Una bestia que nos devora

Franca Álvarez

Aguascalientes, 1988. Esta es su primera publicación literaria.

Tomaron un descanso. Aun cuando todavía era temprano no encontraban resguardo, el sol azotaba con fuerza haciendo de la selva un invernadero sofocante.

Rompiendo el silencio de los días pasados, el viejo artesano abrió la boca sin atinar a decir nada. Su aprendiz lo miró tratando de adivinar qué palabras se escondían detrás de ese rostro con expresión de niño que desconoce el habla.

—¿Conoces su historia? ¿Te han hablado de la gran señora que ahora labramos? —preguntó el maestro, a lo cual él mismo se contestó explicando—: Ella pertenece a un lugar antes del tiempo, antes del cielo y la tierra, antes de la luz y la oscuridad; antes del antes mismo y también mucho más allá del después; después de que todo haya perecido aquí en la tierra, inclusive nuestros cantos.

El aprendiz, quien nunca antes había descubierto al maestro tan conmovido, lo miraba absorto. Sus manos de tezontle se humedecían con las lágrimas que soltaban sus ojos.  

—Pero, ¿cómo es que sé tan poco de alguien que es tanto? —se aventuró a preguntar entre incrédulo y afligido. 

—Para nosotros los hombres la destrucción es inescapable —prosiguió el viejo sabio diciendo sin responder a su aprendiz—: Por eso, ahora que labramos a la gran señora dejémonos atrás y mejor recordemos su recorrer, aquel que va desdoblando al universo. La gran señora nació en el ombligo de la luna y llegó aquí como flecha de estrella y quedose dormida dentro de un volcán; se fundió con la tierra. Y así se mantuvo por una breve eternidad hasta que emergió como colmillo de basalto en la cueva de arena.

Esta era la tercera vez en dos años que Francisca lograba salir del despacho antes de las diez de la noche y la primera antes de las seis de la tarde. Resulta que acababan de anunciar al nuevo secretario de Hacienda y este era, nada más y nada menos, que el tío del posible cliente. Sin importar cuáles fueran los problemas fiscales que lo había hecho agendar una junta con ella, estaba claro que ahora quedaban resueltos. 

Esperó a que la lluvia torrencial bajara. Tenía ganas de caminar y, además, el caos de la hora pico se asomaba en las calles del Distrito Federal. Cuando parecía que empezaba a despejar, tomó sus cosas y caminó hacia el pasillo. Mientras esperaba el elevador, de lejos logró ver cómo se asomaban los volcanes comúnmente borrados por la contaminación. Aún recordaba la primera vez que los había descubierto así de nítidos en el horizonte. Le había sorprendido lo cerca que aquel par de enamorados míticos se encontraban de esta cloaca urbana.

Salió sobre Reforma, aquel paseo majestuoso antes poblado por los palacetes que describió Von Humboldt en sus viajes por el país. La tarde estaba fresca y el pavimento reflejaba las luces incesantes de los coches. Caminó, pasando primero por el campamento de los agricultores, quienes afectados por el gasolinazo denunciaban sus condiciones ahora más precarias. Unos metros más adelante encontró la embajada del país vecino resguardada por múltiples barricadas y fuerzas armadas. Enseguida, frente a la Procuraduría General de la República, se encontró con el campamento de madres y padres de los estudiantes desaparecidos, el cual estaba ataviado con las caras de sus hijos que ondeaban como banderas desafiando la historia oficial. 

 No pudo pasar por ahí sin preguntarse cuál era el puto sinsentido de este mundo tan voraz. Le pesaba el pecho recordando historias atroces, tanto de nombres anunciados en las noticias, como de personas queridas. Por más que una lo intentara, no conseguiría encontrar algún sentido. En el mejor de los casos, existían explicaciones, teorías y datos, pero no había nada, absolutamente nada, que le permitiera significar tantas violencias. Pensaba, a la par, en lo espectacularmente improbable de nuestra existencia en esta pequeña piedra que flota sin rumbo por el cosmos. Si es que hay un dios, seguro nos permite seguir con vida por puro morbo. Francisca lo imaginaba sentado, incrédulo de las vueltas inesperadas que había tomado su experimento humano y repulsivamente fascinado con nuestra aparente facilidad de extraer, subyugar y herirnos sin descanso. 

Por su parte, a Francisca este mundo de dolor y rabia le daba un vértigo de tierra firme. No se permitía caer en el error de pensar que aquel sufrimiento que se le enredaba, le pertenecía. Razonaba que ella era, en el mejor de los casos, una espectadora y, en el peor, una cómplice; ella que trabajaba en beneficio de los patrones del país; ella que no hacía nada por frenar tanta violencia e impunidad; ella que ni sentido a todo esto lograba encontrar. Ella era una vil cobarde, resolvió. 

Continuó caminando hacia el centro de la ciudad con pasos aletargados. Se enfiló por la calle Artículo 123 para pasar por uno de sus vestigios arquitectónicos favoritos. La primera iglesia anglicana de México, construida a finales del siglo XIX, se encontraba desde hacía varias décadas abandonada a su suerte. Afuera, sobre la calle, había un puñado de jóvenes desperdigados que, como feligreses comulgando, se llevaban su trapo de tíner a la cara para adentrase a otra realidad.

Inmersa en su observación, inmediatamente supo a dónde ir. Dobló hacia la colonia Juárez, rumbo al Viaje de Hoffman, una pequeña librería que fungía como su segunda casa cuando estudiaba leyes. Al llegar reconoció inmediatamente a Ana, la curadora literaria, a Tomás y a su marido Luis, los dueños. Se saludaron eufóricamente y Ana la abrazó. 

—Pues, ¿dónde te has metido tú?  —exclamó Ana con una gran sonrisa. 

Desde el fondo, con libros en mano, Luis la llamó por su apodo: Cisca.

—Estábamos hablando del informe de la ONU sobre tortura en México y se me hace que te invocamos —dijo Tomás moviendo sus manos en el aire como Walter Mercado. 

Acto seguido, la casa le regaló un mezcal y prosiguieron a hablar del informe, del tipo de cambio, de Amazon —la empresa gringa que estaba quebrando librerías— y de la necesidad de recolectar agua pluvial en la ciudad. Rieron, y a carcajadas, sobre las descripciones que Luis compartió de algunas piezas de Zona Maco. 

La plática subsecuente estaba plagada de aserciones sobre y hacia Francisca. Los tres asumían que ella era, hoy por hoy, una defensora de derechos humanos en México. Era normal que pensaran eso, por años lo habían escuchado de la boca de la joven promesa. Sin embargo, la realidad no podía estar más lejos de aquellos supuestos ya que Francisca asesoraba, encontrando lagunas fiscales, a grandes empresas y corporativos que buscaban evadir impuestos legalmente. 

No pudo ni quiso corregirlos. Mejor se quedó callada, bebió su mezcal y escuchándolos comenzó a recordar a aquella personita idealista que solía ser. Se acordó de cómo, en ese entonces, el futuro parecía alojar tanto potencial y eso la hacía, en turno, sentirse invencible. Se tuvo que atragantar el llanto que sintió escapársele por todo lo que no fue y nunca será.  

—El informe —dijo Ana— seguramente es sólo la punta del iceberg, hay tanta cosa inimaginable que pasa en lo más profundo de la sociedad. El otro día una de mis compañeras me contaba de algo que no me consta que sea cierto, pero tampoco me sorprendería. ¿Ubican esto que llaman la dark web?

Deep web —la corrigió Tomás. 

—¡Eso! La deep web —añadió Ana con una mueca de calabaza en la cara. Los tres asintieron con la cabeza y Francisca tomó un largo trago en preparación de lo que escucharía a continuación; sabía que sería algo horrible. 

—Al parecer uno puede comprar personas ahí, en este caso me hablaron particularmente de la compra de mujeres. Hasta ahí aterroriza, pero lamentablemente no sorprende. Lo impensable surge cuando, por medio de intervenciones quirúrgicas, hacen que dichas mujeres pierdan su movilidad, su voz e inclusive su vista. Son, en términos prácticos, reducidas a muñecas vivientes. 

—Ay, no. No. No, Ana. ¿Quieres decir que están conscientes? —dijo Luis viéndola directamente a los ojos, buscando un hilacho de esperanza en esa pesadilla que les estaba planteando. 

Todos permanecieron en silencio por un largo rato. 

—No hay que irnos tan lejos para conocer la crueldad humana. Pensar en que el Estado no sólo no te cuida sino que te desaparece, lo encuentro inconcebible. Pero henos aquí, esa es la realidad de este país en pleno 2015. Si seguimos así, con tantas violencias y desigualdades, esto va a estallar. Todo tiene su límite —sentenció Luis.

—Y lo peor es que a medida que esto empeora, solucionarlo se va haciendo cada vez más complejo, por no decir difícil, por no decir imposible. La verdad es que, frente a tanta corrupción e impunidad, a veces se antoja acabar con el statu quo a la velocidad de un balazo. 

Apenas había terminado de hablar Francisca, y Ana, claramente molesta, la cuestionó.

—¿O sea que lo que tú quieres es más violencia? Hablas del statu quo como si fuera un grupo de personas allá afuera, pero ¿nosotros qué somos? ¿Acaso nos ves que andamos de soldados o de sicarios? No, nosotros aquí estamos cómodamente hablando de desgracias ajenas con un mezcal en la mano.

—Pues sí, Ana —se defendió Francisca con la voz cada vez más entrecortada y el ojo lloroso—, somos una bola de privilegiados, eso ya lo sé. Pero, ¿qué estamos haciendo para cambiar las cosas? ¿No te sientes impotente frente a tanta injusticia, a tanto pinche sufrimiento, a tanta noticia que desafía los límites de la ficción sádica? Y todo mundo estamos ahí, sin saber muy bien qué hacer concretamente. Podemos marchar, podemos votar, nos podemos organizar, ¿pero eso de qué ha servido? 

—Te entiendo. De verdad que sí, Francisca. Hasta la fecha no nos saben decir quién secuestró a mi tío y a él tampoco le interesa saber, se reconoce como uno de los suertudos que vivió para contarla. La cosa es que el mundo no está dividido entre personas malas y buenas como dicen las iglesias o nuestro expresidente. Así es como buscó legitimar esta guerra injustificable —dijo Tomás con mucha calma, para añadir—: Sintamos coraje, frustración y todo lo que tengamos que sentir, pero al menos acá, en El Viaje, tirémonos buena vibra, que todos la ocupamos.

—Sí es cierto, tienes razón —añadió Ana—. Soné molesta pero no era contigo, Francisca. Al final yo tampoco sé qué tiene que pasar para que las cosas cambien, ni qué nos toca hacer a nosotras. La cosa es que no es tan fácil como decir «para hacer un omelette hay que romper algunos huevos», cuando en realidad todos somos huevos revueltos bailando en el mismo sartén. Y es que ni siquiera sabemos realmente qué está pasando o qué ha pasado en este país. Apenas y nos enteramos de cosas aquí y allá. No te olvides de la cantidad de fosas que han descubierto sin querer, al intentar encontrar a los estudiantes desaparecidos.

Las manos de Ana y Francisca atravesaron la mesa hasta encontrarse. La invocación de fosas clandestinas las llevó a pensar en las ventanas arqueológicas del centro histórico: las primeras nos revelan destellos de una pesadilla constante, mientras que las segundas nos permiten asomarnos a la ahora enterrada Tenochtitlan. 

—México es una bestia que nos devora a todos —dijo Francisca decisivamente.

De camino a su casa, se permitió imaginar cómo sería ser guerrillera. Sabía que muchas personas compartían el mismo deseo visceral por cambios abruptos y soluciones demoledoras.

Francisca vivía en un pequeño departamento en Bucareli. Lo había rentado a pesar de que, por viejo, se mecía apenas pasaba un pecero. Cuando llegó, abrió una botella de vino blanco, puso Bocanada de Cerati y llenó la tina. En el baño se vio al espejo descubriendo para su sorpresa una cara fija: una con dimensiones, ojos, nariz y boca. Casi siempre ella se percibía a sí misma más bien como un cúmulo sugestionable de rasgos faciales; una nube viajera que tomaba la forma de quien la observara. Recordó los pequeños espejos que solía esconder en distintos recovecos de la casa de sus padres. Estos le brindaban una vía rápida para corroborar su propia existencia, de la cual seguido dudaba.  

El sonido familiar de su celular la despertó furiosamente. Miró el reloj con sobresalto, segura de que la alarma no había sonado y, por tanto, de que se había quedado dormida. Sin embargo, para su tranquilidad al principio, y después para su espanto, este marcaba la una con cuarenta y dos de la madrugada. 

«Joaquín Mendieta» se leía en su celular mientras este vibraba. Era el nombre de su jefe. Era su jefe marcándole. No contestó. El celular dejó de vibrar por un segundo para vibrar de nuevo, y otra vez. Después de tres llamadas perdidas, Francisca contestó molesta. Para su sorpresa, más molesto sonaba su jefe, quien encontraba increíble haber tenido que marcar tres veces hasta que Francisca se dignara a contestar. Necesitaba información de la cuenta del conglomerado de alimentos. Se la pedían directamente del Olimpo, como él le llamaba a la oficina del dueño.  

Joaquín Mendieta era un escuincle recién graduado de alguna iglesia donde no les enseñaban otra cosa más que a tener un exceso de confianza en ellos mismos. Se vestía con corbata, y usaba la palabra «bomberazo» cada vez que le era posible. A veces también se refería a mujeres adultas como «niñas». 

Francisca prosiguió a explicarle que esas estimaciones no estaban listas y, aparte, las bases de datos estaban alojadas en los servidores encriptados de la oficina. Joaquincito repitió que se trataba de un bom-be-ra-zo del O-lim-po para después pretender que le daba pena tener que pedirle que fuera a la oficina ipso facto

Se vistió y salió determinada a resolver este asunto tan rápido como fuera posible para poder regresar a dormir algunas horas. Se aventuró entre las calles rumbo a la oficina ubicada sobre Reforma, en un lujoso edificio diseñado por el yerno del magnate más rico del país. No obstante, aquella inversión tan prometedora seguía sin dar frutos. A unos años de inaugurado, más de la mitad estaba vacío o en obra gris. Sólo una constructora española, una empresa británica de energías no renovables y el buffet de abogados en donde trabajaba Francisca ocupaban el edificio.

Al llegar a su oficina, preparó un café y puso jazz para comenzar a trabajar. Para cuando acabó y mandó los documentos el reloj marcaba las tres treinta y tres. El efecto del café se estaba esfumando. Tomó sus cosas y pidió el elevador. Pocos segundos después de comenzar el descenso, el elevador comenzó a bajar más y más rápido, hasta caer libremente. Francisca abría la boca para gritar, pero no emitía sonido alguno. Se aferraba al barandal al mismo tiempo que picaba la alarma una y otra vez esperando que algo pasara. Iba a morir, lo sabía. Estaba esperando el impacto en cualquier momento, pero el elevador frenó de pronto mas dulcemente. Francisca tardó en recobrar la compostura, y no fue sino hasta que las puertas se abrieron que entendió que no se había estrellado contra el pavimento.  

La apertura de las puertas dejó entrar una oscuridad celosa y fría. No se veía absolutamente nada. Sin pensarlo demasiado se propulsó fuera del elevador, rodando al piso. Volteó hacia atrás con el sonido de las puertas cerrándose. Confundida, se percató de que el elevador marcaba el piso -24. Nunca había oído de la existencia de este piso. Tenía que ser el piso -3, sólo que el elevador estaba averiado claramente, -24. Qué era este lugar tan abajo, -24. 

Basta, basta, se dijo carcomida por los nervios que le despertaba estar aquí tan adentro de la tierra. 

Un día, cuando Francisca era niña y jugaba con su caballo de plástico preferido, el teléfono sonó. Era Rebeca, la mejor amiga de su mamá. Habían crecido juntas en Coahuila. 

—Rebe, respira y dime qué pasa… ¿Paco? ¿Qué le pasa a Paco? ¿La mina? —La cara de su mamá se iba tornando en un lamento cubista—.  ¡Francisca prende la tele! —ordenó. 

La tele, que en ese entonces sólo tenía cinco canales, mostraba imágenes de hoyos gigantes en el desierto vistos desde un helicóptero, para después mostrar a mujeres llorando y gritando el nombre de sus seres queridos. A raíz de una explosión, treinta y cuatro hombres habían quedado atrapados bajo tierra. Nadie sabía con seguridad si seguían con vida o no, pero al parecer la luz de emergencia se prendía y apagaba. Quienes creyeron que se trataba de una comunicación tipo morse corrieron a encontrarse con alguna persona experta en aquel lenguaje. Poco después supieron que se trataba de un falso contacto. Nadie salió de aquella mina con vida y hasta la fecha los familiares exigen la recuperación de los cuerpos, ahora en cortes internacionales. Desde entonces Francisca le tenía miedo al subsuelo. 

A tientas, avanzó mientras se iba incorporando. El primer paso activó sensores de movimiento. La luz reveló los primeros cincuenta metros de un túnel de baldosas blancas que parecía ser de otra manera infinito. Una serie de imágenes fugaces aparecieron en su mente para ser automáticamente descartadas: el Chapo, bombas nucleares, ríos subterráneos, estacionamientos, los túneles mitológicos del centro histórico. Pero como fuera, este túnel era demasiado nuevo: amplio y aparentemente bien hecho, estaba clínicamente limpio con coladeras y luces blancas y vibrantes a los lados. El potente olor a cloro casi lograba eclipsar al espeso tufo de la humedad. 

Notó que del túnel principal derivaban otros. Sin saber muy bien qué hacer, caminó y giró hacia la primera galería a la derecha, la cual era más estrecha, pequeña y ruinosa que el túnel principal. Al acercarse a la puerta más cercana, comenzó a escuchar pasos, papeles, ruidos de máquinas y murmullos. Una pequeña placa dorada leía «Consejo de Asuntos Subterráneos. CAS». Sobra decir que nunca había oído hablar de esta dependencia en su vida. 

Lo que encontró dentro era desconcertante: una gran bóveda que albergaba hileras e hileras de computadoras y gente trabajando en ellas. Nadie pareció notar su presencia. Era una oficina caótica, demasiado alumbrada y un poco maloliente. Se acercó a la mesa más próxima, la cual estaba desorganizada, llena de carpetas y documentos apilados. Sobre ella había una radio, una Coca-Cola a medio tomar y los vestigios de una torta. El teclado tenía salsa verde embarrada al igual que la camisa del hombre usándolo. 

Sin ánimos de molestar, Francisca se acercó y le preguntó por la salida. El hombre parecía no haberla oído. Entre los murmullos, las impresoras, los pasos y los ventiladores, apenas y se escuchaba ella misma. Así que se paró justo enfrente de él y ahora casi gritando repitió su pregunta. Nada. Ni una mirada. Ni una palabra. El hombre trabajaba angustiosamente, tecleando con fuerza como si intentara oír sus pensamientos en medio de ese alboroto. 

Detrás de ella, un hombre de unos cincuenta años, calvo y trajeado, le exigió la copia de un expediente que ya le había pedido antes. 

Contestó murmurando al principio para explicarle que ella no sólo no trabajaba ahí, sino que estaba perdida y buscaba la salida. Después de un mutismo incrédulo, el hombre encolerizado la reprendió por ir vestida con esas fachas a una oficina de gobierno. Acto siguiente, dio media vuelta para alejarse tan rápido como había llegado, refunfuñando rabioso sobre la mediocridad y el estado lamentable del país. 

Francisca no tuvo ni tiempo de contestar. Se le ocurrió que tal vez lo mejor era caminar y naturalmente encontraría una salida. Se alejó de la gran cúpula hacia un pasillo, donde encontró una puerta que tenía rotulada la frase «Silencio. Área de Política Ficción». 

El humo de tabaco y el olor a café escaparon cuando abrió la puerta. Era un espacio con cuatro hombres fumando como chimeneas, concentrados en sus respectivas pantallas. El cuarto estaba cubierto de mapas, notas y fotos de crímenes y muertos.

—Lo tengo: estaban involucrados con el crimen organizado, fue una pelea entre delincuentes —dijo uno, volteando a ver a sus demás compañeros. 

—Chale, no sé, Beto —respondió otro. 

—Pero, ¿qué no había menores y hasta un bebé? —cuestionó otro. 

—Por eso, ¡está perfecto! Los padres delincuentes se enfrentan con enemigos y debido a su negligencia, sus hijos también mueren acribillados. ¡Piénsenlo! 

Los escritores se miraron entre ellos y fueron asintiendo con la cabeza. El tal Beto tomó la impresión y la introdujo en una cápsula que posteriormente metió a un conducto de plástico para ser succionada. La hipnosis colectiva acabó con el sonido de los tres toquidos en la puerta.

La puerta se abrió con la fuerza de un carrito de bebidas empujado por una mujer. Hubo un pequeño alboroto reptiliano cuando todos se pararon con prisa y en sintonía para alcanzar a servirse un poco de café. Francisca soltó una carcajada. 

La mirada de la secretaria se levantó y viendo a Francisca le indicó que saliera con ella sin hacer ruido. Francisca sintió un escalofrío que le bajaba por la columna vertebral para después estacionarse en su estómago. 

Ya en el túnel frente a la placa metálica, la secretaria, quien se presentó como Estela, le preguntó quién era y qué necesitaba. Francisca, midiendo sus palabras, omitió presentaciones y sólo le preguntó cómo podía regresar al piso que daba a la calle. 

Estela le informó llanamente que el elevador no servía y después se volteó hacía su carrito para preparar el té. De espaldas, le comenzó a contar a Francisca cómo acabó en la CAS y lo interesante que era trabajar ahí. 

—Es un verdadero lujo poder presenciar cómo opera todo en lo más profundo del gobierno, literal y metafóricamente —dijo volteando a ver a Francisca para pasarle su té, como si fuera parte de una rutina actoral. 

Estela era una joven con cejas tupidas y un lunar arriba del labio por donde se hace la curva de la sonrisa, y sus manos se movían certeramente resaltando su comodidad al hablar con tanta precisión. 

Las dos se sentaron en una banca y Estela continuó con su relato. 

—Al CAS, lo crearon como contrapeso del Instituto Nacional de Transparencia con el fin de proteger a las instituciones mexicanas que tanto nos costó erigir. A veces se tienen que tomar decisiones difíciles y ya, por el bien de todos. No puede ser que a cada paso alguien levante la mano para poner un pero.

Estela continuó hablando por un largo rato de los beneficios del CAS para luego contarle sobre los túneles en sí mismos. No podía recordar si alguna vez había visto a alguien deambulando por ahí, más que a un robot del INAH que se le había escapado a unos arqueólogos. Mientras que ella no se había aventurado más allá del túnel principal, sabía que se podía llegar al Senado, a Los Pinos y al Templo Mayor, dado que había visto unos señalamientos al final del túnel principal que así lo indicaban.  

«El Senado 3.3 km», «Los Pinos 2.4 km», «El Templo Mayor 5 km».

Francisca, por su parte, la escuchaba cautivada. Estela le generaba ternura. Su actitud resolutiva y sus palabras prestadas, que al principio la habían hecho sonar ingenua, escondían un deseo latente de certidumbre. Más que estar posicionándose políticamente, su discurso de acero pretendía cimentar las arenas movedizas que la envolvían. Estela quería amor y futuro; como todas, pues.  

Una luz roja en el carrito de bebidas se prendió. Estela se paró y tomó la taza vacía de las manos de Francisca, quien sabiéndose prontamente abandonada abrió la boca por primera vez en todo este rato.

—¿Crees que encuentre una salida más adelante? —preguntó señalando al túnel. 

—Seguro, licenciada. Le diría que se quedara a esperar que arreglen el elevador, pero es cierto que la última vez se tardaron días. Lo mejor es que busque una salida siguiendo las indicaciones. 

De su llavero desabrochó una pequeña linterna para ponerla en la mano de Francisca. De pie se despidieron y Estela esperó un poco antes de entrar para ver cómo Francisca desaparecía al final del largo túnel.   

Ya en marcha, Francisca primero pensó en caminar hacia su casa, pero se decidió por ir rumbo a Los Pinos, deseando encontrar en el trayecto una salida al Bosque de Chapultepec.

Caminaba rápidamente tratando de alejarse del análisis de riesgos que corría a toda velocidad por su cabeza. Lo único que importaba era salir de ahí. Estela le había dicho que nunca había visto a nadie, así que no tendría por qué ser diferente para ella. Pero también era verdad que Estela nunca se había aventurado en los túneles y menos en plena noche. Todo saldría bien, se convenció. 

A medida que avanzaba, los sensores de movimiento prendían y apagaban luces a su alrededor. Le sorprendía la calma sepulcral que reinaba en ese lugar. Francisca caminaba lentamente y, al mismo tiempo que anticipaba lo peor, buscaba una señal o alguna puerta que le indicara la salida de esta pesadilla. Después de un rato, y una o dos vueltas a la derecha, cuando por fin no sentía que el corazón se le iba a salir del pecho, comenzó a escuchar unos ruidos industriales, casi rítmicos, a la distancia. Era difícil saber qué tan lejos estaban o de qué eran exactamente. Maldijo  los sensores de movimiento que revelaban su presencia desde lejos. Sin embargo, esta era la menor de sus preocupaciones. 

Ahora que el túnel se había convertido en un pasadizo cada vez más estrecho, recordó con repulsión que había personas que se aventuraban en las ranuras de la tierra por deporte. Y ella, con su suerte, estaba segura de que era cuestión de tiempo para que temblara y todo se derrumbara.  

