El regalo

Nicolas Kouzouyan

Montevideo, Uruguay, 1980. Su libro más reciente es La ciénaga de las revelaciones (Amateditorial, 2023). 

11 de junio

El calor es insoportable, pero no me quejo. ¡Ja! Buen comienzo entonces.

Terminé el curso de la Matriz del Destino (por si alguien quiere que se la lea… pagando, claro) y espero el resultado del examen final. Hay una mujer que canta bien lejos, que suena a la India o algo así, que no está cantando en español ni en inglés (madre santa, en qué momento empecé a oír voces cantando en idiomas que no conozco).

Mi abuela murió hace unos días. Murió allá lejos, en Uruguay. Era excepcional (esta es la palabra que más se usó para describirla), una mujer de hierro, impenetrable e inalterable, dedicada a sus cosas y a lo que ella creía que era correcto, con la tenacidad y la voluntad de los titanes antiguos. Hija de inmigrantes armenios escapados del genocidio, continuadora del legado de odio visceral que sus padres sentían por los turcos, entregada por completo a la supervivencia de la armenidad en el «nuevo mundo», moderna y audaz para mucho, cuadrada como la tabla del uno para otras cosas, negada por completo a lo emocional, al cariño, al amor directo. El suyo pasaba más por trabajar para la armenidad, por los regalos a sus nietos, por el parco cariño que demostró a sus hijas. De tener animales domésticos ni hablar. 

Mi abuela era una consumada asesina de moscas usando delantales húmedos como látigos. Yo heredé la misma habilidad. Y uno no creería la paciencia que se necesita para cazar moscas con un trapito húmedo a las doce del mediodía, cuando las «aladas» están en su summum y activas que da miedo; se necesita la paciencia de un cazador de águilas o algún otro animal así de avispado y escurridizo; se necesitan golpes secos y certeros, nada de dudas, ¡paf! y listo, un latigazo en el lomo y la mosca cae seca en el piso de baldosas frías. Algunas todavía revoloteando las alas, sin entender bien qué había pasado, atontadas por ese relámpago salido de la nada. ¡Paf! ¡Tomá! Y ahí caía otra más. Mi abuela las mataba una por una, hasta que ya ninguna se animaba a entrar en su cocina. Y de mientras cocinaba para todos, y preparaba pedidos para entregar (tenía su negocio en el garaje de la casa), y lavaba las ollas y platos que iba usando, y nos decía a TODOS lo que había que hacer. ¡A todos! No quedaba nadie fuera de su alcance. Si estabas en su cocina, en su casa, entonces estabas a su disposición, ¡te gustara o no! Y más vale que te gustara, si no, olvidate de la comida. ¡Y qué comida! Esa era la trampa, ahí caíamos todos: sarmas, dolmas, la sopa con bolitas de carne (no sé cómo se escribe), aquella salsa de tomates con huevos estrellados arriba, inventos suyos, como cuando se juntaba mucho queso viejo en la heladera y para no tirarlo te hacía un «fondiú», ¡un «fondiú»! Una locura de creatividad esa mujer.

Decía que hace unos días se murió. Dio las últimas dos bocanadas frente a mi madre. Sólo ellas estaban en la sala del hospital. Después llegó mi tía. Pero la mujer ya se había ido. Noventa años en esta tierra. Nacida para brillar (estaba escrito en su matriz). Lo hizo dentro de los límites de la colectividad armenia-uruguaya, donde no hubo persona que la conociera que no se quedara con algo de esa luz que irradiaba. Jamás se la vio deprimida, enojada, ofendida o sufriendo alguna de esas emociones tan nocivas que los mortales combatimos a diario. No, ella se había curado de todo eso mucho tiempo atrás: 

—Tu abuela me dijo que después de pasarse años llorando cuando era chica, después ya no le quedaron más lágrimas para llorar. 

Me lo dijo mi madre, uno o dos días después que la abuela se fuera, hablando de lo fuerte que había sido la mujer. Es que la habían casado cuando era una niña, dieciséis o diecisiete años, o capaz que menos, no me acuerdo bien. Las familias armenias, ambas llegadas con lo puesto del Cáucaso, querían mantener la sangre intacta, y había que hacer casamientos por conveniencia, de esos que no sólo ayudaran a conservar la sangre, sino la plata. Mi abuelo tenía treinta cuando se casaron. En palabras de mi abuela, era un «indigente» la primera vez que lo vio. Mientras se preparaba ese casamiento, mi abuela lloró todo eso que le contó a mi madre: toda su infancia y su adolescencia, todo romanticismo o cuento de hadas que pudiera tener en su cabeza, cualquier ilusión de «enamorarse» de alguien (los padres la habían sacado de la escuela armenia cuando terminó porque todavía no había secundaria armenia y tenían miedo que se «ennoviara» con un kasti); lloró a la niña que era, la enterró bien enterrada y no volvió a sacarla hasta que nacimos nosotros, los nietos. Y sólo parcialmente. 

Después de tres hijas, colapsó emocionalmente: enfermó de tuberculosis y mi abuelo la «devolvió» a su madre. Acá hay que hacer una aclaración: lo que pasó fue que enfermó del chakra del corazón, se le partió el corazón de tanta angustia, y cuando es así siempre repercute en ese órgano o en los pulmones. Esto también lo aprendí con la Matriz. Porque estudié la de mi abuela apenas murió. Y claro, de repente entendí un montón de cosas. 

