Marcado por el aburrimiento

Daniel Centeno

Los Mochis, Sinaloa, 1991. Su libro más reciente es Rara vez elegimos morir (Trazos de Aves, 2024).

—¿Qué nos estabas diciendo? —preguntó Ana. Éramos los de siempre—. Algo sobre un fantasma —insistió, mientras el mesero nos tomaba la orden.

—Al fin sé cómo ganarle a mi fantasma —contestó David. 

Había estado contando los pormenores de su fantasma. Con los años se había vuelto el tema recurrente cuando hablamos con él, ese por el que era fácil recordarlo. Ya sabíamos la historia general: un día había visto al fantasma flotando frente a la puerta de su habitación. Le había dicho que se moviera. Trató de sobornarlo. Y como el fantasma no quería moverse, David lo tuvo que atravesar. 

¡Me hace tener visiones!, nos había dicho años antes. Siento la muerte cada vez que lo atravieso, como si me llevara un poco de él con cada encuentro. Yo apenas puedo conmigo, ¿para qué querría a otro dentro de mí?

Pero en ese momento, mientras el mesero se alejaba, David nos dijo que tenía buenas noticias. 

—El albañil dice que no tardará mucho más. El espacio para la otra puerta estará listo pronto.

—¿Y qué te hace pensar que otra puerta va a ser suficiente? —preguntó Alejandro.

—Hasta los fantasmas tienen límites —le contestó David—. Y si se enterca y me persigue por las dos puertas, nunca elegiré la misma. Un día, cuando menos lo espere, se va a equivocar en cuál voy a elegir, no podrá hacer nada, y pasaré a su lado y no a través de él. 

Yo sabía que David seguiría peleando con su fantasma. Quería escuchar la historia completa. Esas cosas jamás me pasan. 

—Tu fantasma debería de cobrarte regalías por hablar tanto de él —lo interrumpió Ana. Tenía los ojos en blanco cuando lo dijo, no supe si por desgano o porque estaba tratando de ver a Dios. 

—¿Y qué me dices tú? —le preguntó David—. No quiero aburrirlos con mi fantasma. ¿Qué tal te ha ido? ¿Sigues hablando con el de arriba?

Ana no quería darle demasiada importancia al asunto, porque para ella no la tenía. A diferencia de David, ella llevaba hablando con Dios desde pequeña. Un día su madre le dijo cómo, y ella se lo tomó muy en serio e insistió e insistió hasta que Dios, harto de la niña (como lo estaría cualquiera), le preguntó qué quería… y ella dijo que lo quería todo.

Te quiero a ti, le había dicho.

—Pues Dios y yo nos hemos tomado un tiempo, ¿saben? 

Puse mi mano en su hombro a manera de pésame, porque parecía hablar de una ruptura aunque no lo pudiera reconocer. 

—No es que ya no lo quiera —nos dijo—, pero a veces es demasiado para mí. Cuando hablo con él, tiene tanto que decir sobre tantas cosas. Supongo que con la omnisciencia viene la omniempatia. Él sabrá entender que yo necesito mi espacio. Así como ustedes —me dijo, mientras quitaba mi mano de su hombro.

—Si yo fuera él —le dijo Alejandro—, la verdad me tomaría muy personal tu desaire. 

—¿Esa es tu forma de reclamar que no te he respondido las llamadas? —le contestó Ana—. Si le pedí a Dios que me deje sola, no voy a temer a pedírtelo a ti.

—Yo también conozco a Dios y no por eso lo ando presumiendo —cortó Alejandro. Todos parecieron pensar lo mismo que yo. David incluso susurró la tesis, como si supiera lo que él estaba por contarnos—. Disculpa —le dijo al mesero—. ¿Nos podrían traer las bebidas?

Bastó esa pequeña distracción para que todos lo miraran, aunque yo ya lo había estado viendo la mayor parte de la tarde. Supongo que es imposible pertenecer a un grupo de amigos y no tener un amigo que es más cercano a ti, a quien sientes que le cuentas todo de una forma personal cuando los demás escuchan. 

—Dios no se va a ir a ninguna parte. ¿Y tú qué, Álex? —lo increpé. Esa misma mañana le había preguntado lo que estaba por preguntarle otra vez—. ¿Alguna novedad con tu tesis? 

Me gané el odio de mis amigos, porque más extensa que la conversación de Ana con Dios, era la interminable relación de Alejandro con su tesis. Pero yo quería saber. 

—Ay, mi tesis —me dijo con un largo suspiro. Ana y David me dieron una mirada igual de larga y odiosa. Era mi culpa. Ana quizá hablaría de nuevo con Dios, sólo para que me castigara—. Yo no necesito tomarme tiempo con ella —siguió diciendo Alejandro—. Estoy bien con ella. Ella está bien conmigo. Todos estamos bien con todos.

—¿Y por qué no me quisiste decir eso en la mañana, cuando te pregunté? 

—Porque ella estaba ahí, ¿entiendes? Y aunque todo está bien, a veces tenemos nuestras rencillas. Cuando la gente habla de su tesis parece olvidarse que está hablando de algo que late, como un corazón, y que si te escucha decir que está mal, no será raro que desarrolle una arritmia, que sus ideas se confundan. Veme a mí, por ejemplo. A veces le grito que está mal, que todo lo que escribí en ella es un error, y ella me responde y me dice que recapacite, que seguí el método apropiado y que va a probarme que estoy en lo correcto. Puse en ella toda mi magia para que estuviera viva, todo lo que he aprendido, y ella no se cansa de demostrármelo con la exactitud de un testamento. No está de acuerdo conmigo, o no ahora. Ella defiende al que fui antes, al que la creó. Ojalá se contentara con ser leída, pero algunas tesis quieren más de uno que otras. Se siente incompleta y quiere que yo haga algo al respecto, pero no me deja añadirle nada con lo que no coincida. Ella quiere que sea lo que fui cuando la creé. A veces incluso me hace pensar que aprenderá magia para lograrlo. Pero no todas las tesis son así. Por ejemplo, ¿qué te pidió la tuya? Nada. Nunca te habló. Claro que tu tesis fue en ingeniería y no en magia, pero el tema de estudio no debería de cambiar el corazón de una tesis. Qué más da si la mía es sobre los fundamentos mágicos del latido artificial de un corazón hecho de vellos de dragón, y la tuya sobre cómo un chip hace bip bop bip bop en una máquina. Su finalidad es la misma, ¿no? 

Estaba a punto de responderle, pero David acabó con el asunto, cambiando de tema. 

—Es interesantísimo escucharte hablar de tu tesis, amigo Alejandro —lo interrumpió David—. Quizá un día de estos use tu anécdota contra el fantasma, y así lo espanto. 

—No hace falta recurrir así a la violencia —le contestó Alejandro, riéndose de sí mismo—. Con decirme que me calle, me callo.

—Está bien —le dijo Ana—. Ya cálla…

—¡Las bebidas! —grité para interrumpirla. Ya había sido mucho. 

Comenzamos a comer, sonriéndonos en silencio, añadiendo detalles esporádicos sobre el fantasma, Dios y la tesis. Ana se puso de pie y fue al baño. 

—A veces creo que Ana habla con Dios porque no soporta hablar con nosotros —dijo Alejandro. Su tono parecía estar contando un secreto, aunque era algo que ya todos pensábamos—. A lo mejor tu fantasma quiere hablar contigo —le dijo a David, golpeándolo ligeramente en el hombro—. ¿Has pensado en sacarle plática? A lo mejor hasta se vuelve tu mejor amigo. En una de esas hasta te pide un tiempo, porque ya lo enfadaste. 

—Imagino que tú ya no puedes hablar con tu tesis y por eso me lo sugieres, ¿verdad? —le contestó David. 

Los dos soltaron una carcajada y se miraron tiernamente, dándose golpecitos con las palmas de las manos. 

Ambos me miraron por un momento. Parecían esperar que yo interviniera, pero yo no tenía nada qué decir sobre mi vida. Alejandro me sostuvo la mirada por más tiempo, como si supiera lo que estaba pensando. 

—Carlos no nos ha dicho nada —comenzó a decir Ana cuando regresó.

—¿Estás bien? —le preguntó David—. Estuviste mucho ahí dentro. 

—¿Problemas con Dios o con los intestinos? —le preguntó Alejandro. 

—Deja de proyectarte. Fui a hablar con Dios —nos dijo—. No pude evitarlo. Él me extrañaba. 

Yo trataba de ayudarlos en lo que podía para mantener vivas sus historias, para que no se preguntaran por la mía. Le había regalado un teléfono a Ana para que pudiera hablar con Dios en la calle sin que la gente pensara que estaba haciendo brujería; a Alejandro le había conseguido un poco de vello de dragón, aunque sospecho que es falso y a David, por poco que sea, le había dado un refrán (Si una puerta se cierra, otra se abre). 

Mi vida se sentía poca cosa cuando hablaba con ellos. 

—Creo que tu tesis… —comencé a decirle a Alejandro, pero él me interrumpió.

—No me importa mi tesis. Al diablo mi tesis. 

—¡Al diablo su tesis! —corearon Ana y David.

—Estoy harto de hablar de mi vida —continué—. La conozco demasiado bien. Me aburre. Mi tesis puede irse a la Luna si quiere. Que se escriba sola, si tanto añora que yo sea el mismo de antes. Queremos saber de ti. Yo quiero saber de ti. 

—Pero no quiero aburrir a Dios con lo que voy a contarles —le contesté, mirando a Ana.

—No me mires a mí —me cortó, negando con una mano y su cabeza, como si en su gesto fuera necesaria la exageración—. Dios está aquí por mí, no por ustedes. Y hasta yo lo aburro, estoy segura. Lo aburrimos todos. Tú platica a gusto.

—Quizá el fantasma sigue en tu puerta porque quiere llamar la atención de alguna deidad a la que nunca le importó —le dije a David, esperando que él sí cayera. 

Ana y David me dieron por mi lado, siguiendo el anzuelo, pero Alejandro no lo hizo. Me miraba con reproche desde el otro lado de la mesa. Sus ojos eran severos y tristes, como si me conociera lo suficiente para saber que era así como yo me veía, y por qué. 

—¿No me vas a decir? —me interrumpió Alejandro. Harto. 

—La verdad es que mi vida es muy aburrida —le respondí. Estaba devolviéndole su mirada, severa y triste—. No es tan interesante como la de ustedes.

—¿Por qué? —fue todo lo que preguntó. 

—Porque en mi vida no hay fantasmas —comencé a decir, repitiendo en voz alta la cantaleta que me había dicho en voz baja muchas veces. Sólo veía a Alejandro—. Porque los fantasmas son siempre de los otros. No sé cómo he logrado escurrirme entre todas las cosas interesantes de la vida. Debo tener alguna clase de marca que hace que me eviten. No sé cómo es que tú no la ves y me evitas. No tiene caso hablar de mí. Para qué quieren hablar de mí. Eso no es interesante. Voy a aburrirte si hablo de mí. Voy a contarte siempre lo mismo. 

—¿Y tú crees que el antagonismo de mi tesis no me aburre? —me reclamó Alejandro. 

—A nosotros nos aburre —dijo David.

—Totalmente —secundó Ana.

Recordé todas las veces que, estando solos, Alejandro me preguntaba cómo estaba y yo cambiaba el foco de la conversación a lo que él necesitaba o lo que quería, y cómo, cada vez, su expresión se iba entristeciendo. Él debía ver que yo me disminuía, y su alegría también se iba haciendo pequeña. 

—O tú crees que el fantasma no tiene harto a David —continuó diciendo, sólo para mí—, o que Ana le pidió un tiempo a Dios nada más porque no supo qué más pedirle. Todos nos aburrimos, la vida es aburrida. 

—Pero yo no voy a aburrirlos a ustedes —le dije.

Alejandro tenía cara de querer golpearme, o de reproche, o de No puede ser, maldita sea. O de todo eso a la vez. 

—La amistad no se trata de no ser aburridos —me dijo—, sino de serlo juntos, de tener un espacio donde podamos serlo a nuestras anchas. De sentir que no lo somos, aunque lo seamos. ¿Fui claro, o sigo? 

—Yo estoy harta de mi relación con Dios, si me preguntan —confesó Ana, luego se cubrió los labios y miró hacia el cielo.

—Todo pierde su magia con la repetición. La mente llena los huecos —me dijo Alejandro, insistente—. Uno ve a los fantasmas, aunque ya no estén, porque han estado ahí mucho tiempo; uno escucha una voz en los cielos, aunque ya nos dejó solos. Y lo que uno hace no es distinto. ¿Por qué te sientes tan especial? ¿Por qué crees que eres el único que se aburre con su propia vida? Todas nuestras vidas son una repetición de las cosas de ayer. 

Ana y David me miraron con la misma severidad con la que lo hizo Alejandro, como si él hablara realmente por los tres, y fuera de pronto una obviedad que estuve un error.

—¿Es por eso que casi nunca nos hablas de ti? —Su tono, aunque no era hostil, me golpeaba con fuerza—. ¿Por eso eres tan serio? ¿Crees que eres aburrido? 

—Yo pensaba que eras un misterio. Y quería resolverte —me dijo David. 

—Yo creía que había alguna razón sobrenatural para tu silencio —me dijo Ana—. Quizá un pacto. Te envidiaba, para ser honesta. 

—Ni siquiera yo sabía por qué te quedabas callado —me dijo Alejandro—. Llevaba años queriendo saber por qué. Años queriendo saber más de ti. ¡Gracias! ¡Gracias! Me sentía como un inútil, ¿sabes? A veces despertaba por la mañana, hablaba contigo, y luego veía mi tesis y le decía: ¿Cómo voy a descubrir el secreto de un corazón mágico si no puedo descubrir el de mi amigo? Y mi tesis se reía. Por supuesto que mi tesis iba a reírse de mí, no era la única vez que lo hacía, pero esa era la que más me dolía. Porque jamás pude sentirme un científico de verdad si no podía averiguar algo como quién es con quien comparto mi vida. 

—No estás diciéndolo en serio —lo interrumpí.

—¿Quieres que traiga mi tesis para que se lo preguntes? 

Cuando pensé que su severidad y su juicio estaban por aplastarme, Álex me sonrió. 

—Bueno —comenzó mi mejor amigo, pidiéndole al mesero otra bebida con apenas un gesto. Cuando nadie salvo yo lo veía, aprovechó para limpiarse los ojos con una mano—. Aquí vamos a durar otro rato más, ¿verdad que sí, Carlos? Nos vas a contar todo de ti, porque quiero saberlo todo. No vamos a irnos hasta que nos digas.

Luego de lo que dijo Alejandro, supe que tenía que contar algo sobre mi vida. Y como no se me ocurrió otra cosa, les conté esto: 

—Una mañana hacía unos días, mientras esperaba el camión para el trabajo, se me acercó un hombre muy ansioso, diciéndome que estaba por sufrir un infarto, o quizá ya lo estaba sufriendo. Yo no llevaba mi teléfono conmigo. Como no tenía forma de ayudarlo y estábamos solos, me quedé ahí hablando con él, tratando de calmarlo, hasta que alguien más pasara y pudiéramos recibir ayuda. Pero como nadie pasaba, comencé a tocar la puerta de las casas hasta que una gata me escuchó gritar, se metió a la casa de una señora casi al final de la calle y la hizo salir. Llamé a una ambulancia con su celular, pero la señora no me quiso dar el nombre de esa calle, porque no quería tener asuntos con la policía si algo pasaba. Así que el hombre que estaba conmigo me dio su dirección y lo acompañé hasta la puerta de su casa, donde esperamos de pie hasta que la ambulancia nos pasó de largo, así que corrí para llamar su atención. Cuando llegó la ambulancia, noté que la gata la había seguido hasta nosotros. 

»Así que adopté a la gata —les dije—. Se llama Sirena. 

Ninguno me interrumpió mientras hablaba. Tenían los ojos muy abiertos, igual que su boca.

—Se me ocurren otras cosas —insistí—, pero no quiero aburrirlos. 

—¿No sentiste pánico? —me preguntó David—. Imagínate si el hombre hubiera muerto. Te habría seguido a todas partes.

—¿Probaste rezar? —me preguntó Ana—. Ya sé que a la mayoría los ignora, pero no habría estado de más intentarlo. O me hubieras llamado a mí para que yo le dijera a Dios.

—A mí nunca me ha pasado nada ni remotamente así —dijo Alejandro, como si estuviera contento.

—Yo quisiera que al menos por un fin de semana mi vida no se viera reducida a un sólo aspecto de mí mismo —dijo David—. Que el fantasma no me definiera. Estoy seguro de que ya tengo harto a todo el mundo, apenas lo menciono. A veces tengo miedo de que la gente, al pensar en mí, me piense como a un fantasma. Y ahora que lo pienso, no sé si el fantasma necesita algo de mí. Nunca le he preguntado. 

Ana no se quedó atrás.

—No quiero pensar en lo que pasará cuando muera y tenga que ver a Dios cara a cara —nos dijo—. Es decir, ¿qué si le dejo de hablar ahora, y entonces, en el juicio final, él decida ya no hablarme, y me deje de pie en medio de ningún lugar? Desde que era niña tengo miedo de que me haya condenado por un juego, que toda mi vida sea la consecuencia de algo sobre lo que no tuve conciencia. Yo no sólo me aburro, sino que tengo miedo, todo el tiempo. Ojalá el aburrimiento estuviera solo. Un día de estos yo voy a ser esa mujer en la calle, a punto de un infarto. 

Por un momento pareció que el tiempo se hubiera detenido, mientras hablábamos, como si me compensara por todo el que desperdicié antes, al no usarlo como debía. Todos lloramos un poco. 

—Apuesto a que mi tesis correría a la gata, si la adoptara. Se pondría celosa —nos dijo Alejandro—. ¿Es cierto que escupen bolas de pelo? 

La risa hizo más fácil resbalar las lágrimas. 

Alejandro ya no dijo nada después de eso. Puso sus manos bajo su mentón, y asintió a casi todo lo que dije, sonriéndome en silencio, atento a cada cosa que decía. Mi vida era una primera vez para él, así que debía ser fascinante. O quizá lo habría sido aunque ya la hubiera escuchado antes. Él no iba a interrumpirme en lo que restara de ese día, pero no era necesario: así como antes me había reflejado como me veía a mí mismo, ahora me reflejaba como siempre lo vi a él. Como él ya me veía, cuando no estaba triste. 

En los ojos de Alejandro sentí que brillaba.

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