Paró y razonó que lo mejor era regresar y esperar a que repararan el elevador. Se dio media vuelta sólo para darse cuenta de que no tenía idea por dónde había llegado y, por lo tanto, no sabría cómo regresar. Estaba petrificada cuando volvieron a sonar los ruidos industriales, ahora con más fuerza. Igual había gente trabajando en algo o, advirtió de pronto, ¡esos ruidos pertenecían a otro elevador! Retomó el rumbo con prisa. 

Unos metros más adelante, el sonido se apagó. Como autómata, Francisca comenzó a tararear susurrando aún no sé quién es, lo deben saber mis pies, la siguen como las ratas a la flauta de Hamelin para perderla después. Sin conocer el resto de la letra, la canción se convirtió en un silbido nervioso que regresaba un eco a través del túnel. La presencia de un letrero rojo en la pared la frenó en seco:

«Área inexistente. Sólo personal autorizado».

Inexistente, se repetía a sí misma una y otra vez mientras seguía avanzando. Tan concentrada estaba en tratar de descifrar lo que era un área inexistente, que le tomó más de lo normal darse cuenta de que el eco del silbido continuaba independientemente de su propia mudez. De pronto, la luz dejó de seguirla, dejándola en completa oscuridad. Dio dos pasos atrás, hacia la seguridad de los sensores.

—Identifíquese —dijo una voz a pocos metros adelante devorada por la noche. 

—Vengo de la CAS —respondió Francisca diligentemente.

Los pasos avanzaron hasta el filo de la luz revelando unas botas recién boleadas, con uniforme negro y un pasamontañas del mismo color. 

—Yo no soy nadie y aquí es ningún lugar —dijo la voz, mientras un guante negro apuntaba al letrero.

Francisca le informó que iba rumbo a Los Pinos y le ordenó que la escoltara hasta allá. 

La voz sin rostro dio media vuelta y retomó el paso. Francisca le siguió por detrás hacia la oscuridad. Aparte de sus pasos, al principio sólo distinguía pequeños ruidos metálicos. Iba respirando con cautela, con la mandíbula prensada y los ojos bien abiertos. Cuando su vista se acostumbró a la penumbra, vio que el túnel dejó de tener paredes y, en cambio, con sus manos sintió barras metálicas verticales en ambos lados. El espacio se había tornado tan húmedo que del techo caían gotas.

—Este lugar huele a encierro —pensó Francisca.

—Son los sinrostros —respondió ejecutivamente la voz. 

Alarmada, Francisca no sabía si había dicho lo que pensó o si la voz podía leer su mente, oír sus pensamientos. Imposible. 

—No puedo leer pensamientos —respondió de nuevo la voz. 

Francisca estaba hechizada por el sonido cada vez más constante de gotas que golpeaban contra el embaldosado. Como sintió la presencia de otras personas, preguntó si había alguien más aparte de ellos dos ahí. La voz no se inmutó y apretó el paso sobre los charcos que se formaban bajo sus pies. Francisca la seguía de cerca huyendo del desconcierto que todo aquello le provocaba. Poco después el agua empezó a correr libremente como si alguien hubiera abierto un grifo, y entre aquel caudal se comenzaron a distinguir murmullos, sorbos y jadeos que invocaban palabras. Las frases derramadas pronto se vertieron en conversaciones acuáticas.

—¿Qué dices?  —preguntó Francisca aterrorizada, sabiendo perfectamente que la conversación pertenecía a otras personas y no a la voz. 

No hubo respuesta y esa omisión envolvió a Francisca hasta sofocarla. Salió del encantamiento en el que estaba y pegó un grito que se escuchó a lo largo del túnel.  

—¿Quién está ahí? ¿Dónde están? ¿Quiénes son?

—Aquí, en el olvido, es a donde pertenecen. Deje de hacer preguntas que les hagan recordarse —le contestó la voz impaciente. 

Aquel barullo lacustre era tan fuerte que las paredes retumbaban de tal manera que el túnel comenzó a respirar erráticamente, flexionando consigo los barrotes de las jaulas. 

—¡Respóndeme! —le dijo Francisca a la voz, mientras la tomaba de los hombros y la agitaba frenéticamente como queriendo sacudirle las respuestas a la fuerza. 

—¿Qué has hecho? —reaccionó la voz, despavorida, tomándola bruscamente del brazo—. ¡Se están escapando! 

En un milisegundo electrificante, Francisca jaló su antebrazo hacia ella y comenzó a forcejear con la voz que luchaba por aprehenderla. La voz siguió hablando, usando palabras que se convirtieron en ruidos incomprensibles para Francisca. Aun cuando la voz era claramente más fuerte, ella estaba dando una pelea digna. Fuera de sí misma, como fiera arañaba, pateaba y mordía. Entre tanto movimiento, la pequeña linterna que colgaba de su mochila se prendió, y comenzó a parpadear. Cada que todo se alumbraba, Francisca lograba distinguir celdas vacías y mugrientas, una tras otra, tras otra. Hasta que la lámpara no prendió más, dejándola de nuevo en la oscuridad.

La voz, ahora, la tenía sujeta de los pies, mientras que Francisca se abrazaba con todas sus fuerzas de unos barrotes. Entre todo el jaloneo, notó que el túnel se doblaba para reacomodarse verticalmente. Las mismas manos que le tiraban las piernas, pasaron a sujetarse de ellas. La voz se había convertido en un peso que Francisca cargaba. Con el túnel inclinándose a su favor, no fue difícil para ella patalear hasta zafarse de esa voz que ahora gritaba cada vez más lejos en caída libre.

Se columpió hacia el interior de una celda.  Respiró como bestia triunfante. No tenía pensamientos, ni planes y mucho menos ideas. Todo aquello era inservible en ese momento. Intuitivamente se tocó el cuerpo, buscando heridas y confirmando que no le faltara alguna parte. En eso estaba, cuando comenzaron a caer gotas en ambos sentidos. Unas como las normales y otras en sentido contrario, desafiando la gravedad. El túnel se inundaba. Olores opuestos y otras veces indefinibles invadían el espacio mientras que torrentes de agua viscosa y tibia se deslizaban por ambas paredes. 

Sin saber cómo interpretar todo aquello, Francisca sabía que no tenía a dónde huir. Salió de la celda y tomó respiros largos, como quien se prepara para sumergirse. No pasó mucho tiempo antes de que estuviera completamente bajo el agua. Su cuerpo fue arrastrado por corrientes y remolinos, hasta quedar flotando. Abrió los ojos, dejando entrar el ardor de aquella agua pantanosa de café y copal. A punto de perder el aire, distinguió unos destellos de azul a lo lejos. 

Nadó vorazmente hasta lograr tomar una bocanada de aire. Una gruesa capa de vapor cobijaba aquella superficie y del techo colgaban estalactitas blancas que encerraban las fauces de la tierra. Braceó con determinación hasta llegar a la orilla, donde cargó su peso para tenderse sobre el sedimento fangoso. 

La despertaron unos ladridos. La humedad era tal que la ropa seguía empapada encima de su piel de lagarto. Echada, no quería despegarse del suelo que era su única certidumbre. No sabía qué había pasado, dónde estaba ni tampoco a dónde iba. No sabía si estaba muerta o viva. Intuía que debía sentirse alarmada al despertar ahí, pero no era el caso. No tenía miedo y tampoco hambre, sed o cansancio. 

Mientras que su cuerpo había dejado de hablarle, sus sentidos estaban desbordados de vida. No sólo podía ver los destellos de los gusanos fluorescentes en el atrio de la cueva aun con sus ojos cerrados, sino que podía sentir incluso las vibraciones que generaban sus piececillos en las superficies rocosas.

Razonó que era muy posible que ya estuviera petateada y esta anarquía era lo que en realidad pasa después de la vida. Este pensamiento la llenó primero de tristeza seguida por rabia pasando por risa y terminando en alivio. Vivió treinta y tres años atrapada bajo su piel. Escondida de las miradas ajenas, había hecho todo por encajar, incluso lo más indigno: había sido normal. Encajó a la fuerza como estrategia para intentar ganar aquella carrera de ratas que empezó desde temprana edad. Pasó una vida entera tratando de controlar un mundo indómito. 

Estar muerta no estaba tan mal. La muerte, específicamente la suya, ya no se sentía como una tragedia que hay que evitar a toda costa, sino como una aventura que la requería como protagonista. Al tiempo que pensaba esto, le cayó un recuerdo como balde de agua fría. 

Hacía unas semanas deambulando por Tepito se tropezó con el altar a la Santa Muerte. Aquel esqueleto blanquísimo, vestido como virgen con un mundo en una mano y una hoz en la otra, la miraba directamente. Rodeándola había velas, licores, cigarros y todo tipo de objetos. Entre las fotos sobresalía una de dos güeros altos y fornidos. Estaban enseñando unos tatuajes recién hechos en su torso descubierto. Francisca se acercó para leer lo que decían. Escuchó una voz de mujer detrás que le susurró «No temas a donde vayas, que has de morir en donde debes, dice el de Hans». Francisca se volteó cuidadosamente, como si estuviera esperando ver a la Santa Muerte misma haciéndole la aclaración. 

—Hola, niña, quítate esa cara de miedo si no soy la muerte encarnada, sino la guardiana de su altar —dijo esta señora revelando una sonrisa enorme. 

Era una mujer ya grande, pero exquisitamente bien preservada, labios carnosos, pómulos elevadísimos y una mirada de ojos negros electrificante. Francisca balbuceó algunas palabras mientras tomaba distancia del altar y de su guardiana.

—Tú podrás pensar que te perdiste y acabaste aquí —dijo la guardiana haciendo guiños de comillas en el aire, sin inmutarse ante la evidente torpeza de Francisca—, pero lo cierto es que la blanca te trajo aquí. Ella es así, le gusta jugar. La cuestión es, ¿por qué te mandó llamar? —preguntó mientras sacaba un cigarro y un encendedor de metal dorado de su pantalón—. No le tengas miedo, ella no te hará daño —añadió al adivinar la angustia y confusión interior de Francisca—. No le hagas caso a todo eso que te enseñaron de la muerte. Todos nos vamos a morir: tú, yo, todos. Es inevitable nuestro caminar al Mictlán. El próximo domingo habrá un rosario.

Francisca dio las gracias para después excusarse. En corto la interrumpió la guardiana. 

—Mira, niña, yo no juzgo. Tú igual pensarás que estás fuera de lugar aquí, pero con la blanca no hay coincidencias; tú llegaste porque algo andas buscando. Yo no sé qué sea y claramente tú tampoco, pero más te vale que lo descubras antes de que ese algo te encuentre a ti, ¿me explico?

Quizá no hace falta decir que Francisca nunca regresó al altar y mucho menos fue a rezarle un rosario a la blanca. Es más, olvidó el encuentro por completo hasta ahora que lo revivía en su mente, tirada sobre ese lodazal. 

Se paró y siguiendo las huellas de los perros encontró la salida. Afuera, en aquella selva exuberante, seguía reinando la noche. Los animales se desplazaban para cazar y huir por igual, aullando y olfateando. El olor a jazmín y chapopote atraía insectos que no paraban de chirriar. Se fue abriendo paso entre la vegetación tupida, empujando ramas y evitando tropezar con raíces o piedras. El suelo se quebraba bajo sus pies.

Reconoció el olor a humo y, guiada por su olfato, deambuló hasta vislumbrar una luz a lo lejos. Se acercó sigilosamente para no hacer ruido o algún movimiento que revelara su ubicación. Desde un árbol caído logró ver un claro cuadrangular de arena encarnada. En cada esquina ardía una fogata mediana, sumando cuatro en total. Al centro se encontraban, al menos, dos decenas de mujeres sentadas una al lado de otra. Juntas formaban un círculo compuesto de doble hilera. Abrazadas de lado a lado, con sus brazos entrelazados entre sí, las plantas de sus pies formaban un coliseo. Oscilaban de izquierda a derecha, cantando un mantra. 

Capturada por aquel trance colectivo, Francisca se aproximaba cada vez más. Las amazonas estaban desnudas, enteramente pintadas de rojo con excepción de la franja facial donde se encuentran los ojos. Algunas caras revelaban el paso de lágrimas derramadas sobre el carmín. 

A ratos se escuchaban lamentos, risas y gritos provenientes de la selva. Cada vez que esto pasaba, todas pausaban su melodía brevemente para después retomarla. Francisca no supo bien en qué momento unas manos la tomaron con ternura de los brazos para conducirla hacia el círculo. Antes de salir al claro le quitaron la ropa y procedieron a cubrir su cuerpo entero con aquel color volcánico. Sin emitir sonido alguno, se intercambiaron miradas cómplices. Francisca quería contarles de este sueño imposible, pero las sílabas le expiraban en la boca. 

Las mujeres se acercaron a las fogatas para espolvorear chispas que se elevaron por encima del fuego, cobrando vida. De pronto cientos de luciérnagas flotaban entre la multitud. Más mujeres emergieron de la selva y caminaron hacia el círculo. Las recién llegadas sonreían efusivamente mostrando sus dientes afilados y radiantemente blancos. 

Francisca se sentó en la tercera hilera del círculo para emitir los mismos sonidos rítmicos que las demás. Tiempo después, se hizo un silencio y los brazos de la primera hilera se elevaron al aire moviendo sus dedos efusivamente. Las siguientes hileras reprodujeron los mismos movimientos como efecto dominó. 

Por un segundo, todo se iluminó desatando truenos y más destellos. Francisca volteó hacia arriba. Una gota enorme iba directo a ellas. Esta reventó dentro del círculo revelando a un hombre adulto, azul y desnudo, en posición fetal. Permaneció en el suelo unos minutos hasta que sonrió apaciblemente tan pronto pudo abrir los ojos. Se estiraba con dulzura para besar los pies de las mujeres más cercanas a él. Ya de pie, hizo reverencias y a medida que se iba haciendo paso entre las mujeres, comenzó a balbucear algo hasta lograr hablar.  

—Las olvidé en vida y pasé mi tiempo queriendo recordarlas. Aquí están las palabras verdaderas.   

A Francisca le ardía el pecho. Quería salir de su piel para dejar de ser sólo ella y pasar a serlo todo. Se levantó del círculo y de la mano de su sombra que se aparecía con cada relámpago, caminó de regreso a la selva. Primero andaban con pasos largos, susurrándose y riendo eufóricamente como dos niñas. Más adelante comenzaron a marchar aceleradas hasta que su trote se convirtió en un galopar apurado. Corrían rumbo hacia su suerte. 

La presencia de un jaguar de oscuridad hambrienta frenó a Francisca en seco. La bestia la había estado esperando y ahora que la tenía de frente se acercaba, sin prisa, viéndola. Francisca se arrodilló sobre el lodo fresco que cubría toda la superficie de aquella noche perpetua. Rodeándola, el jaguar la olfateaba y la estudiaba cada vez más de cerca. Después de unos minutos, paró y se inclinó en reverencia frente a ella. Sus rostros quedaron separados por pocos centímetros. 

 Esa eternidad tuvo un final feroz con el primer zarpazo que tumbó a Francisca.  Sus vísceras se retorcían como anguilas, mientras que su peso se desvanecía con cada mordida. El jaguar se movía ágilmente, destazándola con sus garras, y sus miradas se cruzaban con el salpicar de la sangre que los cubría a ambos. 

El corazón latía entre los colmillos del jaguar cuando Francisca soltó su última exhalación. Las estrellas aparecieron efervescentes en la cúpula celeste. 

Despertó encima de un charco de sangre, frente al cuerpo destazado que le había pertenecido. Se alejó hasta llegar a una cueva donde durmió un sueño pesado en su nuevo pelaje. Le despertó el sonido lejano del habla humana. Eran dos hombres tallando un monolito de la gran señora.

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