usted bien? Sí, contestó ella, levantando la cara. Era una muchacha muy hermosa, muy blanca; se hacía llamar Bleu y tenía los ojos grises. Arthur se había sentado junto a ella y había comenzado a interrogarla: ¿Cómo se llama el bebé? Louis. Nombre de reyes, dijo. Y después empezó a hablar de sus parientes nobles y escritores famosos, y a hablar de sus proyectos, de sus próximos viajes, de la mierda que eran los artistas de París y los críticos y la sociedad entera. Nada vale la pena ya, más que lo que debe valer la pena, dijo, mirando el bulto que no dejaba de apretar la muchacha. Ella lo miraba sorprendida y parecía feliz, con esa felicidad que a la gente muy cuerda le da miedo. ¿Por qué será? Quizá porque sienten que los acerca a la locura. La tarde se terminaba y el frío era más intenso. ¿No quieres que los acompañe a su casa? No sé dónde está mi casa, contestó la chica. Pero… Ella sonrió: No se preocupe, aquí estamos bien. ¿Y Louis?, ¿cómo va a dormir en la calle?, debe de tener frío. No, no tiene frío; él está muerto. Y la sonrisa que se formó después en aquella pequeña boca se le fue a estrellar a él en sus propios labios como una mariposa que hubiera perdido la orientación. Fue la primera vez que se enamoró perdidamente de una mujer, fue entonces cuando su corazón se empezó a dividir y a tomar caminos diferentes por todo su cuerpo y a salir por sus poros convertido en sudor, como pequeñas embarcaciones rojas y nerviosas. Caminaron hasta el Sena, donde, en una pequeña caja de zapatos, acomodaron al recién nacido que aún guardaba restos de granates del parto. ¿Crees que es lo correcto?, le preguntó ella, apretando a su criatura. Sí, es lo más correcto, qué mejor que viajar para siempre por un río. Y, tomados de las manos, lo vieron hundirse en la negrura del Sena. Después se fueron a su cuarto de Rue du Temple, que él había rentado sólo porque ahí había vivido Balzac, e hicieron el amor muertos de frío. Y esa desesperación que mostraba cada centímetro de sus pieles, de sus músculos, de sus nervios, no era otra cosa que la necesidad de calor que no podían encontrar, y que de tanto abrazo y tanto beso, poco a poco fue apareciendo, como una leve niebla que los fue arropando. Los brazos de ella eran como se los había imaginado, delgados y blancos, surcados de venas azules, débiles, cual vetas de mármol, al igual que sus dedos, que se clavaban en su espalda e iban dejando una hermosa pintura de lo que era la pasión entre dos insectos que lo único en lo que creían era en que ese momento, al igual que la cama, eran infinitos. Arthur, por un instante, pensó que ya estaba muerta, y lo deseó, deseó llorarle a la amada a quien minutos antes había ahogado en su semen. Pero respiraba. Y recordó al marinero hermoso e inexperto, ¿hay mayor virtud para un mortal que esa divina combinación?, a quien dejó abatido entre litros de esperma de un pálido cachalote que habría hecho enrojecer de envidia a toda la tripulación del Pequod.
El tren hizo un fuerte movimiento que sacudió a todo el pasaje, luego otro y empezó a marchar con gran lentitud, con un gran esfuerzo. Arthur miró por la ventanilla su propio reflejo. Junto a él, una mujer muy gorda comía con desesperación una naranja. Se sonrió y cerró los ojos, dejándose llevar por el aroma de la fruta y de la entrepierna de la dama. A Bleu no la había vuelto a ver. Lo había despertado un frío enloquecedor, ella se había ido antes de que amaneciera. Temblaba, sabía que ninguna estufa ni ningún abrigo podrían calmarlo. Se había enredado en las cobijas y había dicho: Si no se me quita el frío, la voy a ir a buscar. Y los ojos de muchas hormigas lo vieron correr por la Rue de Beranger, cruzar la maison de Victor Hugo y llegar echando el bofe hasta el Sena. Pero un cuarto de botella de ajenjo, un sueño de infancia y un hilo de resolana que empezó a entrar por la ventana de la taberna calentaron poco a poco su cuerpo y lo hicieron olvidarla. El vaivén del tren fue haciendo que la diosa Náusea, portadora del próximo sueño, surgiera de la pared del vagón y lo apremiara a sorber sus pechos.
Lo despertó el calor y un fuerte olor a grasa. El tren se encontraba detenido y pudo ver por la ventanilla el nombre del lugar: Atoyac. Encogió los hombros y trató de dormir de nuevo. Pero la cara de Bleu y el calor lo hicieron abrirlos y dejarlos colgados de la ventanilla, mirando aquel jolgorio de árboles y palmeras que iban apareciendo por el camino. Y como si hubiera hecho algo malo, murmuró: Mina, voy para allá, espérame por favor, no te creas nada de lo que te digan; yo te quiero. Había logrado vender bien el gimnasio que, poco a poco, se había hecho de fama. Escuela de Cultura Física. Recordó el día en que había llevado a Mina. Mira, hermosa; este lugar será nuestro futuro. Y ella lo había empezado a besar sin ningún pudor, enfrente de todos aquellos muchachos sudorosos que no dejaban de mirar a esa mujer tan bella, parada de puntas, que se abrazaba a su maestro inglés. Ése fue uno de los pocos días en que habían estado sin pelear; siempre era así, sólo los primeros días y, claro, en sus sueños. Porque Arthur podía lograr, con un poco de paciencia, meterse a los sueños de Mina y Mina a los de él. Y eso era el juego más espléndido, la mejor forma de vivir el amor dos seres como ellos. Más gozosa, en muchas ocasiones, que el encontrarse en la vigilia. Quizá porque en el sueño sus almas eran más libres, más tolerantes, sobre todo la de Mina.
El calor era agobiante cuando entró el tren en la estación de Veracruz y Arthur, secándose el sudor con un enorme pañuelo rojo, esperó a que toda la gente abandonara el vagón, para hacerlo él, despacio, solemne, como un enorme oso de circo al momento de salir a escena.