La mujer se recuperó de la enfermedad en casa de su madre, entre los suyos:

—Tu abuela se enfermó de la envidia y la mala energía que la familia del abuelo le tiraba a diario. Las hermanas, la madre… ¡pfff!, qué gente esa, ¡qué brutos! Y la abuela tan delicada, tan fina que era, con tanta clase.

Mi madre de nuevo…

—Le reprochaban que sólo había tenido niñas, ¿podés creer…?

Sí que puedo, madre, claro que puedo. La abuela se enfermó del alma con aquellos buitres alrededor, y esto le creó alguna clase de rechazo hacia sus hijas por haber nacido niñas:

—Siempre quise tener hijos varones —me dijo en uno de esos raros momentos de apertura que tenía conmigo las veces que fui de visita a Uruguay. Estábamos sentados en el mercado del puerto, tomando un café con leche. Afuera hacía un frío de mar, con olor a pescado y contenedores. El mercado no era lo que es ahora. Estaba bien, pero no era tan turístico. Ella me lo dijo de la nada, mirando la calle. Ni siquiera sé si estábamos hablando de algo relacionado—: Me hubiera gustado mandarlos a la escuela militar —terminó. Después miró un poco más por la ventana y enseguida me preguntó por otra cosa. Eso estaba en su matriz también, eso tan cortante que tenía a veces. 

Después de sobrevivir la tuberculosis todo volvió a la «normalidad». A ella le quedó un tajo transversal en la espalda y perdió casi toda la capacidad en uno de sus pulmones. ¿Alguien se enteró? ¡Nadie! Si no te lo decían, cosa que era tabú en la familia, ni te enterabas. Y la mujer nunca descansó después de eso. No paró un solo día y fue inagotable hasta una semana antes de morir. Hizo el trabajo de tres o cuatro personas a lo largo de su vida, y jamás se quejó de nada, ¡de nada! Sólo cosas buenas (y chusmeríos de la armenidad) salían de su boca. Nunca entraba en dimes y diretes con nadie: si habían roces, te cortaba de raíz. ¡No tenía tiempo para perder con idioteces! 

Mi abuelo, al que no hay que malinterpretar en esta historia, aunque a primera vista salga tan mal parado, fue llorando a la casa de su suegra a buscarla un mes después de haberla devuelto: la fuerza de mi abuela era directamente proporcional a la dependencia que él había desarrollado por ella. Nada de amor, esas cosas no existían. Era una dependencia práctica, de tener una ama de casa que criara tres niñas y le diera de comer a medio mundo; una compañera de trabajo que le solucionara la vida a diario. ¡Todo eso! Pobre abuelo, después contaré su historia también, porque tampoco la tuvo fácil.

   Entonces mi abuela volvió a su casa convertida en una mujer de hierro. ¡Ahora sí vas a ver! Fue impenetrable, durísima e invencible: sobrevivió a todas las hermanas de mi abuelo por décadas. Las vio morir una por una. Casi las fue enterrando ella misma. 

  Después nacimos nosotros, los nietos. Y construyeron una casa para la familia a cinco cuadras de la playa. Ella no iba nunca a la playa. O si iba, lo hacía vestida de shorts y blusa que le tapara toda la espalda. Más bien se quedaba en la casa, cocinando para tenernos lista la merienda cuando volviéramos.

Me voy quedando seco. No es que me apague, es que mi abuela va y viene todavía, a veces me parece sentirla alrededor mío, después ya no está más, después no puedo creer que ya no esté más. No sé, una fuerza así deja un espacio imposible de llenar cuando se va. Capaz que la siento así porque vivimos unos años con ellos cuando mis padres se separaron; capaz que por eso que decían que yo era su preferido, que nos parecíamos mucho; o aquello que una vez mi padre me dijo, eso de que yo había heredado su fuerza, o que mi fuerza venía de «ese lado».

13 de junio

Con los días la abuela se va cada vez más. No hace una semana que murió, pero su presencia se vuelve más débil y otra cosa empieza a tomar su lugar.  

Hubo un sueño que tuve años atrás, donde estábamos los dos, y que llegué a contárselo aquella tarde que compartimos un café con leche en el mercado del puerto. 

Era de noche y estaba en su cocina, parado frente al reloj grande de la pared. No volaba una mosca. Todas las luces estaban prendidas y mi abuela estaba parada a mi lado. Se veía cansada, apagada, más pequeña que de costumbre. Tenía un sobre blanco en la mano y lo estaba abriendo.

—¿Qué es eso, abuela?

Ella terminó de sacar lo que parecía una postal y me la mostró. Tuve que acercar la cara para ver mejor: era un mosaico de fotos diminutas, ordenadas perfectamente para que entraran a lo largo y ancho de la postal sin dejar ni un espacio en blanco.

—Son todos los recuerdos que compartimos —dijo—. Para que no me olvides.

Después algo cayó en el segundo piso y escuché su voz llamándome por detrás. Me giré asustado. En la cocina no había nadie. 

—¿Abuela? 

El sobre y la hoja habían caído al suelo.

—¿Abuela?

Pero nadie contestó.

Comparte este texto: